– ¡Cariño, me parece que me he perdido una etapa!
– He vuelto esta mañana, no me ha dado tiempo de pasar a visitarte, y sin embargo te juro que lo necesitaba.
– ¿Y se puede saber dónde vas esta vez?, ¿a Oklahoma, a Wisconsin tal vez?
– Stanley, si encontraras una carta de Edward, escrita de su puño y letra justo antes del final, ¿la abrirías?
– Ya te lo he dicho, Julia, sus últimas palabras fueron para decirme que me amaba. ¿Qué más querría saber? ¿Otras excusas, otros motivos de arrepentimiento? Esas pocas palabras suyas valían más que todas las cosas que olvidamos decirnos.
– Entonces, ¿volverías a dejar la carta en su lugar?
– Creo que sí, pero nunca he descubierto ninguna nota de Edward en nuestro apartamento. No escribía mucho, ¿sabes?, ni siquiera la lista de la compra; siempre me tocaba a mí ocuparme de esas cosas. No te imaginas lo mucho que me cabreaba eso entonces, y sin embargo, veinte años más tarde, cada vez que voy al mercado, compro su marca de yogures preferida. Es una tontería acordarse de esa clase de cosas tanto tiempo después, ¿verdad?
– Quizá no.
– ¿Has encontrado una carta de Tomas, es eso? Me hablas de Edward cada vez que te acuerdas de Tomas, ¡abre esa carta!…
– ¿Por qué, si tú no lo habrías hecho?
– Tiene narices que, en veinte años de amistad, aún no hayas comprendido que soy todo menos un buen ejemplo. Abre esa carta hoy mismo, léela mañana si lo prefieres, pero sobre todo no la destruyas. Quizá te haya mentido un poco; si Edward me hubiera dejado una carta, la habría leído cien veces, durante horas, para estar seguro de comprender cada una de sus palabras, aunque supiera que él nunca hubiera tardado tanto en escribírmela. Y ahora, ¿puedes decirme adonde te marchas? Me muero de impaciencia de saber el prefijo telefónico al que podré llamarte esta noche.
– Será más bien mañana, y tendrás que marcar el 49.
– ¿Eso es en el extranjero?
– En Alemania, Berlín.
Hubo un momento de silencio. Stanley respiró profundamente antes de reanudar su conversación.
– ¿Has descubierto algo en esa carta que, por lo tanto, ya has abierto?
– ¡Que sigue vivo!
– Evidentemente… -suspiró Stanley-. Y me llamas desde la sala de embarque para preguntarme si haces bien en ir a buscarlo, ¿es eso?
– Te llamo desde la pasarela de embarque…, y creo que ya me has respondido.
– Pues entonces corre, tonta, no pierdas ese avión.
– ¿Stanley?
– ¿Qué pasa ahora?
– ¿Estás enfadado?
– Que no, hombre, es sólo que no soporto saber que estás tan lejos, nada más. ¿Tienes alguna otra pregunta tonta más? -¿Cómo te las apañas…?
– ¿Para contestar a tus preguntas antes siquiera de que me las hagas? Las malas lenguas te dirán que soy más mujer que tú, pero puedes pensar que es porque soy tu mejor amigo. Y ahora, largo, antes de que me dé cuenta de que te voy a echar muchísimo de menos.
– Te llamaré desde allí, te lo prometo.
– ¡Sí, sí, llámame!
La azafata le indicó a Julia que tenía que embarcar inmediatamente, la tripulación ya sólo la esperaba a ella para cerrar la puerta del avión. Y cuando Stanley le preguntó qué debía decirle a Adam si éste lo llamaba, Julia ya había colgado.
14
Cuando se llevaron las bandejas de la cena, la azafata disminuyó la intensidad de las luces, sumiendo el habitáculo en la penumbra. Desde el principio del viaje, Julia nunca había visto a su padre probar bocado ni dormir, ni siquiera descansar. Probablemente fuera normal para una máquina, pero se le hacía muy raro aceptar esa idea. Sobre todo porque eran los únicos detalles que le recordaban que ese viaje juntos los dos sólo ofrecía unos pocos días que le robaban al tiempo. La mayor parte de los pasajeros dormía, algunos veían una película en unas pequeñas pantallas; en la última fila de asientos, un hombre revisaba unos papeles a la luz de una lamparita de lectura. Anthony hojeaba un periódico, y Julia miraba por la ventanilla los reflejos plateados de la luna sobre el ala del avión y la superficie agitada del océano en la noche azul.
En primavera decidí dejar la carrera de Bellas Artes y no regresar a París. Tú hiciste todo lo posible por disuadirme, pero yo había tomado una decisión: como tú, sería periodista y, como tú, salía todas las mañanas en busca de un empleo, aunque como americana no tuviera ninguna esperanza de encontrarlo. Hacía pocos días que las líneas de tranvía volvían a unir ambos lados de la ciudad. A nuestro alrededor, reinaba una agitación constante; la gente hablaba de reunificar tu país para que volviera a formar uno solo, como antes, cuando las cosas de la vida no eran las de la guerra fría. Los que habían servido en las filas de la policía secreta parecían haberse evaporado, llevándose consigo sus archivos. Unos meses antes, habían emprendido ya la tarea de suprimir todos los documentos comprometedores, todos los expedientes que habían constituido sobre millones de tus conciudadanos, y tú habías sido de los primeros en manifestarse para impedírselo.
¿Tenías, tú también, un número en un expediente? ¿Duerme todavía en algún archivo secreto, junto con alguna fotografía tuya robada en la calle, en tu lugar de trabajo, la lista de las personas a las que frecuentabas, los nombres de tus amigos y el de tu abuela? ¿Era sospechosa tu juventud a ojos de las autoridades de entonces? ¿Cómo pudimos permitir que ocurriera todo aquello, después de lo que habíamos aprendido tras años de guerra? ¿Era acaso la única manera que encontró nuestro mundo de tomarse la revancha? Tú y yo habíamos nacido demasiado tarde para odiarnos, teníamos tantas cosas que inventar. Por las noches, cuando paseábamos por tu barrio, a menudo notaba que seguías teniendo miedo. El temor se apoderaba de ti con sólo ver un uniforme o un vehículo que, según tú, circulaba demasiado despacio. «Ven, no nos quedemos aquí», decías entonces; y me arrastrabas al amparo de la primera callejuela, de la primera escalera que nos permitía escapar, despistar a un enemigo invisible. Y cuando me burlaba de ti, te enfadabas, me decías que no entendía nada, que no sabía nada de lo que habían sido capaces. ¿Cuántas veces no habré sorprendido tu mirada recorrer la sala de un pequeño restaurante al que te llevaba a veces a cenar? Cuántas veces no me habrás dicho «salgamos de aquí», al ver el rostro sombrío de un cliente que te recordaba un pasado inquietante. Perdóname, Tomas, tenías razón, yo no sabía lo que era tener miedo. Perdóname por haberme reído cuando nos obligabas a escondernos bajo los pilares de un puente porque un convoy militar cruzaba el río. No sabía, no podía comprender, nadie de mi gente podía hacerlo.
Cuando señalabas a alguien con el dedo en un tranvía, comprendía por tu mirada que habías reconocido a alguno de los que habían trabajado en la policía secreta.
Despojados de sus uniformes, de su autoridad y de su arrogancia, los antiguos miembros de la Sta si se disimulaban en tu ciudad, se adaptaban a la banalidad de la vida de aquellos a los que, tan sólo ayer, aún perseguían, espiaban, juzgaban y a veces torturaban, y ello durante años y años. Desde la caída del Muro, la mayoría se había inventado un pasado para que no los identificaran, otros proseguían tranquilamente su carrera, y, para muchos, los remordimientos se disipaban con el paso de los meses, y, con ellos, el recuerdo de sus crímenes.
No he olvidado aquella noche en que fuimos a visitar a Knapp. Caminábamos los tres por un parque. Knapp no dejaba de hacerte preguntas sobre tu vida, sin saber lo doloroso que era para ti contestarlas. Pretendía que el Muro de Berlín había extendido su sombra hasta el Oeste, donde él vivía, cuando tú le gritabas que era el Este, donde habías vivido tú, lo que habían encerrado en hormigón. ¿Cómo podíais acostumbraros a esa existencia?, insistía Knapp. Y tú sonreías, preguntándole si de verdad lo había olvidado todo. Knapp volvía a la carga, y entonces tú capitulabas y respondías a sus preguntas. Y, con paciencia, le hablabas de una vida en la que todo estaba organizado, en la que todo era seguro, no había ninguna responsabilidad que asumir, una vida en la que el riesgo de hacer las cosas mal era muy pequeño. «Conocíamos el pleno empleo, el Estado era omnipresente», decías, encogiéndote de hombros. «Así funcionan las dictaduras», concluía Knapp. Ello convenía a mucha gente, la libertad es un reto enorme, la mayoría de los hombres aspira a ella, pero no sabe cómo emplearla. Y todavía resuena en mis oídos tu voz mientras nos decías en ese café de Berlín Occidental que, en el Este, cada uno a su manera reinventaba su vida en cálidos apartamentos. Vuestra conversación se envenenó cuando tu amigo quiso saber cuántas personas, según tú, habían colaborado con las autoridades durante esos años oscuros; nunca os pusisteis de acuerdo sobre la cifra. Knapp hablaba de un treinta por ciento de la población como máximo. Tú justificabas tu ignorancia, ¿cómo podrías haberlo sabido?, nunca habías trabajado para la Sta si.