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– ¿Has pensando en cómo podría afectar a los niños?

El sabía que era una evasiva y le dio la respuesta perfecta.

– ¿Se te ocurre una perspectiva mejor para Emily y Sean?

– Pero no es un motivo para casarse.

– Por supuesto que no. Considéralo una ventaja adicional.

Noah le estaba acariciando el cuello, pero de repente se detuvo y dio un paso atrás.

– ¿Estás tratando de encontrar una forma amable de decirme que no? -preguntó.

Ella sacudió la cabeza y se le llenaron los ojos de lágrimas de felicidad, que él malinterpretó.

– ¿Y entonces qué es? -insistió-. ¿Estás segura de que no quieres que lo nuestro sea sólo una aventura ocasional?

– No, por supuesto que no.

Noah se cruzó de brazos y la miró fijamente a los ojos.

– Tiene algo que ver con Coleridge? ¡Maldita sea! Sabía que aún lo llevabas en la sangre.

– No digas tonterías. Lo que pasa es que estoy abrumada, Noah. No me esperaba nada de esto y no sé qué decir.

– Algo tan sencillo cómo “sí” o “no”.

– Ojalá fuera tan fácil. Me encantaría casarme contigo…

– ¿Pero?

– Pero creo que es demasiado repentino. Sheila no entendía por qué estaba poniendo excusas en vez de limitarse a aceptar el voto de amor de Noah. Mientras lo miraba a los ojos, se dio cuenta de que Noah Wilder no le iba a mentir ni iba a engañarla como había hecho Jeff. Sacudió la cabeza como si estuviera despejando las telarañas de su confusión.

– Lo siento -se disculpó, poniéndole un mano en el pecho-. Es sólo que me has sorprendido. La verdad es que te amo y que no hay nada que desee tanto como pasar el resto de mi vida contigo.

– Gracias a Dios.

Noah la alzó en brazos, devoró su boca con un beso y avanzó hacia cama. Ella cerró los ojos y suspiró mientras sentía que la bata le caía por los hombros y el frío matinal le tocaba la piel.

– Sheila -dijo con voz espesa-, te necesito desesperadamente.

Ella se estremeció complacida al sentir el contraste entre las sábanas frías y el calor de las caricias del hombre al que amaba.

La vida de Sheila se convirtió en un torbellino. Entre revisar los planos de los arquitectos, tratar de organizar a los decoradores que había enviado Wilder Investments y trabajar con Dave Jansen en la vendimia, tenía muy poco tiempo para pensar en la distancia que la separaba de Noah. Todas las noches caía agotada en la cama, y cada mañana se levantaba al amanecer.

Aunque estaba trabajando a destajo, valía la pena. La suerte parecía estar de su parte.

Jeff la había llamado a principios de semana y, cuando ella le había explicado que Emily tenía reservas sobre su viaje a Spokane, él no había insistido. De hecho, casi había sonado aliviado al enterarse de que no tendría que ocuparse de su hija hasta el final del verano.

Emily echaba de menos a Sean, pero Sheila lo consideraba una buena señal. Esperaba que siguieran llevándose bien después de la boda. Noah la había estado presionando para que fijara una fecha y había llegado a proponer que se fugaran para casarse en secreto. Sheila tenía que reconocer que le parecía una idea muy atractiva.

– Tal vez este fin de semana -se dijo mientras pisaba el acelerador.

El coche respondió y subió las Cascade más deprisa. Por primera vez en cuatro semanas, tenía un rato libre. Emily se había ido a pasar el fin de semana con su abuela, y Sheila había decido ir a visitar a Noah. Sabía que lo sorprendería, porque no esperaba verla hasta que estuviera terminado el papeleo de la restauración de la bodega.

Era un bonito día de verano, y ella estaba convencida de que nada podía estropear la euforia que sentía. La perspectiva de pasar un fin de semana a solas con Noah la hacía sonreír y tararear las canciones de la radio.

Cuando llegó a la entrada de la mansión pensó que nada podía salir mal. Aquel fin de semana sería perfecto. Sonrió cuando vio el Volvo de Noah aparcado delante del garaje. Al menos lo sorprendería en su casa.

Llamó al timbre y esperó a que contestaran. Se le borró la sonrisa cuando se abrió la puerta y vio aparecer a un hombre vestido de mayordomo. No entendía nada. Noah no había comentado que hubiera contratado personal. Una desagradable sensación se empezó a apoderar de Sheila. Algo marchaba mal.

– He venido a ver al señor Wilder -dijo.

– ¿La espera?

– No. Verá, es una sorpresa.

El mayordomo arqueó una ceja.

– El señor Wilder no se encuentra bien y no recibe visitas.

Sheila abrió los ojos desmesuradamente y sintió que se le paraba el corazón.

– ¿Qué le pasa? -preguntó.

– No la entiendo.

– ¿Qué le pasa a Noah? ¿Ha tenido algún accidente?

– Cálmese, señora. No me refería a Noah, sino a su padre.

– ¿Ben está aquí?

– ¿Seria tan amable de decirme su nombre y el motivo de su visita?

– Perdón. Soy Sheila Lindstrom. Soy amiga de Noah. ¿Está en casa?

– Sí, por supuesto, señora Lindstrom. Por aquí, por favor.

El mayordomo parecía encantado de haber entendido quién era, y la escoltó hasta un salón lujoso y formal.

Era una habitación fría, que no se parecía en nada a la cálida biblioteca donde había conocido a Noah. Sheila imaginó que el hombre que estaba sentado cerca de la chimenea era Ben Wilder. El no se molestó en levantarse cuando la vio entrar, y su sonrisa parecía forzada y era más fría que la niebla matinal del lago Washington.

– La señora Lindstrom ha venido a ver su hijo -anunció el mayordomo.

Ante la mención del apellido, Ben se interesó por ella y la miró como si fuera un pura sangre en venta. Sheila sintió un escalofrío.

– Encantado de conocerte -dijo-. Soy el padre de Noah.

– Sí. Creo que nos vimos una vez, hace años…

Ben lo pensó un momento.

– Es probable. Recuerdo haber ido a la bodega a ver a Oliver. Por cierto, mi más sentido pésame.

– Gracias.

Sheila empezó a jugar con el cierre de su bolso con nerviosismo. Se preguntaba dónde estaría Noah. Ben no se parecía en nada al hombre robusto y lleno de energía que había conocido en Cascade Valley. Aunque sólo habían pasado nueve años, parecía que Wilder había envejecido treinta. Tenía el cutis macilento, estaba demacrado y había perdido mucho pelo. No cabía duda de que estaba gravemente enfermo.

– ¿Ha venido alguien? -preguntó una voz femenina.

Sheila se giró y vio a una mujer un poco más joven que Ben entrando en el salón. Era elegante y su sonrisa parecía sincera.

– Es Sheila Lindstrom -dijo él-. Mi esposa, Katherine.

A la mujer se le desdibujó la sonrisa.

– Noah nos ha hablado de ti -afirmó-. Por favor, toma asiento.

– No, gracias. He venido a ver a Noah.

– Claro. Está fuera, con Sean. Creo que George ha ido a buscarlo.

Sheila suspiró aliviada y se sentó a esperarlo en un sillón.

Katherine trató de darle conversación.

– Lamento mucho lo de tu padre. Noah me ha dicho que has hecho muchos avances para reconstruir el negocio.

– Estamos en ello -contestó ella, incómoda.

– Un trabajo muy arduo para una mujer joven -comentó Ben con sequedad.

Sheila se plantó una sonrisa en la cara y cambió de tema.

– No sabía que hubieran vuelto de México. Tendría que haber avisado a Noah de que vendría.

Se hizo un silencio incómodo. Katherine se puso a juguetear con el collar de diamantes mientras observaba a la joven por la que su hijo había demostrado un profundo interés; un interés que lo había apartado de sus responsabilidades al frente de la empresa. No podía negar que Sheila era atractiva, pero se preguntaba qué tendría de especial, porque a Noah no le llamaban demasiado la atención las mujeres hermosas.