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Ella sonrió.

– Entendido.

– Bien. Ve a preparar la cena, y deja a Jeff y a Emily a solas. Yo terminaré con los planos.

– Sólo si me prometes que limpiarás este desastre -replicó ella, señalando la bebida que había caído al suelo-, y que le pondrás otro martini de vodka a Jeff.

– Ni loco. Si tanto le apetece una copa, que se la prepare él solito.

Sheila se echó a reír.

– No eres muy hospitalario, ¿verdad?

– ¿Te molesta?

– No, pero trata de ser amable.

– Si es lo que quieres, haré todo lo posible, pero te aseguro que no entiendo por qué.

– No te vas a morir por ser un poco amable con él -puntualizó.

– Supongo que no, aunque no sé si podré soportar ver cómo se le cae la baba por ti.

– Son imaginaciones tuyas.

Sheila lo abrazó por el cuello y se puso de puntillas para besarlo.

– Te aseguro que lo que estoy imaginando ahora no tiene nada que ver con tu ex marido -declaró Noah, antes de lamerle los labios-. Líbrate de él, y que los niños se vayan a la cama temprano.

Sheila se echó a reír.

– No sé por qué, pero dudo que Sean acceda a irse a dormir a las seis y media de la tarde.

– Aguafiestas.

Lentamente, Noah la soltó. Sheila avanzó hacia la puerta, pero se detuvo para guiñarle un ojo y prometerle que más tarde se quedarían a solas.

El resto de la noche fue incómodo, pero tolerable. Jeff se quedó a cenar, y parecía tenso y desesperado por entrar en confianza con Noah, Sean y Emily. Se le había arrugado el traje, estaba despeinado, y no dejaba de mirar a Sheila en busca de alguna excusa que lo apartara de la intensa mirada de Wilder. Noah fue amable, pero se mantuvo callado y no le quitó los ojos de encima.

Por fin, Jeff encontró un pretexto para irse, rechazó el postre y se marchó de vuelta a Spokane antes de las ocho. Hasta Emily parecía aliviada de haberse librado, al menos de momento, de tener que ir al piso de su padre y Judith.

Por primera vez en más de una semana desapareció el fantasma de la discusión entre Sheila y Noah, e hicieron el amor apasionadamente sin que la sombra de Jeff Coleridge pendiera sobre sus cabezas.

Doce

El final de la estancia de Noah llegó demasiado deprisa para Sheila. La preocupaba que no hubiera sido claro sobre la situación de la bodega. Sabía que quería reconstruir el ala oeste, pero el hecho de que siguiera vacilando le hacía pensar que le estaba ocultando algo, y estaba convencida de que tenía que ver con el incendio.

La mañana del último día que Noah pasó en Cascade Valley, Sheila se armó del valor necesario para plantear el tema del informe de Anthony Simmons sobre el incendio. Durante las dos semanas anteriores, Noah se las había ingeniado para eludir el asunto, pero aquella mañana, Sheila estaba decidida a obtener respuestas claras.

Se liberó lentamente del abrazo de Noah y, cuando se volvió para mirarlo dormir, se le hizo un nudo en la garganta. Parecía tan increíblemente vulnerable que la conmovía en lo más profundo de su ser. Le apetecía acariciarle el pelo y reconfortarlo.

Lo quería con toda su alma. Sabía que la entrega incondicional podía ser peligrosa; el amor sacrificado y no correspondido sólo podía causar dolor. Y el suyo era un amor que provocaba adicción e inspiraba celos. Lo que más quería en el mundo era estar con aquel hombre y formar parte de él. Quería fundir su vida con la de Noah, formar una familia.

Se echó hacia delante y le besó la frente. Sabía que le importaba, lo había oído mil veces decir que la amaba, pero la certeza de que le ocultaba algo le hacía pensar que no confiaba en ella.

Se levantó para ponerse una bata y volvió a sentarse en el borde de la cama para disfrutar de la visión de Noah entre sus sábanas. El se puso boca arriba, entreabrió los ojos para acostumbrarse al sol de la mañana y sonrió al verla.

– Vaya, estás preciosa.

Acto seguido, le pasó un brazo por la cintura para atraerla a su lado y empezó a besarle el cuello.

– Tenemos que hablar, Noah.

– Después.

– Ahora.

– No perdamos el tiempo hablando -dijo el, besándole el escote-. Es la última mañana que paso aquí.

– Precisamente por eso tenemos que hablar.

Sheila se sentó en una silla, se apartó el pelo de la cara y lo miró fijamente. Noah la soltó, se apoyó en un codo y la miró con los ojos encendidos de pasión.

– De acuerdo, Sheila, acabemos con esto de una vez.

– ¿De qué hablas?

– Del interrogatorio.

– ¿Esperas que te interrogue?

– Tendría que ser tonto para no saber que antes de que volviera a Seattle tendríamos una discusión sobre el incendio. Porque de eso se trata, ¿verdad?

– Sólo quiero saber por qué has estado evitando hablar del incendio y de la reconstrucción del ala oeste.

– Porque no había tomado una decisión.

– ¿Y ahora sí?

– Eso creo.

– ¿Bien?

– Cuando vuelva a Seattle transferiré doscientos cincuenta mil dólares de Wilder Investments a un fondo fiduciario con el único propósito de cubrir el coste de la reconstrucción de Cascade Valley.

– ¿Y qué pasa con la compañía de seguros y el informe de Anthony Simmons?

– No te preocupes por eso. Es cosa mía.

Sheila se abstuvo de hacer un millón de preguntas, pero había una que no podía dejar pasar.

– ¿Qué hay del nombre de mi padre? ¿Podrás dejarlo limpio de sospechas?

La sincera preocupación que reflejaban aquellos ojos grises le llegó al alma. Noah había decidido no decirle nada sobre las conclusiones de Simmons, porque no quería causarle más dolor.

– Eso espero -murmuró.

Ella suspiró aliviada.

– Tenemos otro problema que resolver -dijo él.

– ¿Sólo uno?

Noah se echó a reír y pensó en el tiempo que había pasado desde la última vez que se había reído al amanecer. La idea de dejar a Sheila lo desesperaba, y se dio cuenta de que era una tarea imposible.

– Tal vez tengamos dos problemas -consintió, esbozando una sonrisa-. El primero es sencillo. Si el ala oeste no está terminada en el momento de la vendimia, alquilaré un almacén y seguiremos embotellando con la marca de Cascade. Costará mucho dinero, pero será mejor que vender la uva a la competencia.

Ella asintió. No podía dejar de sonreír. La certeza de que la bodega volvería a abrir sus puertas la llenaba de felicidad.

– Lo que nos lleva al segundo problema -añadió Noah.

– Si tienes otra solución tan brillante como la del primer caso, dudo que tengamos un problema.

Noah se frotó la barbilla antes de apartar las sábanas y levantarse de la cama para acercarse a la silla donde estaba Sheila.

– La solución depende exclusivamente de ti -dijo.

– ¿De mí? ¿Por qué?

El la miró a los ojos con intensidad y, con tono serio, declaró:

– Quiero casarme contigo, Sheila. ¿Qué me dices?

A ella se le desdibujó la sonrisa y se le aceleró el corazón.

– ¿Quieres casarte? -preguntó, emocionada.

– Cuanto antes.

Ella titubeó.

– Por supuesto. Es decir, me encantaría… -sacudió la cabeza y añadió-: Esto no va a resultar. Creo que no entiendo qué está pasando.

– ¿Qué es lo que no entiendes? Te amo, Sheila. ¿No has oído lo que te estado diciendo todos estos días?

– Sí, pero… ¿casarnos?

Las imágenes de su boda con Jeff acudieron a su mente. Recordó la esperanza y las promesas de amor, y el precioso vestido que había amarilleado con las mentiras y los sueños rotos. No quería volver a pasar por lo mismo, pero no quería perder a Noah.

– No lo sé -dijo, reflejando su confusión en la mirada.

– ¿Por qué?

Probablemente había varios de motivos, pero a ella no se le ocurría ninguno. Lo único que sabía era que no quería repetir los errores que había cometido con Jeff.