Выбрать главу

– En efecto, no hablamos de la misma persona. El hombre que yo conozco siempre ha sido amable y atento. Habla de usted como de lo único que le ha salido bien en la vida.

Julia se quedó sin habla.

– Vaya a ver a su padre, estoy seguro de que la escuchará con atención cómplice.

– Nada en mi vida tiene ya sentido. De todas maneras, ahora duerme, estaba agotado.

– Debe de haber recuperado fuerzas, pues acaban de subirle la cena a su habitación.

– ¿Mi padre ha pedido algo de cenar?

– Es exactamente lo que acabo de decirle, señorita.

Julia se puso las alpargatas y dio las gracias al recepcionista con un beso en la mejilla.

– Por supuesto, esta conversación nunca ha tenido lugar, ¿puedo confiar en usted? -preguntó el hombre.

– ¡Ni siquiera nos hemos visto! -prometió ella.

– ¿Y podemos guardar este vestido donde estaba sin temor de que pueda tener alguna mancha?

Julia alzó la mano derecha en señal de promesa y le devolvió la sonrisa al empleado, que le sugirió que se marchara corriendo.

Ella volvió a cruzar el vestíbulo y tomó el ascensor. La cabina se detuvo en el sexto piso; Julia vaciló y pulsó el botón de la última planta.

Se oía el sonido de la televisión desde el pasillo. Llamó a la puerta, y su padre acudió a abrir en seguida.

– Estabas sublime con ese vestido -dijo volviendo a tumbarse en la cama.

Julia miró la pantalla: las noticias de la noche retransmitían las imágenes de la inauguración.

– Como para no fijarse en una aparición así. Nunca te había visto tan elegante, pero ello no hace sino confirmar lo que pensaba antes: ya sería hora de que abandonaras esos vaqueros rotos que no van con tu edad. Si hubiese estado al corriente de tus planes, te habría acompañado. Me habría sentido tremendamente orgulloso de llevarte del brazo.

– No tenía planes, estaba viendo el mismo programa que tú, Knapp apareció en la alfombra roja, así que allá que fui.

– ¡Interesante! -dijo Anthony incorporándose-. Para alguien que pretendía estar fuera de Berlín hasta final de mes… O nos ha mentido, o tiene el don de la ubicuidad. No te pregunto cómo ha ido vuestro encuentro. Te veo algo alterada.

– Tenía yo razón, Tomas está casado. Y también tenías tú razón, ya no es periodista… -explicó Julia, dejándose caer sobre una butaca. Miró la bandeja con la cena sobre la mesa baja.

– ¿Has pedido la cena?

– La he pedido para ti.

– ¿Sabías que vendría a llamar a tu puerta?

– Sé más cosas de las que crees. Cuando te he visto en esa inauguración, conociendo tu escaso entusiasmo por esas frivolidades, me he olido que pasaba algo. He pensado que Tomas debía de haber aparecido, para que te marcharas corriendo de esa manera en mitad de la noche. Bueno, al menos es lo que me he dicho cuando el recepcionista me ha llamado para pedirme permiso para hacer venir una limusina para ti. Había preparado un detallito por si tu velada no transcurría como esperabas. Levanta la campana, no son más que tortitas; no sustituyen al amor, pero con su tarrito de sirope de arce al lado, quizá basten para consolar tus penas.

En la suite de al lado, una condesa veía, ella también, la edición de la noche de las noticias. Le pidió a su marido que le recordara al día siguiente felicitar a su amigo Karl. No podía por menos de advertirle que la próxima vez que diseñara un vestido exclusivo para ella, sería preferible que fuera de verdad único y que no lo viera adornando el cuerpo de ninguna otra joven, por añadidura con mejor tipo que ella. Karl comprendería sin duda que se lo devolviera, ¡el traje, aunque suntuoso, ya no tenía ningún interés para ella!

Julia le contó a su padre la velada con todo detalle. La salida inopinada hacia el maldito baile, su conversación con Knapp y su patético regreso, sin comprender ni confesarse por qué la había afectado tanto. No había sido por enterarse de que Tomas había rehecho su vida, eso ya se lo imaginaba desde el principio, ¿cómo podía ser de otro modo? Lo más duro, y Julia no habría sabido decir por qué, era enterarse de que había renunciado al periodismo. Anthony la escuchó sin interrumpirla, absteniéndose del más mínimo comentario. Tras el último bocado de tortitas, Julia le dio las gracias a su padre por esa sorpresa que, si no la había ayudado a aclararse las ideas, al menos sí seguramente a engordar un kilo. Ya no tenía ningún sentido seguir allí. Existieran o no las señales de la vida, ya no había nada que buscar, sólo le quedaba poner un poco de orden en la suya. Haría el equipaje antes de acostarse, y podrían tomar el avión al día siguiente por la mañana. Esa vez, añadió antes de salir, era ella quien tenía una impresión como de déjá vu, una impresión muy acusada, para ser precisos.

Se quitó los zapatos en el pasillo y bajó a su habitación por la escalera de servicio.

En cuanto se hubo marchado, Anthony cogió el teléfono. Eran las cuatro de la tarde en San Francisco, la persona a la que llamaba respondió al primer timbrazo.

– ¡Pilguez al aparato!

– ¿Te molesto? Soy Anthony.

– Los viejos amigos no molestan jamás. ¿A qué debo el placer de oírte, después de tanto tiempo?

– Quería pedirte un favor, que hagas para mí una pequeña investigación, si es que aún te manejas por esos terrenos.

– Si supieras lo que me aburro desde que estoy jubilado… ¡Aunque me llamaras para decirme que has perdido las llaves, estaría encantado de ocuparme del caso!

– ¿Conservas algún contacto en la policía de fronteras, alguien en la oficina de visados que pueda hacer una búsqueda para nosotros?

– ¡Todavía tengo el brazo muy largo, a ver qué te crees!

– Pues bien, necesito que lo estires al máximo, te diré de qué se trata…

La conversación entre los dos viejos amigos duró algo más de media hora. El ex inspector Pilguez le prometió a Anthony que le conseguiría la información que quería lo antes posible.

Eran las ocho de la tarde en Nueva York. De la puerta del anticuario colgaba un cartelito que indicaba que la tienda estaría cerrada hasta el día siguiente. En el interior, Stanley montaba los estantes de una biblioteca de finales del siglo XIX que le habían llevado por la tarde. Adam llamó al cristal del escaparate.

– ¡Qué pesado! -suspiró Stanley, escondiéndose detrás de un aparador.

– ¡Stanley, soy yo, Adam! ¡Sé que estás ahí! Stanley se agachó, conteniendo la respiración. -¡Tengo dos botellas de cháteau lafite! Stanley levantó despacio la cabeza. -¡De 1989! -gritó Adam desde la calle. La puerta de la tienda se abrió.

– Lo siento, no te había oído, estaba ordenando la mercancía -dijo Stanley, dejando pasar a su visitante-. ¿Has cenado ya?

18

Tomas se desperezó y salió de la cama, con cuidado de no despertar a Marina, que dormía a su lado. Bajó la escalera de caracol y cruzó el salón, en la planta baja del dúplex. Pasando por detrás de la barra del bar, colocó una taza en la cafetera, cubrió el aparato con una servilleta para ahogar el ruido y le dio al botón. Abrió la cristalera y salió a la terraza para aprovechar los primeros rayos de sol que ya acariciaban los tejados de Roma. Se acercó a la barandilla y miró la calle allá abajo. Un repartidor descargaba cajas de verduras delante de la tienda de alimentación contigua al café, en la planta baja del edificio de Marina.

Un intenso olor a pan tostado precedió una sarta de tacos en italiano. Marina apareció en albornoz con aire malhumorado.

– ¡Dos cosas! -anunció-. La primera es que estás en pelotas, y dudo mucho que mis vecinos de enfrente aprecien el espectáculo para amenizar su desayuno.

– ¿Y la segunda? -preguntó Tomas sin volverse.

– El desayuno lo tomamos abajo en el café, en casa no hay nada.

– ¿No compramos ciabattas anoche? -preguntó Tomas con tono burlón.

– ¡Vístete! -replicó Marina volviendo al interior.

– ¡Al menos podrías darme los buenos días! -gruñó él.