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– No; Noah no se parece en nada a tu padre.

– Entonces ¿por qué no llama?

Sheila cerró los ojos y afrontó la verdad.

– Porque le pedí que no lo hiciera -confeso.

– ¿Por qué? Creía que te gustaba.

– Me gustaba. Me gusta.

– ¿Entonces?

– Oh, Emily, ojalá lo supiera. Tuvimos una discusión terrible, y dudo que podamos arreglar las cosas.

Sheila trató de consolar a su hija mientras se alejaban del centro. Las acusaciones de Emily la reafirmaban en sus temores y, cuando llegó a la entrada de la mansión de los Wilder, comprendió que el objetivo de su viaje había cambiado drásticamente. Aunque tenía el talonario en el bolso, sólo podía pensar en Noah y en las cosas que le había dicho la última vez que habían estado juntos. A pesar de lo ocurrido, no podía seguir negando que aún estaba perdidamente enamorada de él. El problema era que su amor no bastaba para volver a unirlos. La desconfianza los había apartado, y el engaño había oscurecido sus vidas.

Emily miró el enorme edificio con recelo.

– ¿De quién esta casa? Da miedo.

– No da miedo. Es la casa de Ben Wilder.

– ¿El abuelo de Sean? -preguntó la niña, sin ocultar su entusiasmo.

– Sí.

– ¡Puede que Sean esté aquí!

Emily se apeó del coche enseguida, y Sheila tuvo que correr para alcanzarla.

– Lo dudo, cariño -murmuró, antes de llamar al timbre.

Ella esperaba encontrarse con la mirada desdeñosa de George, el mayordomo; para sorpresa suya, Sean abrió la puerta y sonrió al verlas.

– Hola, mequetrefe -dijo a Emily-. ¿Cómo estás?

– Muy bien -contestó la niña, antes de mirar a su madre con picardía-. ¿Ves como tenía razón, mamá?

Sean se puso serio al mirar a Sheila. Ella tuvo la impresión de que parecía más maduro que cuando había estado en la bodega, y no pudo evitar notar cuánto se parecía a su padre. La tristeza y la madurez que reflejaban sus ojos azules le recordaba a Noah.

– Hola, Sheila. ¿Has venido a ver a mi padre?

Ella sintió que se le paraba el corazón.

– ¿Está aquí?

– Sí.

– Esperaba encontrar a tu abuelo.

Sean se mordió el labio y se rascó la nuca, como si no estuviera seguro de cuánto debía decir. Sheila imaginó que no se fiaba de ella y sintió una punzada en el pecho. Se preguntaba qué le habría dicho Noah al chico sobre su separación.

– Ben está en el hospital -explicó Sean-. Se supone que no se lo tengo que decir a nadie, para evitar que se filtre a la prensa, pero supongo que a ti te lo puedo contar.

– ¿Es grave?

– Creo que sí. Pero mi padre no habla mucho del tema.

– ¿Dónde está?

– Se ha ido a pasear por la orilla del lago. Imagino que estará pensando qué hacer.

Al ver la expresión apenada de Emily, Sean le acarició la cabeza y añadió:

– No estés triste, mequetrefe. ¿Qué te parece si vamos a tomar un helado al parque?

Sheila se dio cuenta de que el chico quería dejarla a solas con su padre, y se lo agradeció.

– ¿Puedo ir, mamá? -preguntó la niña.

– Por supuesto. Pero volved en un par de horas, ¿de acuerdo?

Emily había salido corriendo antes de que su madre terminara la frase. Sean parecía tan entusiasmado como ella.

Cuando el dúo desapareció de su vista, Sheila entró en la casa, respiró profundamente y trató de armarse de valor para afrontar la situación. Se preguntaba si Noah estaría dispuesto a escuchar lo que tenía que decirle. Aunque era imperdonable que le hubiera mentido, la reacción de ella había sido desmesurada, fría e irracional. Tendría que haber confiado más en él.

Pasó por la biblioteca y se estremeció al recordar la primera noche con él. Abrió las puertas de la terraza, y se le llenaron los ojos de lágrimas cuando salió a la terraza desde la que había tratado de escapar semanas atrás. Se asomó a la barandilla y lo vio al pie del acantilado, mirando el agua con aire pensativo. Se le secó la boca y comprendió que el amor que sentía por el le desgarraba el alma. Sin pensar en cómo se le acercaría, se subió al viejo teleférico y bajó al pie del acantilado.

Noah no pareció notarlo y siguió con la mirada perdida en el lago. Parecía avejentado; tenía ojeras y estaba demacrado. O no estaba comiendo bien, o tenía problemas para dormir, o las dos cosas juntas. A Sheila le partía el corazón ver que el hombre al que amaba estaba sufriendo. No entendía cómo había podido acusarlo de lo ocurrido ni cómo había podido tener la crueldad de añadir más dolor a su tormento. Ese hombre lo había dado todo por su hijo; lo había criado solo y sufría al creer que había fracasado como padre.

Al oír los pasos de Sheila en la grava, Noah volvió la cabeza y se puso serio al mirarla a los ojos. No sabía qué le iba a decir, ni para qué había ido a verlo ni porque era más hermosa aún en persona que en sueños.

Ella estiró la mano, le apartó un mechón de pelo de la frente y se puso de puntillas para besarlo. El no se movió y dijo:

– Imagino que habrás venido por el dinero.

– Acabo de descubrir que has hecho un depósito en mi cuenta y he decidido venir a devolvértelo en persona.

– Lo suponía.

– ¿Esperabas que te lo devolviera?

Noah sacudió la cabeza.

– Esperaba que vinieras a verme -puntualizó-. Si no venías, pensaba regresar a Cascade Valley para tratar de hacerte entrar en razón. He esperado porque pensaba que necesitábamos tiempo para tranquilizamos.

– ¿Creías que las cosas podían funcionar después de todo lo que ha pasado?

– No creía nada, excepto que no podía vivir sin ti.

– ¿Por qué no me contaste lo del incendio? ¿Por qué me mentiste?

– No te mentí. Necesitaba más tiempo para investigar el caso. Jamás te haría daño intencionadamente, ni te engañaría.

– Sólo cuando creíste que era por mi propio bien.

– Sólo hasta que tuviera todas las respuestas.

– ¿Y las tienes?

El cerró los ojos y suspiró.

– Ojalá las tuviera.

Cuando volvió a mirarla había desaparecido parte de la hostilidad.

– ¿Para qué querías verme?

– Porque han cambiado algunas cosas por aquí.

– ¿Por la enfermedad de Ben?

Noah asintió y se le oscureció la mirada.

– Está otra vez en el hospital, y a los médicos les preocupa que no salga adelante.

– Lo siento…

– Tal vez sea mejor así.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Es una larga historia. En pocas palabras, el médico de mi padre le ha ordenado que renuncie a trabajar. No sólo debe renunciar a la dirección de Wilder Investments, sino que ni siquiera puede ir al despacho.

– Y eso lo mataría, ¿verdad?

– No sabe estarse quieto, y le gusta meterse en todo. Sea como sea, me ha pedido que me haga cargo de la empresa, que le venda mi negocio de Portland a Betty Averili y que me mude a Seattle. Y la verdad es que la idea no me apasionaba.

Sheila trató de ocultar su desilusión.

– De modo que vuelves a Portland -conjeturó.

– Era lo que pensaba hacer, pero las cosas han cambiado. El informe de Anthony Simmons no era válido.

– ¿Cómo es posible?

Sheila no se dio cuenta de que estaba temblando hasta que Noah le puso una mano en el hombro para tranquilizarla.

– La Pac-West Insurance siguió investigando el caso por su cuenta. Tenías razón sobre tu padre, Sheila: no hay pruebas de que provocara el incendio.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó ella, sin poder contener las lágrimas.

– Porque la compañía de seguros descubrió que Ben contrató a Simmons para que prendiera fuego a la bodega. Ben lo ha reconocido y el nombre de tu padre ha quedado limpio de toda sospecha. De todas maneras, la compañía de seguros se niega a pagar la indemnización, claro.

– ¿Y de dónde ha salido el dinero que hay en mi cuenta?