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Parte de la reacción de Emily se debía a que acababa de volver de pasar cinco días lamentables en Spokane. Al parecer, Jeff y Judith no habían tenido tiempo ni ganas de ocuparse de ella. La niña ya no sólo se sentía rechazada por su padre, sino también por Noah.

El tiro de gracia al orgullo de Sheila había procedido del banco con el que había trabajado durante años. A pesar de los antecedentes de la bodega, el gerente no había podido autorizar otro préstamo, porque Cascade Valley no podía garantizar la devolución de doscientos cincuenta mil dólares. Stinson se había comprometido a hablar con sus superiores, pero le había advertido que las posibilidades de que le otorgaran el crédito eran casi nulas.

Sheila no podía quedarse cruzada de brazos. Faltaban pocas semanas para que Emily volviera al colegio y las uvas estuvieran en su punto justo para la vendimia. A pesar de las protestas de Dave Jansen, no tenía más remedio que vender la cosecha a la competencia. Estaba arrinconada por Ben Wilder y su hijo.

Suspiró, cansada, y se pasó una mano por el pelo mientras llamaba al banco. Imaginaba que Jim Stinson se pondría pálido al enterarse, porque debía de querer evitar aquella conversación tanto como ella.

– Buenas tardes, Sheila -contestó, efusivo-. ¿Cómo estás? Imagino que muy ocupada.

Tanta amabilidad la dejó perpleja.

– Es una época del año complicada -dijo por decir algo.

– ¿Vais a tener el ala oeste terminada antes de la vendimia?

A Sheila se le atragantó la respuesta. Stinson conocía su situación económica mejor que nadie, y lo que estaba diciendo no tenía ningún sentido.

– Por supuesto que no, Jim. Las obras están paralizadas.

– ¿Bromeas? ¿Aún no las has retomado?

– ¿No recuerdas que para eso necesitaba que el banco me concediera un préstamo?

– Pero eso fue antes de que consiguieras el otro.

Sheila estaba perpleja.

– ¿Qué otro?

– El de doscientos cincuenta mil dólares.

– Pero eso es lo que os había pedido a vosotros.

– Espera un momento que revise los datos, no sea que haya algún error.

Después de consultar los movimientos de la cuenta en su ordenador, el gerente dijo:

– No, todo parece en orden. Sabes que se han depositado doscientos cincuenta mil dólares en la cuenta de la bodega, ¿verdad?

– ¿Cómo has dicho?

– Aquí pone que el treinta de agosto se depositó un cheque del Consolidated Bank de Seattle. ¿No le habías pedido un préstamo?

Sheila creyó que se iba a desmayar. El dinero lo había depositado Noah.

– Sí, claro -mintió para salir del paso-. Es que no sabía que lo hubieran transferido tan pronto. Aun no me ha llegado el detalle de movimientos.

– ¿Pero no te avisaron?

– Deben de haber llamado cuando estaba en los viñedos. Menos mal que me lo has dicho.

– Deberías pensar en transferir parte del dinero a una cuenta de ahorros o a otra cuenta. Las sumas tan altas no están cubiertas por las leyes de garantías de depósitos.

– Tienes razón. Gracias.

Sheila cortó la comunicación y se apoyó en la pared, mientras sentía las gotas de sudor que le caían por la espalda. La indignaba que Noah se siguiera entrometiendo en su vida. Imaginaba que había depositado el dinero con el fin de tentarla para que vendiera su parte de la bodega.

– ¡Maldito desgraciado! -farfulló.

Estaba furiosa. Ben Wilder había podido comprar a Marilyn dieciséis años atrás, pero nadie, ni siquiera Noah, podría comprarla a ella, ni comprar el sueño de su padre. Dio un puñetazo en la pared y corrió a buscar a su hija, que estaba jugando en el patio.

– ¡Emily! -gritó.

– ¿Qué pasa?

Sheila trató de controlar la ira.

– Mete el pijama y algo de ropa en una bolsa de viaje. Nos vamos a Seattle.

– ¿A Seattle? -preguntó la niña con ojos llenos de ilusión-. ¿Vamos a ver a Noah y a Sean?

– No lo sé.

A Emily se le borró la sonrisa.

– Y entonces ¿para qué vamos a Seattle?

– Tengo que hablar con Noah y con su padre.

– ¿Por qué no podemos ver a Sean?

– Porque debe de estar en su casa, y nosotras vamos a ir al despacho de Noah.

– ¿No podemos ir a visitarlo? No vamos a Seattle muy a menudo.

– Ya veremos. Ahora date prisa.

Sheila dejó a la niña en la habitación y corrió a preparar su equipaje. Ya estaba fuera cuando recordó que no llevaba el talonario de la cuenta de Cascade Valley. Trató de sonreír mientras se imaginaba firmando un cheque por doscientos cincuenta mil dólares y arrojándolo en un gesto teatral a la mesa de Noah. Sin embargo, más que provocarle una sonrisa, la imagen le causaba un profundo dolor en el corazón.

Llegaron a Seattle cerca de las cinco de la tarde. Entre los atascos de rigor y los nervios de Sheila, el viaje había sido particularmente tedioso. Emily había estado callada casi todo el tiempo, pero al llegar al centro de la ciudad había empezado a hacer preguntas.

– ¿Sean vive por aquí?

– No. Vive cerca del lago Washington.

– ¿Has estado en su casa?

– Un par de veces.

– Podemos ir a visitarlo.

A Sheila se le hizo un nudo en la garganta, y no pudo contestar.

– ¿Podemos, mamá? -Insistió la niña-. ¿Me llevarás?

– Algún día. No lo sé.

Sheila aparcó enfrente del muelle, miró hacia el Puget Sound y pensó que tal vez, cuando terminara el conflicto con Wilder Investments, podría llevar a Emily a cenar por la zona.

– Vamos, Emily -dijo, decidida.

El edificio de oficinas de Wilder Investments era una mole imponente de hormigón y ventanas de espejo. Mientras subían a la trigésima planta, a Sheila se le hizo un nudo en el estómago. Cuando salieron del ascensor se acercaron al área de recepción, donde las atendió una mujer pelirroja de cerca de sesenta años.

– Buenas tardes. ¿Qué desean?

– He venido a ver al señor Wilder. Noah Wilder. ¿Está aquí?

– Lo siento, señora…

– Lindstrom -dijo Sheila-. Soy Sheila Lindstrom y ésta es mi hija Emily.

La secretaria no pudo evitar sonreír al oír de quién se trataba.

– Lo siento, Sheila, pero Noah ya no trabaja aquí. ¿No lo sabías? Las cosas no…

Maggie se interrumpió antes de decir algo indebido. Su puesto de secretaria personal de Ben Wilder dependía de su discreción. No obstante, al ver la desilusión en aquellos ojos grises decidió revelar la parte de la información que no era confidencial.

– Creo que Noah estaba pensando en volver a Pórtland.

Sheila se tuvo que tragar una docena de preguntas. La idea de que Noah se marchara la había dejado estupefacta. Tenía que verlo; era muy importante. Sabía que Maggie estaba al tanto de todo lo que ocurría en casa de los Wilder, y necesitaba saber más.

– ¿Podría hablar con Ben? -preguntó.

– No, el señor Wilder no está. ¿Quieres dejar un mensaje y un número de teléfono para que te llame?

– No, gracias.

Sheila y Emily tomaron el ascensor hasta la planta baja del edificio. Mientras volvían al coche, la niña preguntó:

– ¿Te encuentras bien, mamá?

– Sí.

– Pues no lo parece.

Cuando subieron al automóvil, Sheila vio que su hija tenía los ojos llenos de lágrimas.

– ¿Qué pasa, cariño?

– Se ha ido, ¿verdad?

– ¿Quién?

– ¡Noah! He oído a esa señora. Ha dicho que se había ido, y sé que se ha llevado a Sean. Se ha ido, como papá. El tampoco me quiere…

A Emily se le quebró la voz y empezó a sollozar. Sheila la abrazó y trató de consolarla.

– No llores, mi vida. Sabes que Noah te quiere mucho.

– No me quiere. No llama ni viene a vernos. Igual que papá.