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El hombre se frotó el bigote y volvió a sentarse. Tecleó algo en su ordenador y volvió la pantalla hacia Anthony.

– Mire, en nuestras listas no figura ningún Tomas Meyer. Lo siento. Y aunque no tuviera carnet, lo cual es imposible, tampoco aparece en el anuario profesional, puede comprobarlo usted mismo. Y ahora, tengo trabajo, de modo que si sólo ese tal señor Meyer puede recibir sus valiosas confidencias, voy a tener que pedirle que concluyamos aquí esta entrevista.

Anthony se levantó e indicó a Julia con un gesto que lo siguiera. Se mostró muy agradecido con su interlocutor por el tiempo que les había dedicado y abandonó el recinto del sindicato.

– Supongo que tenías tú razón -masculló recorriendo la acera a pie.

– ¿Tu asistente personal? -preguntó Julia frunciendo el ceño.

– ¡Oh, te lo ruego, no pongas esa cara, algo se me tenía que ocurrir!

– ¡Señorita Julia! Lo que me faltaba por oír…

Anthony llamó a un taxi que circulaba por el otro lado de la calzada.

– Tu Tomas quizá haya cambiado de profesión.

– De ninguna manera: ser periodista no era un trabajo para él, sino una vocación. No alcanzo a imaginar que se dedique a otra cosa en la vida.

– ¡Quizá él sí! Recuérdame el nombre de esa calle sórdida en la que vivíais los dos -le pidió a su hija.

– Comeniusplatz, está detrás de la avenida Karl Marx.

– ¡Vaya, vaya!

– ¿Cómo que vaya, vaya?

– Nada, sólo buenos recuerdos, ¿verdad?

Anthony le dio las señas al taxista.

El coche cruzó la ciudad. Esta vez ya no había puestos de control, ni rastro del Muro, nada que recordara dónde terminaba el Oeste y dónde empezaba el Este. Pasaron delante de la torre de la televisión, flecha escultural cuya cúspide y antena se erguían hacia el cielo. Y cuanto más avanzaban, más cambiaba cuanto los rodeaba. Cuando llegaron a su destino, Julia no reconoció nada del barrio en el que había vivido. Ahora era todo tan diferente que su memoria parecía referirse a otra vida.

– Entonces, ¿es en este magnífico lugar donde se supone que se desarrollaron los momentos más bellos de tu vida cuando eras joven? -preguntó Anthony en tono sarcástico-. Reconozco que tiene cierto encanto. -¡Ya basta! -gritó ella.

A Anthony le sorprendió el repentino enfado de su hija. -Pero ¿y ahora qué he dicho de malo? -Te lo suplico, cállate.

Los antiguos edificios y las viejas casas que antes ocupaban la calle habían cedido paso a construcciones más recientes. No subsistía ya nada de lo que había poblado los recuerdos de Julia, excepto el parque público.

Avanzó hasta el número 2 de la calle. Antes había allí un edificio frágil y, al otro lado de la puerta verde, una escalera de madera que ascendía hasta la primera planta; Julia ayudaba a la abuela de Tomas a subir los últimos peldaños. Cerró los ojos y recordó. Primero el olor a cera cuando uno se acercaba a la cómoda, los visillos siempre cerrados que filtraban la luz y protegían de las miradas ajenas; el eterno mantel de muletón sobre la mesa, las tres sillas del comedor; un poco más allá, el sofá desgastado, frente al televisor en blanco y negro. La abuela de Tomas no había vuelto a encenderlo desde que se limitaba a difundir las buenas noticias que el gobierno quería dar. Y, detrás, el fino tabique que separaba el salón de su habitación. ¿Cuántas veces no había estado a punto Tomas de ahogar a Julia con la almohada cuando se reía de sus torpes caricias?

– Tenías el cabello más largo -dijo Anthony sacándola de su ensimismamiento.

– ¿Qué? -preguntó ella, volviéndose.

– Cuando tenías dieciocho años, llevabas el cabello más largo.

Anthony recorrió el horizonte con la mirada.

– No queda gran cosa, ¿verdad?

– No queda nada de nada, querrás decir -balbuceó Julia.

– Ven, vamos a sentarnos en ese banco de ahí enfrente, estás muy pálida, tienes que reponerte un poco.

Se instalaron en un rincón del césped, amarillento por el ir y venir de los niños.

Julia estaba callada. Anthony levantó el brazo, como si quisiera rodearle los hombros con él, pero su mano terminó por posarse en el respaldo del banco.

– ¿Sabes?, había otras casas aquí. Las fachadas eran decrépitas, no tenían muy buen aspecto, pero por dentro eran acogedoras, era…

– Mejor en tu recuerdo, sí, así es como suele ser -dijo Anthony con voz tranquilizadora-. La memoria es una artista extraña, redibuja los colores de la vida, borra lo mediocre y sólo conserva los trazos más hermosos, las curvas más conmovedoras.

– Al cabo de la calle, en lugar de esa horrible biblioteca, había un pequeño bar. Nunca había visto nada más cutre; una sala gris, del techo colgaban unos neones, había unas mesas de fórmica, la mayoría cojas, pero si supieras cuánto nos reímos en ese barucho sórdido, si supieras lo felices que fuimos allí. Sólo servían vodka y cerveza de mala calidad. A menudo ayudaba al dueño cuando tenía muchos clientes, me ponía un delantal y hacía de camarera. Mira, era allí -dijo Julia, señalando la biblioteca que había reemplazado al bar.

Anthony carraspeó.

– ¿Estás segura de que no era más bien al otro lado de la calle? Estoy viendo ahora un pequeño bar que recuerda bastante a lo que acabas de describirme.

Julia volvió la cabeza. En la esquina del bulevar y en el lado contrario al que ella le había señalado, parpadeaba un rótulo luminoso sobre la fachada deslucida de un viejo bar.

Julia se levantó, y Anthony la siguió. Subió la calle, aceleró y echó a correr, sintiendo que los últimos metros no terminaban nunca. Jadeante, abrió la puerta del bar y entró.

Habían vuelto a pintar las paredes de la sala, dos lámparas de araña sustituían ahora a los neones, pero las mesas de fórmica eran las mismas y le daban al lugar un estilo retro sumamente atractivo. Detrás del mostrador, que no había cambiado, un hombre de cabello blanco la reconoció.

Un solo cliente ocupaba una silla al fondo del local. Sentado de espaldas, se adivinaba que estaba leyendo el periódico. Conteniendo la respiración, Julia avanzó hacia él.

– ¿Tomas?

16

En Roma, el jefe del gobierno italiano acababa de anunciar su dimisión. Una vez terminada la conferencia de prensa, por última vez aceptó prestarse al juego de los fotógrafos. Los flashes chisporrotearon, irradiando el estrado. Al fondo de la sala, un hombre acodado sobre el radiador guardaba su material.

– ¿No inmortalizas la escena? -preguntó una joven a su lado.

– No, Marina, hacer la misma foto que otros cincuenta tipos no tiene ningún interés. Francamente, no es lo que yo llamo un reportaje.

– ¡Qué malas pulgas tienes, menos mal que al menos eres guapo y así compensas!

– Es una manera como otra cualquiera de decirme que tengo razón. ¿Y si en lugar de escuchar tus sermones te llevara a comer?

– ¿Tienes algún restaurante en mente? -preguntó la periodista.

– ¡No, pero estoy seguro de que tú, sí! Un periodista de la RA IRAI pasó junto a ellos y le besó la mano a Marina antes de desaparecer.

– ¿Quién es?

– Un idiota -contestó ella.

– En cualquier caso, un idiota al que no pareces dejar indiferente.

– Precisamente lo que yo decía, ¿nos vamos?

– Recogemos nuestras credenciales en la entrada y nos largamos de aquí pitando.

Cogidos del brazo, salieron de la gran sala donde había tenido lugar la rueda de prensa y enfilaron el pasillo que conducía hacia la salida.

– ¿Qué proyectos tienes? -preguntó Marina, mostrándole su carnet de prensa al guardia de seguridad.

– Espero noticias de mi redacción. Llevo tres semanas dedicándome a cosas sin ningún interés, como hoy, esperando a diario que me den luz verde para ir a Somalia.

– ¡Excelentes noticias para mí!

A su vez, el periodista tendió su carnet de prensa para que el guardia de seguridad le devolviera el documento de identidad que cada visitante estaba obligado a entregar para poder entrar en el recinto del palazzo Montecitorio.