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Deborah Simmons

Ladrón Y Caballero

Uno

Nadie se tomaba a Georgiana Bellewether en serio.

Para su gran consternación, había sido maldecida con las exuberantes curvas de una prostituta, con unos bucles rubios y unos enormes ojos azules que a menudo eran comparados con límpidos estanques. La gente le echaba un vistazo y llegaban a la conclusión de que carecía de cerebro. Desde luego, la mayoría de los hombres no consideraba inteligentes a las mujeres, pero en su caso no eran capaces de concebir que fuera otra cosa más que una simplona.

Su madre era un encanto, más bien frívola, y su padre un terrateniente afable y regordete, y a Georgiana no le cabía duda de que habría sido más feliz si hubiera salido a ellos. Por desgracia, de los cuatro vástagos Bellewether ella era la única que había heredado los rasgos de su tío abuelo Morcombe, un reputado erudito de mente aguda. Desde pequeña Georgiana había devorado todo tipo de libros, superando los conocimientos de la institutriz de la familia, de la academia local para damas jóvenes y del tutor de su hermano con igual fervor.

Su propio talento tendía a la solución de misterios, y con frecuencia maldecía la forma femenina que le impedía ser detective de Bow Street. En vez de seguir pistas y capturar a criminales, se veía obligada a contentarse con una lectura voraz y los pequeños acertijos que se le presentaban en Chatham’s Corner, el pueblo donde su padre reinaba con amabilidad como terrateniente y alguacil.

Pero se juró que ese año sería diferente. Su familia se había trasladado a Bath a pasar el verano y allí esperaba encontrar al menos un problema que estuviera a la altura de sus habilidades.

Por desgracia, después de una semana de pasear por las avenidas a la hora más ajetreada, se vio obligada a reconocer su decepción. Aunque había disfrutado de la exploración, hasta entonces se había encontrado con el tipo de personas a las que estaba habituada.

Con un suspiro, Georgiana miró en torno a los salones de la lujosa casa de Lady Culpepper, ansiosa por encontrar algo que la distrajera en el primer baile de verdad al que asistía, pero solo vio la usual mezcla de viudos y caballeros con gota que poblaban Bath. Varias señoritas, más jóvenes que ella, se hallaban con sus atentas madres, con la esperanza de cazar un marido entre los visitantes.

Los descartó a todos, aunque su atención se vio cautivada por una elegante figura vestida toda de negro. “He ahí un acertijo”, pensó con los ojos entrecerrados. No hacía falta nadie con un talento especial para comprender que la aparición del Marqués de Ashdowne era muy poco corriente, pues la alta nobleza ya no favorecía Bath como lo hiciera medio siglo atrás. Los caballeros atractivos y encantadores como él se quedaban en Londres o seguían al príncipe regente a Brighton.

No por primera vez desde que supo de su presencia, Georgiana pensó que el súbito interés de Ashdowne en Bath era extraño. Le habría gustado averiguar qué hacía allí, pero aún debía conseguir que le fuera presentado. Había arribado unos días antes, haciendo que todas las damas jóvenes y solteras, incluidas sus hermanas, se entusiasmaran, y costaba verlo a través de la multitud de mujeres que lo rodeaba.

Todavía se preguntaba qué había ido a hacer a Bath, si era la viva imagen de la salud. Era alto, aproximadamente de un metro ochenta y cinco de estatura, y esbelto, con hombros anchos y musculosos, aunque no abultados. El marqués poseía una gracia y un porte que Georgiana no había esperado en uno de los miembros libertinos de la nobleza.

Ágil. Esa era la palabra que se le ocurrió al recorrer las ropas elegantes y caras hasta llegar a su cara. Tenía el pelo oscuro y brillante, los ojos de un azul asombroso, y la boca… No fue capaz de dar con una descripción para sus curvas lujuriosas. Tragó saliva y se dio cuenta de que Ashdowne era atractivo más allá de lo imaginable.

De pronto la mirada del marqués se encontró con la suya, y vio que rebosaba de inteligencia. Si Georgiana hubiera sido una mujer dada a la fantasía, habría pensado que era consciente del escrutinio al que lo sometía, ya que daba la impresión de que la había seleccionado de entre todos los allí presentes.

Dio un paso atrás, avergonzada de que la descubriera mirándolo, y cuando él enarcó una de sus cejas oscuras, Georgiana se ruborizó. Abanicándose, adrede apartó la vista. Irritada, pensó que sin duda Ashdowne la consideraba una más de tantas mujeres que caían rendidas a sus encantos.

Giró en redondo y ya casi había atravesado la amplia sala de recepción cuando comprendió que había perdido una oportunidad de oro para presentarse. ¡Maldición! Disgustada, cerró el abanico, pues sabía que no debía dejar que los sentimientos personales interfirieran en una investigación. No podía imaginarse a un detective de Bow Street abandonando un caso porque un sospechoso lo hubiera observado con demasiada familiaridad.

Dio media vuelta para regresar por donde había llegado, pero su lugar ya había sido ocupado por otras mujeres, jóvenes y mayores. Entonces apareció su madre, que la instó a bailar con un joven, y Georgiana supo que lo mejor era aceptar.

No tardó en descubrir que el señor Nichols era un hombre bastante agradable, que había llegado de Kent con su familia, pero su conversación no logró retener su atención. Aunque no paraba de estirar el cuello en un esfuerzo por ver al marqués, cuando al fin lo avistó se dirigía al jardín con una viuda joven que de forma precipitada acababa de abandonar el luto.

Frunció el ceño cuando volvió a encontrarse otra vez con el señor Nichols en el baile, y con gesto distraído asintió a sus comentarios. ¡No tenía tiempo para esas tonterías! Por desgracia, reconoció la expresión aturdida de su pareja. De haber estado centrada, sin duda se habría posado en sus bucles o en su cuello blanco, o, peor aún, en la alarmante extensión de pecho pálido que su madre insistía en que mostrara como algo en boga.

Esta siempre alababa las virtudes del matrimonio y de la maternidad, pero, ¿cómo podía Georgiana llegar siquiera a pensar en pasar la vida con un hombre semejante? Sin embargo, dada su situación, ¿cómo iba a aspirar a otra cosa? La educación entre la alta burguesía era, en el mejor de los casos, algo fortuito, e incluso aquellos que habían recibido unos mínimos estudios parecían quedarse mudos ante su presencia.

Era el estigma de su existencia. Y por ello los desanimaba a todos, para desilusión de su madre, y se resignaba a una vida de soltería, en la que podría disfrutar de la libertad de vestir y actuar como le apeteciera, siempre que su tío abuelo Morcombe le dejara el estipendio que le había prometido. Aunque no deseaba que falleciera en el futuro próximo.

– ¿No es maravilloso? -susurró su madre después de que a la finalización del baile enviara al señor Nichols a buscarle un refresco para disfrutar de un poco de soledad-. Según fuentes bien informadas, heredará de su abuelo una buena tierra en Yorkshire, ¡la cual debería proporcionarle mil libras al año!

Al saber que si no era el señor Nichols intentaría imponerle a otro caballero, asintió distraída mientras buscaba con la vista a Ashdowne. Para su sorpresa, vio que se había unido al baile con una gracilidad que le produjo un cosquilleo en el estómago.

– Por favor, discúlpame -dijo, alejándose de su madre.

– Pero. El señor Nichols…

Sin hacer caso de la protesta, se metió entre la multitud. Aunque perdió de vista a Ashdowne, se sintió complacida al quedar libre tanto de su querida madre como del señor Nichols.

Por desgracia, las conversaciones que captó no le revelaron mucho, aunque en todas se hablaba de que era elegante y encantador. Era el hermano menor que heredó el título a la muerte de su hermano un año atrás. Según una mujer, parecía haber aceptado el título bastante bien y no se consideraba por encima del resto del mundo, como lo evidenciaban sus modales corteses y abiertos. Todo lo que oyó seguía esa tónica. Lo cual la irritó y, de forma perversa, se afirmó en su determinación de encontrarlo culpable de algo.