– ¿Por qué no encendías la lámpara de tu habitación?
– Para que pensaras que dormía, cuando en realidad leía a escondidas…
– ¿Nunca te preguntaste si tu linterna era mágica?
– No, ¿por qué debería habérmelo preguntado?
– ¿Se apagó una sola vez durante todos esos años?
– No -contestó Julia, confusa.
– Y, sin embargo, nunca le cambiaste las pilas… Julia mía, ¿qué sabes del amor, tú, que sólo has amado siempre a quienes te devolvían una imagen hermosa de ti misma? Mírame a los ojos y habíame de tu boda, de tus proyectos de futuro; júrame que, exceptuando este periplo imprevisto, nada podría haber alterado tu amor por Adam. ¿Y se supone que tú lo sabrías todo de los sentimientos de Tomas, del sentido de la vida, cuando no tienes ni la más mínima idea de qué dirección darle a la tuya, sólo porque una mujer lo cogía por la cintura? Quieres que hablemos a corazón abierto, entonces me gustaría hacerte una pregunta y que me prometas responder con sinceridad. ¿Cuánto tiempo habrá durado tu historia de amor más larga? No te hablo de Tomas, ni de sentimientos soñados, sino de una relación vivida. ¿Dos, tres, cuatro, cinco años tal vez? Qué más da, dicen que el amor dura siete años. Vamos, sé sincera y contéstame. ¿Serías capaz durante siete años de entregarte a alguien sin reservas, de darlo todo, sin límites, sin dudas ni temores, sabiendo que esa persona a la que quieres más que a nada en el mundo olvidará casi todo lo que habréis vivido juntos? ¿Aceptarías que tus atenciones, tus gestos de amor se borraran de su memoria, y que la naturaleza, a la que le horroriza el vacío, llenara un día esa amnesia con reproches y anhelos no cumplidos? Consciente de que todo ello es inevitable, ¿encontrarías pese a todo la fuerza de levantarte en mitad de la noche cuando la persona a la que quieres tiene sed, o simplemente una pesadilla? ¿Tendrías ganas todas las mañanas, de prepararle el desayuno, de velar por distraerla todo el día, divertirla, leerle cuentos cuando se aburra, cantarle canciones, salir porque necesitará que le dé el aire, incluso cuando hace un frío helador? Y, al llegar la noche, ¿ignorarás el cansancio, irás a sentarte al pie de su cama para aplacar sus miedos y hablarle de un porvenir que, irremediablemente, vivirá lejos de ti? Si tu respuesta a cada una de esas preguntas es sí, entonces perdóname por haberte juzgado mal, sabes de verdad lo que es amar. -¿Me estás hablando de mamá?
– No, querida, te estoy hablando de ti. Este amor que acabo de describirte es el de un padre o una madre por sus hijos. Cuántos días y cuántas noches pasados velando por vosotros, al acecho del más mínimo peligro que pudiera amenazaros, mirándoos, ayudándoos a crecer, secando vuestras lágrimas, haciéndoos reír; cuántos parques en invierno y cuántas playas en verano, cuántos kilómetros recorridos, cuántas palabras repetidas, cuánto tiempo dedicado a vosotros. Y, sin embargo, sin embargo…, ¿a qué edad se remontan vuestros primeros recuerdos de infancia?
»¿Te imaginas hasta qué punto hay que amar para aprender a no vivir más que por vosotros, sabiendo que lo olvidaréis todo de vuestros primeros años, que en los años venideros sufriréis por lo que no hayamos hecho bien, que llegará un día, irremediablemente, en que os separaréis de nosotros, orgullosos de vuestra libertad?
»Me reprochas mis ausencias; ¿sabes cómo se sufre el día en que los hijos se van? ¿Te has imaginado siquiera el sabor de esa ruptura? Voy a decirte lo que ocurre, uno está ahí como un idiota en la puerta mirándoos marchar, convenciéndose de que tiene que alegrarse de esa partida necesaria, amar la despreocupación que os empuja y a nosotros nos desposee de nuestra propia carne. Una vez cerrada la puerta, hay que volver a aprenderlo todo; volver a aprender a amueblar las habitaciones vacías, a no acechar ya más el ruido de vuestros pasos, a olvidar esos crujidos tranquilizadores en la escalera cuando volvíais tarde por la noche, y uno se dormía por fin tranquilo, mientras que ahora tiene que tratar de conciliar el sueño, en vano, puesto que ya no volveréis. ¿Ves, Julia mía?, sin embargo, ningún padre ni ninguna madre se vanagloria de ello, en eso consiste amar, y no tenemos elección puesto que os amamos. Siempre me guardarás rencor por haberte separado de Tomas; por última vez te pido perdón por no haberte entregado antes esa carta.
Anthony levantó el brazo y pidió al camarero que les llevara agua. Su frente estaba perlada de sudor, y se sacó un pañuelo del bolsillo para enjugárselo.
– Te pido perdón -repitió, con el brazo aún en alto-, te pido perdón, te pido perdón, te pido perdón.
– ¿Te encuentras mal? -se preocupó Julia.
– Te pido perdón -repitió Anthony tres veces seguidas.
– ¿Papá?
– Te pido perdón, te pido perdón…
Se levantó, tambaleándose, y volvió a dejarse caer sobre la butaca.
Julia pidió ayuda al camarero, pero Anthony le aseguró con un gesto que no era necesario.
– ¿Dónde estamos? -preguntó, aturdido. -¡En Berlín, en el bar del hotel!
– Pero ¿dónde estamos ahora? ¿Qué día es hoy? ¿Qué estoy haciendo aquí?
– ¡Para! -suplicó Julia, muy asustada-. Estamos a viernes, hemos hecho juntos este viaje. Salimos de Nueva York hace cuatro días para encontrar a Tomas, ¿te acuerdas? Fue por ese dibujo tan tonto que vi en un muelle en Montreal. Tú me lo regalaste, querías venir aquí, dime que lo recuerdas. Estás cansado, nada más, tienes que ahorrar batería; sé que es absurdo, pero me lo explicaste tú. Querías que habláramos de todo, y sólo hemos hablado de mí. Tienes que recuperarte, nos quedan dos días, para nosotros dos solos, para decirnos todas las cosas que nunca nos dijimos. Quiero volver a saber todo lo que he olvidado, volver a oír los cuentos que me contabas. El de ese aviador que se perdió en las orillas de un río de la selva amazónica, cuando su avión, sin carburante, tuvo que aterrizar, y la nutria que lo guió. Recuerdo el color de su pelaje, era azul, de un azul que sólo tú podías describir, como si tus palabras fueran lápices de colores.
Julia tomó a su padre del brazo para acompañarlo hasta su habitación.
– Tienes mala cara, duerme y mañana habrás recuperado las fuerzas.
Anthony no quiso tumbarse en la cama. La butaca junto a la ventana le bastaba.
– ¿Sabes? -dijo sentándose-, tiene gracia, todos encontramos buenas excusas para no permitirnos amar, por miedo a sufrir, por miedo a que un día nos abandonen. Y, sin embargo, cuánto amamos la vida, pese a saber que algún día nos abandonará.
– No digas eso…
– Deja de proyectarte en el futuro, Julia. No hay platos rotos que reparar. Sólo hay cosas que vivir, y nunca ocurre como uno había previsto. Pero lo que puedo decirte es que la vida pasa a una velocidad de vértigo. ¿Qué haces aquí conmigo en esta habitación? Vete, ve a caminar tras los pasos de tus recuerdos. Querías hacer balance, así que vete, vete corriendo. Hace veinte años estabas aquí, ve a recuperar esos años mientras aún estás a tiempo. Tomas está en la misma ciudad que tú esta noche, ¿qué importa que lo veas o no? Respiráis el mismo aire. Sabes que está aquí, más cerca de ti de lo que lo estará nunca. Sal, párate bajo cada ventana iluminada, levanta la cabeza, pregúntate qué sientes cuando creas reconocer su silueta tras una cortina; y si piensas que es él, grita su nombre desde la calle, te oirá, bajará o no, te dirá que te ama o que te largues para siempre, pero al menos sabrás a qué atenerte.
Rogó a Julia que lo dejara solo. Ésta se acercó a él, y Anthony sonrió.
– Siento mucho haberte asustado antes en el bar, no debería haberlo hecho -dijo con un tonillo de falso remordimiento.
– No irás a decirme que has simulado ese malestar…
– ¿Crees que no eché de menos a tu madre cuando empezó a perder la memoria? No eres la única que perdió a quien amaba. Viví cuatro años a su lado sin que ella tuviera la más mínima idea de quién era yo. ¡Y ahora vete, corre, es tu última noche en Berlín!