– No iras tú a hablarme de crueldad.
– Tú no sabes nada…
– ¡Pero adivino! Has cambiado de idea, al cabo de veinte años, ¿es eso? Pues es demasiado tarde. Te escribió al volver de Kabul, no me digas que no, yo lo ayudé a encontrar las palabras adecuadas. Yo estaba ahí cada vez que volvía del aeropuerto, con esa expresión de profunda tristeza, cada último día del mes cuando iba a esperarte. Tú elegiste, él respetó tu elección sin jamás guardarte rencor por ello, ¿es eso lo que querías saber? Pues ya puedes marcharte tranquila.
– Yo no elegí nada, Knapp, esa carta de Tomas la recibí anteayer.
El avión sobrevolaba la cadena montañosa de los Alpes. Marina se había quedado dormida, con la cabeza apoyada sobre el hbro de Tomas. Él bajó la persiana de la ventanilla y cerró los ojos, tratando también de dormir algo. Al cabo de una hora llegarían a Berlín.
Julia le contó toda su historia, y Knapp no la interrumpió una sola vez. A ella también le había llevado mucho tiempo superar el duelo de un hombre al que creía muerto. Una vez terminado su relato, se levantó, se disculpó una vez más por todo el mal que había hecho, sin quererlo, sin saber nunca nada, se despidió del amigo de Tomas y le hizo jurar que nunca le diría que había ido a Berlín. Knapp la contempló alejarse por el largo pasillo que llevaba a la escalera. Justo cuando ponía el pie en el primer escalón, gritó su nombre. Julia se volvió.
– No puedo cumplir esa promesa, no puedo perder a mi mejor amigo. Tomas está ahora mismo en un avión, su vuelo aterriza dentro de tres cuartos de hora, procedente de Roma.
19
Treinta y cinco minutos, eso se tardaba en llegar al aeropuerto. Al subirse al taxi, Julia le dijo al conductor que le pagaría el doble si llegaban a tiempo. En el segundo cruce, abrió bruscamente la puerta trasera para sentarse a su lado justo antes de que el semáforo se pusiera en verde.
– Los pasajeros tienen que ir sentados detrás -exclamó el taxista.
– Puede ser, pero el espejito está delante -dijo ella bajando la visera-. ¡Vamos, schnell, schnell!.
Lo que veía no le gustaba nada. Tenía los párpados hinchados, y los ojos y la punta de la nariz seguían colorados. Veinte años de espera para caer en los brazos de un conejo albino, para eso más valía dar media vuelta. Una curva vertiginosa le hizo fallar su primer intento de aplicarse el maquillaje. Julia se quejó, y el conductor le dijo que tenía que elegir: ¡o llegaban en quince minutos, o se paraba en la cuneta para que terminara de pintarrajearse la cara!
– ¡Siga conduciendo, y de prisa! -gritó Julia volviendo a armarse con el tubito de rímel.
Había muchos coches en la carretera. Le suplicó a su piloto que adelantara pese a la línea continua. Se arriesgaba a perder su licencia por una infracción así, pero Julia prometió que si les paraba la policía fingiría que estaba a punto de dar a luz. El conductor le hizo observar que no tenía las proporciones requeridas para que tamaña mentira resultara mínimamente creíble. Julia hinchó la tripa y se puso a gemir, con las manos detrás de la espalda. «Vale, vale», dijo el taxista, pisando el acelerador.
– Un poco más gorda sí que estoy, ¿no? -se preocupó Julia, mirándose la cintura.
Las seis y veintidós minutos, saltó fuera del coche antes de que éste se hubiera parado del todo. La terminal se extendía ante sí.
Julia preguntó dónde estaban las llegadas internacionales. El ayudante de vuelo que pasaba por ahí le indicó el extremo oeste. Tras una loca carrera, sin aliento, Julia levantó los ojos hacia la pantalla. No había ningún vuelo en proveniencia de Roma. Se quitó los zapatos y echó a correr a toda velocidad en dirección opuesta. Allí una multitud aguardaba la salida de los pasajeros. Julia se abrió paso a codazos por un lado, hasta la barandilla. Surgió una primera oleada, las puertas correderas se abrían y se cerraban conforme los viajeros iban abandonando la zona de recogida de equipaje. Turistas, gente que iba de vacaciones, comerciantes, hombres y mujeres de negocios, cada uno iba vestido según su circunstancia. Las manos se alzaban, se agitaban en el aire, algunos viajeros se besaban, se abrazaban, otros se contentaban con saludarse a distancia; allí hablaban francés, allá español, un poco más lejos, inglés, por fin, en la cuarta oleada, Julia oyó hablar italiano. Dos estudiantes, con la espalda encorvada, avanzaban cogidos del brazo, parecían dos tortugas; un cura aferrado a su breviario tenía todo el aspecto de una urraca; un copiloto y una azafata se intercambiaban las direcciones, ésos habían sido jirafas en una vida anterior; un hombre, con pinta de buho, que acudía a Berlín para asistir a un congreso, buscaba a su grupo estirando el cuello; una niña cigala corría hacia los brazos de su madre; un marido oso se reencontraba con su mujer y, de pronto, entre un centenar de rostros, apareció la mirada de Tomas, idéntica a como era hacía veinte años.
Unas arruguitas alrededor de los párpados, el hoyuelo de la barbilla un poco menos pronunciado, una barba ligera, pero esos ojos, dulces como una caricia, esa mirada que la había hecho volar sobre los tejados de Berlín, emocionarse bajo la luna llena del parque Tiergarten, no habían cambiado. Conteniendo el aliento, Julia se puso de puntillas, se arrimó cuanto pudo a la barandilla y levantó el brazo. Tomas volvió la cabeza para hablar con la joven que lo cogía por la cintura; pasaron justo por delante de Julia, cuyos talones acababan de retomar tierra. La pareja salió de la terminal y desapareció.
– ¿Quieres que pasemos primero por mi casa? -preguntó Tomas, cerrando la puerta del taxi.
– No me voy a morir porque tardemos un par de horas más en descubrir la madriguera en la que vives. Antes deberíamos ir al periódico. Ya es tarde, Knapp podría marcharse, y era importante para mi carrera que me viera, al menos ése es el pretexto que hemos puesto para que te acompañe a Berlín, ¿no?
– Potsdamerstrasse -indicó Tomas al taxista. Diez coches por detrás de ellos, una mujer se subía a otro taxi, en dirección a su hotel.
El recepcionista informó a Julia de que su padre la estaba esperando en el bar. Lo encontró sentado a una mesa junto a la ventana.
– No parece que las cosas hayan ido muy bien -dijo poniéndose en pie para recibirla. Ella se dejó caer en una butaca.
– Digamos que no podrían haber salido peor. Knapp no había mentido del todo. -¿Has visto a Tomas?
– En el aeropuerto, venía de Roma… acompañado por su mujer.
– ¿Habéis hablado? -Él no me ha visto. Anthony llamó al camarero. -¿Quieres tomar algo? -Querría volver a casa. -¿Llevaban alianza?
– Ella iba cogida de su cintura, no iba a pedirles el certificado de matrimonio.
– Me imagino que, hace apenas unos días, alguien te cogía a ti también por la cintura. No estaba ahí para verlo, puesto que se celebraban mis exequias, aunque sí, de alguna manera estaba presente… Lo siento, es que me divierte decir estas cosas.
– Pues, francamente, yo no veo qué tiene de cómico. Debíamos casarnos ese día. Este absurdo viaje termina mañana, y sin duda es mejor así. Knapp tenía razón: ¿qué derecho tengo a reaparecer en la vida de Tomas de repente?
– ¿El derecho a una segunda oportunidad, tal vez?
– ¿Para él, para ti o para mí? Era una acción egoísta y abocada al fracaso.
– ¿Qué piensas hacer ahora?
– La maleta y acostarme.
– Quería decir después de nuestro regreso.
– Hacer balance, tratar de reparar los platos rotos, olvidarlo todo y retomar mi vida, esta vez no tengo otra alternativa.
– Claro que sí, puedes llegar al final de este asunto, tener las cosas claras del todo.
– ¿Eres tú quien va a darme lecciones sobre el amor?
Anthony miró a su hija con atención y acercó su butaca a la suya.
– ¿Recuerdas lo que hacías casi todas las noches cuando eras pequeña, bueno, hasta que te caías de sueño?
– Leía bajo las mantas con una linterna.