Anthony dejó unas monedas en el platillo y se levantó a su vez.
– ¿No me hablaste un día de un amigo íntimo de Tomas al que solíais ver a menudo?
– ¿Knapp? Era su mejor amigo, pero no recuerdo haberte hablado de él.
– Entonces digamos que tengo mejor memoria que tú. ¿Y a qué se dedicaba ese Knapp? ¿No era periodista? -¡Sí, claro!
– ¿Y no te pareció sensato mencionar su nombre esta mañana cuando tuvimos acceso a la agenda de la prensa profesional?
– No se me ocurrió ni por un momento… -¿Lo ves? ¡Lo que yo decía, te estás volviendo tonta por completo! ¡Anda, vamos! -¿De vuelta al sindicato?
– ¡Qué idea más estúpida! -dijo Anthony con un gesto de exasperación-. No creo que nos recibieran muy bien. -Entonces ¿adonde?
– ¿Acaso tiene un hombre de mi edad que descubrirle las maravillas de Internet a una joven que se pasa la vida pegada a una pantalla de ordenador? ¡Es patético! Busquemos un cibercafé por aquí y, por favor, recógete el pelo, con este viento ya no se te ve la cara.
Marina se había empeñado en invitar a Tomas. Después de todo, se encontraban en su terreno, y cuando ella iba a visitarlo a Berlín, él siempre pagaba la cuenta. Por dos simples granizados de café, Tomas no había puesto objeciones.
– ¿Tienes trabajo hoy? -le preguntó.
– Ya has visto la hora que es, se ha pasado casi la tarde, y además mi trabajo eres tú. ¡Si no hay foto, no hay artículo!
– Entonces ¿qué quieres hacer?
– Hasta que llegue la noche no me importaría ir a pasear un poco, por fin hace menos calor, estamos en el centro, hay que aprovechar.
– Tengo que llamar a Knapp antes de que se marche de la redacción.
Marina le acarició la mejilla.
– Sé que estás dispuesto a todo para separarte de mí lo antes posible, pero no te preocupes tanto, ya te irás a Somalia. Knapp te necesita allí, me lo has dicho cien veces. Conozco la historia de memoria. Tiene en mente el puesto de director de la redacción, eres su mejor reportero, y tu trabajo es vital para su ascenso. Déjale el tiempo de preparar bien el terreno.
– ¡Pero ya lleva tres semanas preparándolo, maldita sea!
– ¿Va con más cuidado porque se trata de ti? ¿Y qué pasa? ¡No le puedes reprochar que también sea tu amigo! Anda, llévame de paseo por la ciudad.
– ¿No estarás invirtiendo los papeles, por casualidad?
– ¡Sí, pero es que contigo me encanta hacerlo!
– ¿Te estás burlando de mí?
– ¡Totalmente! -replicó Marina, echándose a reír.
Y tiró de él hacia los escalones de la piazza di Spagna, señalando con el dedo las dos cúpulas de la iglesia de la Tri nitá dei Monti.
– ¿Hay algún lugar más hermoso que éste? -quiso saber Marina.
– ¡Berlín! -contestó Tomas sin pensarlo un segundo.
– ¡Ni remotamente! Y si dejas de decir tonterías, luego te llevo al café Greco, ¡cuando hayas probado el capuchino me dices si en Berlín lo sirven tan bueno!
Sin apartar la vista del ordenador, Anthony trataba de descifrar las indicaciones que aparecían en la pantalla. -Creía que hablabas bien alemán -comentó Julia.
– Hablarlo lo hablo, pero leerlo y escribirlo no es exactamente lo mismo, y además no es un problema de idioma, sino de que no entiendo nada de estas máquinas.
– ¡Pues quita! -ordenó Julia, sentándose ante el teclado.
Se puso a escribir a toda velocidad, y el motor de búsqueda entregó sus resultados. Tecleó el nombre de Knapp en la casilla indicada y se interrumpió de pronto.
– ¿Qué pasa?
– No recuerdo su nombre, no sé siquiera si Knapp es un nombre de pila o un apellido. Siempre lo llamábamos así.
– ¡Quita! -ordenó a su vez Anthony y, junto a Knapp, añadió «journalist».
Al instante apareció una lista con once nombres. Siete hombres y cuatro mujeres respondían al nombre de Knapp, y todos ejercían la misma profesión.
– ¡Es él! -exclamó Anthony señalando la tercera línea-. ¡Jürgen Knapp!
– ¿Por qué ése precisamente?
– Porque seguro que la palabra Chefredakteur significa redactor jefe.
– ¡No me digas!
– Si no recuerdo mal cómo hablabas de ese joven, me imagino que a los cuarenta habrá sido lo bastante inteligente para hacer carrera, si no, seguramente habría cambiado de profesión, como tu Tomas. En lugar de ponerte así, mejor felicítame por mi perspicacia.
– No creo haberte hablado de Knapp, y no entiendo cómo haces para trazar su perfil psicológico -respondió Julia, estupefacta.
– ¿De verdad quieres que hablemos de la agudeza de tu memoria? ¿Quieres recordarme en qué lado de la calle se encontraba el bar en el que tantos momentos maravillosos viviste? Tu Knapp trabaja en la redacción del Tagesspiegel, sección de información internacional. ¿Vamos a hacerle una visita, o prefieres que nos quedemos aquí diciendo tonterías?
A la hora en que empezaban a cerrar las oficinas, tardaron mucho en cruzar Berlín, sumida en atascos sin fin. El taxi los dejó ante la Pu erta de Brandemburgo. Después de afrontar el tráfico, ahora tenían que abrirse camino entre la densa multitud de berlineses que volvían del trabajo y las manadas de turistas que habían ido a visitar los monumentos. Allí, un día un presidente norteamericano había instado a su homólogo soviético, al otro lado del Muro, a restaurar la paz en el mundo, a echar abajo esa frontera de hormigón que antaño se elevaba detrás de las columnas del gran arco. Y, por una vez, los dos jefes de Estado se habían escuchado y puesto de acuerdo para reunir el Este con el Oeste.
Julia apretó el paso, a Anthony le costaba seguirla. Varias veces gritó su nombre, seguro de haberla perdido, pero siempre terminaba por distinguir su silueta entre la muchedumbre que había invadido la Pa riserplatz.
Lo esperó en la puerta del edificio. Se presentaron juntos en la recepción. Anthony pidió ver a Jürgen Knapp. La recepcionista estaba hablando por teléfono. Puso la llamada en espera y les preguntó si habían concertado una cita.
– No, pero estoy seguro de que estará encantado de recibirnos -afirmó Anthony.
– ¿A quién anuncio? -preguntó la recepcionista, admirando el pañuelo con el que se había recogido el cabello la mujer acodada al mostrador.
– Julia Walsh -contestó ella.
Sentado tras su escritorio en la segunda planta, Jürgen Knapp le pidió a la señorita que le repitiera si era tan amable el nombre que acababa de pronunciar. Le dijo que esperara un momento, ahogó el auricular con la palma de la mano y avanzó hasta la gran luna de cristal que dominaba la planta de abajo.
Desde ahí disfrutaba de una vista que abarcaba todo el vestíbulo y, en especial, la recepción. La mujer que se quitaba el pañuelo para acariciarse el cabello, aunque lo llevara ahora más corto de lo que él recordaba, esa mujer de elegancia natural que caminaba nerviosa de un lado a otro bajo su ventana, era sin lugar a dudas la mujer a la que había conocido hacía dieciocho años.
Volvió a llevarse el auricular al oído.
– Dígale que no estoy, que esta semana estoy de viaje, dígale incluso que no volveré hasta final de mes. Y, se lo ruego, ¡sea creíble!
– Muy bien -dijo la recepcionista, velando por no pronunciar el nombre de su interlocutor-. Tengo una llamada para usted. ¿Se la paso?
– ¿Quién es?
– No me ha dado tiempo a preguntarlo. -Pásemela.
La recepcionista colgó el teléfono e interpretó su papel a la perfección.
– ¿Jürgen? -¿Quién es?
– Tomas, ¿ya no reconoces mi voz?
– Sí, claro, perdóname, estaba distraído.
– ¡Llevo esperando cinco minutos por lo menos, te llamo desde el extranjero! ¿Qué pasa, es que estabas hablando con un ministro para hacerme esperar tanto?
– No, no, lo siento, no era nada importante. Tengo una buena noticia para ti, pensaba anunciártela esta noche: ya me han dado luz verde, te vas a Somalia.