– No, nos conocimos en Francia. Cuando me liberé de mis obligaciones militares, tomé un tren a París. Soñaba con ver la torre Eiffel antes de volver a casa.
– Y te gustó nada más verla.
– No está mal, pero es más pequeña que nuestros rascacielos.
– Me refería a mamá.
– Bailaba en un gran cabaret. Éramos el perfecto cliché del soldado americano que añoraba sus orígenes irlandeses y de la bailarina recién llegada del mismo país.
– ¿Mamá era bailarina?
– ¡Bluebell Girl! Su compañía daba una función excepcional en el Lido, en los Campos Elíseos. Un amigo nos consiguió las entradas. Tu madre era la protagonista de la revista. Si la hubieras visto en escena cuando bailaba claque, puedo asegurarte que no tenía nada que envidiarle a Ginger Rogers.
– ¿Por qué ella nunca comentó nada de todo eso?
– No somos muy locuaces en esta familia, al menos habrás heredado ese rasgo de carácter.
– ¿Cómo la sedujiste?
– Creía que no querías conocer los detalles. Si aminoras un poco la marcha, te lo cuento.
– ¡No conduzco de prisa! -respondió Julia mirando la aguja del velocímetro, que rondaba los 140 kilómetros por hora.
– ¡Según como se mire! Estoy acostumbrado a nuestras autopistas, donde puedes tomarte el tiempo de contemplar el paisaje. Si sigues conduciendo así, necesitarás una llave inglesa para soltar mis dedos del picaporte de la puerta.
Julia levantó el pie del acelerador, y Anthony respiró profundamente.
– Estaba sentado a una mesa muy cerca del escenario. La revista ofreció diez funciones seguidas; no me perdí una sola, incluido el domingo, que había doble función, también por la tarde. Me las apañé, a cambio de una generosa propina a una de las camareras, para que me sentara siempre a la misma mesa.
Julia apagó la radio.
– ¡Por última vez, endereza ese retrovisor y mira la carretera! -ordenó Anthony.
Julia obedeció sin protestar.
– Al sexto día, tu madre terminó por fijarse en mí. Me juró que lo había hecho desde el cuarto, pero yo estoy seguro de que fue en el sexto. El cualquier caso, me di cuenta de que me miraba varias veces durante la función. Y no es por alardear, pero estuvo a punto incluso de perder el paso. A este respecto también me juró que ese incidente no tenía nada que ver con mi presencia. Negarse a reconocerlo era una coquetería por parte de tu madre. Mandé entonces que le entregaran un ramo de flores en su camerino, para que se las encontrara al terminar el espectáculo; todas las noches el mismo ramo de pequeñas rosas inglesas, siempre sin tarjeta de visita. -¿Por qué?
– Si no me interrumpes, lo entenderás en seguida. Al terminar la última función, fui a esperarla a la puerta por la que salían los artistas. Con una rosa blanca en el ojal.
– ¡No puedo creer que hicieras una cosa así! -exclamó Julia, ahogando una carcajada.
Anthony se volvió hacia la ventanilla y ya no dijo una sola palabra.
– ¿Y qué pasó después? -insistió ella.
– ¡Fin de la historia!
– ¿Cómo que fin de la historia?
– ¡Como te burlas, pues no te sigo contando!
– ¡Pero si no me burlaba en absoluto!
– Entonces, ¿qué era esa risa tan tonta?
– Lo contrario de lo que tú crees, es sólo que no te había imaginado en plan joven romántico hasta la médula.
– ¡Para en la próxima área de servicio, haré el resto del camino andando! -exclamó Anthony cruzándose de brazos con aire malhumorado.
– ¡O me sigues contando o acelero!
– Tu madre estaba acostumbrada a que los admiradores la esperaran al otro lado de ese pasillo. Un guardia de seguridad escoltaba a las bailarinas hasta el autobús que las llevaba al hotel. Yo estaba en medio, me dijo que me apartara, con un tono un poco demasiado autoritario para mi gusto. Así que le enseñé los puños.
Julia estalló en una carcajada incontrolable.
– ¡Muy bien! -declaró Anthony, furioso-. ¿Conque ésas tenemos, eh? Pues no pienso contarte una palabra más.
– Te lo suplico, papá -dijo ella, risueña-. Lo siento, pero es que es irresistible.
Anthony volvió la cabeza y la miró con atención.
– Esta vez no lo he soñado, ¿de verdad me has llamado papá?
– Quizá -dijo Julia secándose las lágrimas de risa-. ¡Sigue contándome!
– Te lo advierto, Julia, si veo aunque no sea más que un amago de sonrisa, ¡se acabó! ¿Estamos?
– Prometido -aseguró ella alzando la mano derecha.
– Tu madre intervino entonces, me alejó de la compañía y le pidió al conductor del autobús que la esperara. Me preguntó qué hacía allí, a diario, sentado a la misma mesa. Creo que en ese momento todavía no se había fijado en la rosa blanca que me adornaba el ojal, de modo que se la di. Estaba tan asombrada al descubrir que yo era quien le mandaba ramos de rosas todas las noches que aproveché para contestar a su pregunta.
– ¿Qué le dijiste?
– Que había ido a pedirle la mano.
Julia se volvió hacia su padre, que le ordenó que se concentrara en la carretera.
– Tu madre se echó a reír, con esa voz tan fuerte que pones tú también cuando te burlas de mí. Cuando comprendió que de verdad estaba esperando una respuesta, le indicó al conductor que se marchara sin ella y me propuso que empezara por invitarla a cenar. Caminamos hasta una cervecería en los Campos Elíseos. Déjame que te diga lo orgulloso que me sentía al bajar a su lado por la avenida más hermosa del mundo. Tendrías que haber visto todas las miradas que se posaban sobre ella. Charlamos durante toda la cena pero al final me sentía fatal y de verdad pensaba que todas mis esperanzas morirían ahí.
– Después de haberle pedido tan rápido que se casara contigo, no sé qué podrías haber hecho que fuera más pasmoso que eso.
– Era una situación incomodísima, no tenía para pagar la cuenta, por mucho que rebuscara en mis bolsillos discretamente, no me quedaba una perra. Mis ahorros de soldado se habían ido en comprar las entradas para sus funciones y en los ramos de rosas.
– ¿Cómo te las apañaste entonces?
– Pedí un enésimo café, la cervecería estaba a punto de cerrar, tu madre se había ausentado para empolvarse la nariz. Llamé al camarero, decidido a confesarle que no tenía con qué pagar la cuenta, dispuesto a suplicarle que no armara un escándalo, a darle mi reloj como prenda y mis documentos de identidad, a prometerle que volvería a pagar en cuanto me fuera posible, como muy tarde al final de la semana. En lugar de la cuenta me tendió una bandejita en la que había una notita de tu madre.
– ¿Qué decía?
Anthony abrió su cartera y sacó un trocito de papel amarillento que desdobló antes de leerlo con voz serena.
– «Nunca se me han dado bien las despedidas y estoy segura de que a usted tampoco. Gracias por esta deliciosa velada, las rosas inglesas son mis preferidas. A finales de febrero estaremos en Manchester, y me encantaría volver a verlo en la sala. Si viene, esta vez dejaré que sea usted quien me invite a cenar.» ¿Ves? -concluyó Anthony, enseñándole a Julia el pedacito de papel-, firmó la notita con su nombre de pila.
– ¡Impresionante! -dijo Julia en voz baja-. ¿Y por qué te escribió esa nota?
– Porque tu madre se había percatado de la situación en la que me encontraba.
– ¿Cómo?
– Un tipo que se bebe un café tras otro a las dos de la mañana y al que ya no se le ocurre nada que decir cuando las luces de la cervecería empiezan a apagarse…
– ¿Y fuiste a Manchester?
– Primero trabajé para ganar algo de dinero. Tenía varios empleos a la vez. Por las mañanas, a las cinco, estaba en el mercado de Les Halles descargando mercancía, después, me iba corriendo a un café del barrio donde estaba contratado como camarero. A mediodía, cambiaba el delantal por un atuendo de dependiente en un ultramarinos. Perdí cinco kilos y gané lo suficiente para ir a Inglaterra y comprar una entrada para el teatro donde bailaba tu madre y, sobre todo, para ofrecerle una cena como Dios manda. Logré el sueño imposible de estar sentado en primera fila. En cuanto se levantó el telón, ella me sonrió.