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Perdóname, Tomas, tenías razón, habré tenido que esperar a emprender el camino hacia ti para saber lo que es tener miedo.

– ¿Por qué no me invitaste a tu boda? -preguntó Anthony dejando el periódico sobre su regazo. Julia se sobresaltó.

– Perdona, no quería asustarte. ¿Estabas pensando en otra cosa?

– No, miraba por la ventanilla, nada más.

– No se ve más que la noche -replicó Anthony asomándose a mirar.

– Sí, pero hay luna llena.

– Un poco alto para saltar al agua, ¿verdad?

– Te mandé una invitación.

– Como a otras doscientas personas. Eso no es lo que yo llamo invitar a un padre. Se suponía que yo te llevaría hasta el altar, ello quizá merecía que habláramos del tema en persona.

– ¿De qué hemos hablado tú y yo en los últimos veinte años? Esperaba una llamada tuya, esperaba que me pidieras que te presentara a mi futuro marido.

– Creo recordar que ya lo conocía.

– Te lo encontraste de pura casualidad, en una escalera mecánica de Bloomingdale's, yo a eso no lo llamaría conocer a alguien. No se puede concluir con ello que te interesaras por él o por mi vida.

– Fuimos los tres juntos a tomar el té, si mal no recuerdo.

– Porque te lo había propuesto él, porque resulta que él sí quería conocerte. Veinte minutos durante los cuales monopolizaste la conversación.

– No era muy hablador, tu futuro marido; más bien casi autista, llegué a creer que era mudo.

– ¿Acaso le hiciste una sola pregunta siquiera?

– ¿Y tú, Julia, me has hecho alguna vez preguntas, me has pedido el más mínimo consejo?

– ¿De qué habría servido? ¿Para que me dijeras lo que tú hacías a mi edad o para que me dijeras lo que se suponía que tenía que hacer yo? Podría haberme callado para siempre para que comprendieras, por fin, que nunca he querido parecerme a ti.

– Quizá deberías dormir un poco -dijo Anthony Walsh-, mañana será un día muy largo. Nada más aterrizar en París, tenemos que coger otro avión antes de llegar al final de nuestro viaje.

Subió la manta de Julia hasta taparle los hombros y volvió a enfrascarse en la lectura de su periódico.

El avión acababa de aterrizar en la pista del aeropuerto Charles de Gaulle. Anthony puso en hora su reloj de acuerdo con el huso horario de París.

– Nos quedan dos horas antes de que salga nuestro avión para Berlín, no deberíamos tener ningún problema.

En ese momento, Anthony ignoraba que el aparato que se suponía debía llegar a la terminal E sería redirigido a una puerta de la terminal F; que la puerta en cuestión estaba equipada con una pasarela incompatible con su avión, lo que explicó la azafata para justificar la llegada de un autobús que los conduciría hasta la terminal B.

Anthony levantó el dedo e indicó al sobrecargo que se acercara.

– ¡A la terminal E! -le dijo.

– ¿Perdón? -contestó éste.

– Por megafonía han dicho la terminal B, y creo que debíamos llegar a la E.

– Es posible, nosotros mismos nos hacemos un poco de lío.

– Despéjeme una duda, ¿estamos en el aeropuerto Charles de Gaulle?

– Tres puertas diferentes, nada de pasarela, y los autobuses aún no han llegado: ¡no cabe duda de que estamos en el aeropuerto Charles de Gaulle, sí!

Cuarenta y cinco minutos después de aterrizar bajaron por fin del avión. Quedaba aún pasar el control de pasaportes y encontrar la terminal desde la que salía el vuelo a Berlín.

Había dos agentes de policía encargados de controlar los centenares de pasaportes de los pasajeros que acababan de desembarcar de tres vuelos distintos. Anthony comprobó la hora en una pantalla.

– Tenemos doscientas personas por delante en la cola, me temo que no nos va a dar tiempo.

– ¡Pues cogeremos el vuelo siguiente! -contestó Julia.

Una vez pasado el control, recorrieron una interminable serie de pasillos y cintas transportadoras.

– Para eso podríamos haber venido a pie desde Nueva York -se quejó Anthony.

Y, nada más terminar la frase, se desplomó.

Julia trató de retenerlo, pero la caída fue tan repentina que no pudo hacer nada por evitarla. La cinta transportadora seguía avanzando, arrastrando consigo a Anthony, tumbado cuan largo era en el suelo.

– ¡Papá, papá, despierta! -gritó Julia, sacudiéndolo muy asustada.

Se oía el ruidito metálico de la cinta. Un viajero se precipitó para ayudar a Julia. Levantaron a Anthony del suelo y lo instalaron un poco más lejos. El hombre se quitó la chaqueta y la puso debajo de la cabeza de Anthony, que seguía inerte. Se ofreció a llamar a una ambulancia.

– ¡No, no, no lo haga! -insistió Julia-. No es nada, un simple desmayo, estoy acostumbrada.

– ¿Está usted segura? Su marido no parece estar nada bien.

– ¡Es mi padre! Es que es diabético -mintió Julia-. Papá, despierta -dijo, sacudiéndolo otra vez. -Deje que le tome el pulso. -¡No lo toque! -gritó Julia, presa del pánico. Anthony abrió un ojo.

– ¿Dónde estamos? -preguntó, tratando de incorporarse.

El hombre que había sido tan atento con él lo ayudó a levantarse. Anthony se apoyó en la pared, mientras recuperaba del todo el equilibrio.

– ¿Qué hora es?

– ¿Está segura de que no es más que un simple desmayo? No parece que le funcione muy bien la cabeza…

– ¡Oiga, un respeto! -replicó Anthony, repuesto del todo.

El hombre recuperó su chaqueta y se alejó.

– Al menos podrías haberle dado las gracias -le reprochó Julia.

– ¿Por qué, porque trataba patéticamente de ligar contigo fingiendo socorrerme? ¡Vamos, hombre, hasta ahí podíamos llegar!

– ¡Eres de lo que no hay, vaya susto me has dado!

– No es para tanto, ¿qué quieres que me ocurra? ¡Ya estoy muerto! -concluyó Anthony.

– ¿Puedo saber lo que te ha pasado exactamente?

– Un cortocircuito, imagino, o una interferencia cualquiera. Habrá que notificárselo. Si alguien me apaga desconectando su teléfono móvil, la cosa se pone ya más fea.

– Nunca podré contar lo que estoy viviendo ahora -dijo Julia encogiéndose de hombros.

– ¿Lo he soñado, o antes me has llamado papá?

– ¡Lo has soñado! -contestó, arrastrándolo hacia la zona de embarque.

Sólo les quedaba un cuarto de hora para pasar el control de seguridad.

– ¡Vaya, hombre! -dijo Anthony, abriendo su pasaporte. -¿Y ahora qué pasa?

– Mi certificado del marcapasos, que no lo encuentro.

– Lo tendrás en el fondo de algún bolsillo.

– ¡Acabo de comprobar en todos y nada!

Con aire contrariado, miró los arcos que tenía enfrente.

– Si paso por debajo de una de esas cosas, pondré en alerta a todas las fuerzas policiales del aeropuerto.