Así vivían uno y otro, deleitándose con cada nueva artimaña que inventaban, sin temer ataques, ni iras, ni el fin de aquellas maldades. Jamás una mosca había escapado de las redes de Ella-Laraña, y jamás ésta había estado tan furiosa ni tan hambrienta.
Pero nada sabía el pobre Sam de todo ese mal que habían desencadenado contra ellos, salvo que sentía crecer en él un terror, una amenaza indescriptible; y esta carga se le hizo pronto tan pesada que casi le impedía correr, y sentía los pies como si fuesen de plomo.
El miedo lo cercaba, y allá adelante, en el paso, estaban los enemigos, a cuyo encuentro Frodo corría ahora, imprudentemente, en un arranque de frenética alegría. Apartando los ojos de las sombras de atrás y de la profunda oscuridad al pie del risco a la izquierda, miró hacia adelante y vio dos cosas que lo asustaron todavía más. Vio que la espada de Frodo centelleaba todavía con una llama azul; y vio también que el cielo por detrás de las torres estaba ahora en sombras, pero el resplandor rojizo ardía aún en la ventana.
—¡Orcos! —murmuró entre dientes—. Con precipitarnos no ganaremos nada. Hay orcos en todas partes, y cosas peores que orcos. —Luego, volviendo con presteza a la larga costumbre de estar siempre ocultando algo, cerró la mano alrededor del frasco que aún llevaba consigo. Roja con su propia sangre le brilló un instante la mano, y en seguida guardó la luz reveladora en lo más profundo de un bolsillo, cerca del pecho, y se envolvió en la capa élfica. Luego procuró acelerar el paso. Frodo estaba cada vez más lejos; ya le llevaba unos veinte pasos largos, y se deslizaba, veloz como una sombra; pronto lo habría perdido de vista en ese mundo gris.
Apenas hubo escondido Sam la luz del cristal de estrella, Ella-Laraña reapareció. Un poco más adelante y a la izquierda Sam vio de pronto, saliendo de un negro agujero de sombras al pie del risco, la forma más abominable que había contemplado jamás, más horrible que el horror de una pesadilla. En realidad se parecía a una araña, pero era más grande que una bestia de presa, y un malvado designio reflejado en los ojos despiadados la hacía más terrible. Aquellos mismos ojos que Sam creía apagados y vencidos, allí estaban de nuevo, y relucían con un brillo feroz, arracimados en la cabeza que se proyectaba hacia adelante. Tenía grandes cuernos, y detrás del cuello corto semejante a un fuste, seguía el cuerpo enorme e hinchado, un saco tumefacto e inmenso que colgaba oscilante entre las patas; la gran mole del cuerpo era negra, manchada con marcas lívidas, pero la parte inferior del abdomen era pálida y fosforescente, y exhalaba un olor nauseabundo. Las patas de coyunturas nudosas y protuberantes se replegaban muy por encima de la espalda, los pelos erizados parecían púas de acero, y cada pata terminaba en una garra.
En cuanto el cuerpo fofo y las patas replegadas pasaron estrujándose por la abertura superior de la guarida, Ella-Laraña avanzó con una rapidez espantosa, ya corriendo sobre las patas crujientes, ya dando algún salto repentino. Estaba entre Sam y su amo. O no vio a Sam, o prefirió evitarlo momentáneamente por ser el portador de la luz, lo cierto es que dedicó toda su atención a una sola presa, Frodo, que privado de la Redoma e ignorando aún el peligro que lo amenazaba, corría sendero arriba. Pero Ella-Laraña era más veloz: unos saltos más y le daría alcance.
Sam jadeó, y juntando todo el aire que le quedaba en los pulmones alcanzó a gritar: —¡Cuidado, atrás! ¡Cuidado, mi amo! Yo estoy... —pero algo le ahogó el grito en la garganta.
Una mano larga y viscosa le tapó la boca y otra le atenazó el cuello, en tanto algo se le enroscaba alrededor de la pierna. Tomado por sorpresa, cayó hacia atrás en los brazos del agresor.
—¡Lo hemos atrapado! —siseó la voz de Gollum al oído de Sam—. Por fin, mi tesoro, por fin lo hemos atrapado, sí, al hobbit perverso. Nos quedamos con éste. Que Ella se quede con el otro. Oh sí, Ella-Laraña lo tendrá, no Sméagoclass="underline" él prometió; él no le hará ningún daño al amo. Pero te tiene a ti, pequeño fisgón inmundo y perverso. —Le escupió a Sam en el cuello.
La furia desencadenada por la traición, y la desesperación de verse retenido en un momento en que Frodo corría un peligro mortal, dotaron a Sam de improviso de una energía y una violencia que Gollum jamás habría sospechado en aquel hobbit a quien consideraba torpe y estúpido. Ni el propio Gollum hubiera sido capaz de retorcerse y debatirse con tanta celeridad y fiereza. La mano se le escurrió de la boca, y Sam se agachó y se lanzó hacia adelante, tratando de zafarse de la garra que le apretaba la garganta. Aún conservaba la espada en la mano, y en el brazo izquierdo, colgado de la correa, el bastón de Faramir. Trató de darse la vuelta para traspasar con la espada a su enemigo. Pero Gollum fue demasiado rápido: estiró de pronto un largo brazo derecho y aferró la muñeca de Sam; los dedos eran como tenazas: lentos, implacables; le doblaron la mano hacia atrás y hacia adelante, hasta que con un alarido de dolor Sam dejó caer la espada; y entretanto la otra mano de Gollum se le cerraba cada vez más alrededor del cuello.
Sam jugó entonces una última carta. Tiró con todas sus fuerzas hacia adelante y plantó con firmeza los pies en el suelo; luego, con un movimiento brusco, se dejó caer de rodillas, y se echó hacia atrás.
Gollum, que ni siquiera esperaba de Sam esta sencilla treta, cayó al suelo con Sam encima de él, y recibió sobre el estómago todo el peso del robusto hobbit. Soltó un agudo silbido y por un segundo la garra cedió en la garganta de Sam; pero los dedos de la otra seguían apretando como tenazas la mano de la espada. Sam se arrancó de un tirón y volvió a ponerse en pie y giró en círculo hacia la derecha, apoyándose en la muñeca que Gollum le sujetaba. Blandiendo el bastón con la mano izquierda, lo alzó y lo dejó caer con un crujido sibilante sobre el brazo extendido de Gollum, justo por debajo del codo.
Dando un chillido, Gollum soltó la presa. Entonces Sam atacó otra vez; sin detenerse a cambiar el bastón de la mano izquierda a la derecha, le asestó otro golpe salvaje. Rápido como una serpiente Gollum se escurrió a un lado, y el golpe, destinado a la cabeza, fue a dar en la espalda. La vara crujió y se quebró. Eso fue suficiente para Gollum. Atacar de improviso por la espalda era uno de sus trucos habituales, y casi nunca le había fallado. Pero esta vez, ofuscado por el despecho, había cometido el error de hablar y jactarse antes de aferrar con ambas manos el cuello de la víctima. El plan había empezado a andar mal desde el momento mismo en que había aparecido en la oscuridad aquella luz horrible. Y ahora lo enfrentaba un enemigo furioso, y apenas más pequeño que él. No era una lucha para Gollum. Sam levantó la espada del suelo y la blandió. Gollum lanzó un chillido, y escabulléndose hacia un costado cayó al suelo en cuatro patas, y huyó, saltando como una rana. Antes que Sam pudiese darle alcance, se había alejado, corriendo hacia el túnel con una rapidez asombrosa.