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– Ahí es donde resulta tan importante la interpretación de los textos. Si no me equivoco, el primer objeto de esta ley que nos interesa a ambos es el de facilitar a cada ciudadano el acceso a las fichas de la Sta si para que pueda aclarar la influencia que el Servicio de Seguridad del Estado ha podido ejercer en su propio destino, ¿no es cierto? -prosiguió Anthony, quien esta vez repetía el texto grabado en una placa en la entrada del edificio.

– Sí, claro -reconoció el empleado, que no sabía dónde quería llegar su visitante.

– Tomas Meyer es mi yerno -mintió Anthony con un aplomo inquebrantable-. Ahora vive en Estados Unidos, y me honra anunciarle que pronto seré abuelo. No dudará usted de lo importante que es que algún día pueda hablarles a sus hijos de su pasado. ¿Quién no desearía poder hacerlo? ¿Tiene usted hijos, señor…?

– ¡Hans Dietrich! -respondió el empleado-. Tengo dos hijas preciosas, Emma y Anna, de cinco y siete años.

– ¡Qué maravilla! -exclamó Anthony uniendo las manos-. Qué contento debe de estar usted.

– ¡Me tienen loco perdido!

– Pobre Tomas, los trágicos acontecimientos que marcaron su adolescencia son todavía demasiado dolorosos para él como para poder hacer él mismo esta gestión. He venido desde muy lejos, en su nombre, para darle la oportunidad de reconciliarse con su pasado y, quién sabe, quizá algún día tenga ánimo de acompañar a su hija hasta aquí; pues, entre usted y yo, sé que es una nieta lo que voy a tener. Acompañarla, como le iba diciendo, a la tierra de sus antepasados para que pueda recuperar sus raíces. Querido Hans -prosiguió solemnemente Anthony-, es como futuro abuelo como hablo ahora al padre de dos preciosas niñas: ayúdeme, ayude a la hija de su compatriota Tomas Meyer; sea usted aquel que, mediante un gesto generoso, le dará la felicidad que todos soñamos para ella.

Profundamente emocionado, Hans Dietrich no sabía qué pensar. Los ojos empañados de su visitante fueron ya la puntilla. Le ofreció un pañuelo.

– ¿Ha dicho Tomas Meyer?

– ¡Eso es! -contestó Anthony.

– Acomódese en una mesa de la sala, voy a ver si tenemos algo sobre él.

Un cuarto de hora más tarde, Hans Dietrich dejó un archivador de hierro sobre la mesa en la que aguardaba Anthony Walsh.

– Me parece que he encontrado el expediente de su yerno -anunció, radiante-. Tenemos la suerte de que no formara parte de los que fueron destruidos, todavía falta mucho para concluir la reconstitución de los ficheros destruidos, estamos aún a la espera de los créditos necesarios.

Anthony le dio las gracias efusivamente, haciéndole comprender con una mirada de fingida incomodidad que ahora necesitaba un poco de intimidad para estudiar el pasado de su yerno. Hans se marchó en seguida, y Anthony se enfrascó en la lectura de un voluminoso expediente iniciado en 1980 sobre un joven estrechamente vigilado durante nueve años. Decenas de páginas reseñaban hechos y gestos, amistades y conocidos, aptitudes, preferencias literarias, informes detallados de lo que Tomas había dicho tanto en privado como en público, opiniones y apego a los valores del Estado. Ambiciones, esperanzas, primeros amores, primeras experiencias y primeras decepciones, nada de lo que iba a moldear la personalidad de Tomas parecía haberse pasado por alto. Como no dominaba la lengua, Anthony se decidió a recurrir a Hans Dietrich para que lo ayudara a comprender la ficha de síntesis que se encontraba al final del expediente, puesta al día por última vez el 9 de octubre de 1989.

Tomas Meyer, huérfano de padre y madre, era un estudiante sospechoso. Su mejor amigo y vecino, al que frecuentaba desde muy pequeño, había logrado evadirse a Occidente. El llamado Jürgen Knapp había cruzado el Muro, probablemente escondido bajo el asiento trasero de un coche, y no había regresado jamás a la RDA. No se había encontrado ninguna prueba que demostrara la complicidad de Tomas Meyer, y el candor con el que hablaba al informador de los servicios de seguridad acerca de los proyectos de su amigo indicaba su probable inocencia. El agente que había engrosado el expediente había descubierto de este modo los preparativos de huida, pero por desgracia demasiado tarde como para permitir la detención de Jürgen Knapp. No obstante, los estrechos lazos que Tomas mantenía con aquel que había traicionado a su país, y el hecho de que no hubiera denunciado antes la evasión de su amigo no permitían considerarlo como un elemento prometedor de la Re pública Democrática. Dados los hechos establecidos en su expediente, no se recomendaba perseguirlo, pero desde luego no podría desempeñar nunca ninguna función importante al servicio del Estado. El informe recomendaba por último mantenerlo bajo vigilancia activa para asegurarse de que en el futuro no mantuviera ninguna relación con su antiguo amigo ni con ninguna otra persona residente en Occidente. Se recomendaba también un período probatorio, que habría de durar hasta que cumpliera treinta años, antes de revisar o clausurar su expediente.

Hans Dietrich terminó su lectura. Estupefacto, leyó dos veces el nombre del informador que había servido de fuente para el expediente para asegurarse de que no se equivocaba, sin acertar a disimular su turbación.

– ¡Quién podría haber imaginado algo así! -dijo Anthony sin apartar los ojos del nombre que figuraba al final de la ficha-. ¡Qué tristeza!

Hans Dietrich compartía su consternación.

Anthony le agradeció su valiosa ayuda. Atraído por un detalle, el empleado de los archivos vaciló un momento antes de revelar lo que acababa de descubrir.

– Creo necesario, en el marco de la gestión que está llevando a cabo, confiarle que su yerno seguramente también haya hecho ese triste descubrimiento. Una anotación en su expediente da fe de que lo ha consultado él mismo.

Anthony le reiteró a Dietrich su gratitud; contribuiría a su humilde manera a la financiación de la reconstrucción de los archivos, pues era más consciente hoy que ayer de cuan importante resultaba la comprensión del pasado para que los hombres pudieran entender su porvenir.

Al salir del edificio, Anthony sintió la necesidad de que le diera un poco el aire para recuperarse del todo. Fue a sentarse un momento en un banco de un jardincito junto a un aparcamiento.

Pensando de nuevo en la confidencia de Dietrich, levantó los ojos al cielo y exclamó:

– ¡Pero cómo no se me había ocurrido antes!

Se levantó y se dirigió hacia el coche. Nada más instalarse, cogió su móvil y marcó un número de San Francisco.

– ¿Te despierto?

– ¡Claro que no, son las tres de la madrugada! -Lo siento, pero creo disponer de una información importante.

George Pilguez encendió la luz de su mesilla de noche, abrió el cajón y buscó un bolígrafo. -¡Te escucho! -dijo.

– Tengo ahora todos los motivos para pensar que nuestro hombre puede haber querido librarse de su apellido, no tener que utilizarlo nunca más o, al menos, haber querido que se lo recordaran lo menos posible.

– ¿Por qué?

– Es una larga historia…

– ¿Y tienes idea de su nueva identidad?

– ¡Ni la más mínima!

– ¡Perfecto, has hecho bien en llamarme en mitad de la noche, ahora voy a poder progresar mucho en mi investigación! -replicó Pilguez, sarcástico, antes de colgar.

Apagó la luz, cruzó los brazos detrás de la nuca y trató en vano de conciliar el sueño. Media hora más tarde, su mujer le ordenó que se pusiera a trabajar. Poco importaba que aún no hubiera amanecido, ya estaba harta de que diera vueltas nervioso en la cama, y ella sí tenía intención de volver a dormirse.

George Pilguez se puso un batín y se fue a la cocina mascullando. Empezó por prepararse un bocadillo y aprovechó para untarse una generosa ración de mantequilla en ambas rebanadas de pan, puesto que no estaba allí Natalia para echarle un sermón sobre su colesterol. Se llevó el tentempié y fue a instalarse ante su escritorio. Algunas administraciones no cerraban nunca, descolgó el teléfono y llamó a un amigo que trabajaba en la policía de fronteras.