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– Como comprenderás -continuó ella-, parece que no tenemos más alternativa que quedarnos en Guaymas dos o tres meses más.

– ¡No puedo esperar tanto!

– Me temo que no tienes elección, Noah. Todos los médicos coinciden en que tu padre está demasiado enfermo para soportar el viaje a Seattle. No podría hacerse cargo de la empresa de ninguna manera. Tendrás que esperar un poco más.

– ¿Qué hay de Sean? -replicó él, indignado.

Al ver que no obtenía respuesta, respiró profundamente y trató de sonar más calmado.

– Déjame hablar con Ben -añadió.

– ¿No has oído lo que te he dicho? Tu padre está descasando y no puede ponerse al teléfono.

– Necesito hablar con él. Esto no formaba parte del trato.

– Tal vez más tarde…

– ¡Ahora! -gritó, sin poder ocultar su exasperación.

– Lo siento, Noah. Te llamaré más tarde.

– No cuelgues…

Se oyó un clic al otro lado de la línea, y se cortó la comunicación.

Noah colgó el auricular furioso, se dio un puñetazo en la palma de la mano y soltó una riada de insultos contra su padre, pero sobre todo contra sí mismo. No entendía cómo había podido ser tan crédulo para haber aceptado dirigir la empresa mientras Ben se recuperaba de su ataque al corazón. Se había dejado llevar por la emoción y había tomado la peor decisión posible. No acostumbraba a dejar que los sentimientos influyeran en sus decisiones, y menos desde la última vez que se había dejado influir, dieciséis años antes. Sin embargo, se había dejado afectar por la salud delicada de su padre. Sacudió la cabeza ante su propia insensatez. Era un imbécil.

Maldijo en voz alta.

– ¿Has dicho algo? -preguntó Maggie, entrando en el despacho con su eficacia habitual.

– No, nada.

Noah se desplomó en la silla de su padre y trató de aplacar su ira.

La secretaria esbozó una sonrisa cómplice y, mientras dejaba la correspondencia en la mesa, dijo:

– Mejor.

– ¿Qué es todo eso? -preguntó él, mirando los sobres con el ceño fruncido.

– Lo de siempre, salvo por la carta que está encima. Es de la compañía de seguros.

Creo que deberías leerla.

Noah lanzó una mirada de disgusto al documento en cuestión, pero suavizó la expresión al volver a mirar a Maggie. Ella notó el cambio, y no pudo ocultar su inquietud.

– ¿Podrías llamar a Betty Averili, de la oficina de Portland? -dijo él-. Dile que no volveré tan pronto como había pensado, y que envíe aquí todo lo que Jack o ella no puedan resolver. Si tiene alguna duda, que me llame.

– ¿Tu padre no va a volver cuando estaba previsto?

Normalmente, Maggie no se entrometía, pero aquella vez no lo había podido evitar. Últimamente, Noah había estado muy raro, y estaba segura de que era culpa del testarudo de su hijo. El chico tenía dieciséis años y no dejaba de causar problemas.

– Parece que no -contestó.

– O sea, ¿que te quedarás un par de meses?

– Eso parece.

– Si vas a quedarte al frente de Wilder Investments…

– Sólo temporalmente

Maggie se encogió de hombros.

– Es igual, de todas maneras deberías leer la carta de la compañía de seguros -dijo.

– ¿Tan importante es?

– Podría serlo. Tú decides.

– De acuerdo, le echaré un vistazo.

La secretaria se dio la vuelta, pero antes de que pudiera salir del despacho, Noah la llamó.

– Ah, Maggie, ¿puedes hacerme un favor?

Ella asintió.

– Llama a mi casa cada media hora -añadió Noah-. Y sí por casualidad te contesta mi hijo, házmelo saber de inmediato. ¡Quiero hablar con él!

– De acuerdo.

Maggie esbozó una sonrisa triste y se marchó. En cuanto estuvo solo, Noah tomó la carta de la compañía de seguros.

– A ver de qué se trata -farfulló, mientras le echaba una ojeada-. ¿Qué es esto? “Impago de indemnización”, “conflicto de intereses”, “demanda del beneficiario” y “bodega Cascade Valley”. ¡Maldición!

Noah arrojó la carta hecha un bollo a la papelera y llamó a Maggie por el intercomunicador.

– Ponme con el director de Pac-West Insurance -ladró-. ¡Ya!

Lo último que necesitaba era tener más problemas con el seguro de la bodega situada al pie de las montañas Cascade. A pesar de las sospechas de que el incendio había sido provocado, esperaba que la compañía de seguros ya hubiera resuelto el asunto. Al parecer, se había equivocado, y mucho.

– Tienes a Joseph Gallager, director de Pac-West, en la línea uno -anunció Maggie por el intercomunicador.

– Bien.

Noah fue a pulsar el botón para hablar con Gallager, pero se detuvo y se dirigió a su secretaria.

– ¿Sabes cómo se llama el detective privado con el que trabaja mi padre? -preguntó.

– Simmons.

– Ese mismo. En cuanto acabe de hablar con Gallager, quiero hablar con Simmons. Por cierto, ¿has llamado a mi casa?

– Sí. No contestan.

– Sigue intentándolo, por favor.

A Noah se le ensombreció la mirada, y se preguntó dónde estaría Sean. Apartó de su mente los oscuros pensamientos sobre su hijo y volvió a los problemas del trabajo. Con suerte, el director de Pac-West Insurance podría contestar a un par de preguntas sobre el incendio de la bodega y explicar por qué Wilder Investments no había cobrado la indemnización. Si Gallager no respondía, Noah se vería obligado a ponerse en contacto con Anthony Simmons. Aunque odiaba relacionarse con gente como él, no tenía muchas opciones. Si la compañía de seguros se negaba a pagar por la sospecha de intencionalidad en el incendio, tal vez el detective pudiera encontrar al culpable y eliminar cualquier sospecha de que Wilder Investments había tenido algo que ver con el fuego. A menos, desde luego, que Ben supiera algo que le ocultaba a su hijo.

Las oficinas del bufete Fielding e Hijo estaban situadas en un edificio del siglo XIX y tenían una decoración sobria y acogedora. A pesar de las comodidades del despacho, Sheila estaba tensa y le sudaban las manos.

Jonas Fielding se enjugó la frente con un pañuelo. Aquel mes de mayo hacía un calor desacostumbrado en el valle, y la delicada mujer que tenía enfrente lo ponía nervioso. En los ojos grises de Sheila Lindstrom se reflejaba el dolor por la reciente muerte de su padre. Llevaba un traje de chaqueta entallado, pero había en ella cierta inocencia que lo impulsaba a considerarla una niña.

Jonas había ejercido la abogacía durante casi cuarenta años. Aunque podría haberse jubilado años antes, había seguido en el trabajo, y en ocasiones como aquella se lamentaba de no haber dejado el bufete en manos de los socios más jóvenes. Ver a Sheila lo hacía sentirse tan viejo que le pesaban sus setenta años. Con tanto tiempo de ejercicio profesional, debería haberse acostumbrado a lidiar con el dolor de los familiares, pero no se acostumbraba, y menos, cuando el muerto había sido su amigo. Las sucesiones eran una parte deprimente de su trabajo, y prefería delegarlas en los socios más jóvenes. No obstante, en aquel caso era imposible. Oliver Lindstrom había sido su amigo, y conocía a Sheila desde que había nacido, treinta y un años antes.

Jonas carraspeó y se preguntó si el aire acondicionado del edificio funcionaba bien. Los despachos parecían particularmente desapacibles aquella tarde. Se dijo que tal vez fuera su imaginación; tal vez su malestar se debiera a tener que tratar con Sheila. Detestaba aquella parte de su trabajo. Para darse un respiro, se puso en pie y se acercó a la ventana antes de hablar con ella.