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– ¿Estás bien, amigo?

– He estado mejor. -Macro se frotó la cabeza y se estremeció de dolor-. ¡Mierda! Esto duele.

– No me sorprende. Es toda una mujer.

– ¡Oh, sí!

– Aunque os salvó el pellejo. A ti y al chico.

– ¡Cato! -Macro se dirigió a toda prisa junto a su optio, que estaba apoyado en un codo y sacudía la cabeza-. ¿Sigues con nosotros?

– No estoy muy seguro, señor. Es como si se me hubiera caído una casa encima.

– ¡Más o menos! -se rió el matón a sueldo-. Ese tal Prasutago es un poco bruto.

Cato levantó la vista. -¡No me digas! El galo levantó a Cato del suelo y le sacudió la paja de la túnica.

– Y ahora, si no les importa, caballeros, me gustaría que ambos abandonaran el local enseguida.

– ¿Por qué? -preguntó Macro. -Porque lo digo yo, joder -respondió el matón a sueldo con una sonrisa. Luego cedió un poco-. Uno no se mete con un guerrero Iceni de alto rango. Especialmente si está borracho. No quiero ni pensar lo que ocurrirá con el negocio de mi amo si Prasutago vuelve con unos cuantos amigos y os encuentra a vosotros dos aún aquí.

– ¿Crees que volverá? -preguntó Cato al tiempo que miraba hacia la puerta, nervioso.

– En cuanto descubra algún tipo de conexión entre sus amigas y vosotros dos. De modo que será mejor que os marchéis, ¿vale?

– Está bien. Vamos, Cato. Busquemos otro lugar donde tomar una copa.

Enfundándose la capa sobre los hombros y arrebujándose bien bajo ella, Macro y Cato agacharon la cabeza al pasar bajo el dintel y salieron a la calle. El haz de luz naranja que caía inclinado sobre la nieve del callejón se cortó bruscamente cuando la puerta se cerró con firmeza tras ellos. No había ni rastro de Prasutago ni de las dos mujeres, aparte de las atolondradas huellas en la nieve que se dirigían callejón arriba.

– ¿Y ahora qué? -preguntó Cato. -Conozco otro lugar. No es tan agradable como éste. Pero da igual.

– No es tan agradable…

– ¿Quieres tomar una copa o no?

– Sí, señor.

– Entonces cierra el pico y sígueme. Detrás del ejército Romano habían venido mercaderes de artículos de lujo y vicios para satisfacer todos los gustos. Los proxenetas fenicios habían llegado y habían montado sus burdeles ambulantes en la zona más lúgubre de Camuloduno. Se compraban destartalados graneros y almacenes a bajo precio y se pintaban de colores chillones con representaciones gráficas de lo que se ofrecía en el interior, junto con los precios. Los más ambiciosos entre los proxenetas también vendían bebidas alcohólicas a un precio inflado a los hombres que esperaban su turno. Esto llevó a un aumento del número de pequeñas tabernas, todas ellas compitiendo para atraer a la clientela.

Y luego también estaban los habituales curanderos y magos que garantizaban la cura de cualquier enfermedad, desde la sífilis a la impotencia, y los buhoneros que ofrecían una ilimitada variedad de artículos (espadas que nunca se desafilaban, amuletos que desviaban las flechas, pares de dados que «por arte de magia siempre daban VI, preservativos hechos de las más finas paredes estomacales de cabrito). Cato estaba demasiado familiarizado con esa clase de cachivaches y porquerías; los distritos menos recomendables de Roma estaban atestados de comerciantes de ese tipo que ofrecían un abanico aún más amplio de placeres carnales y remedios milagrosos.

Macro condujo a Cato a un edificio bajo de madera situado en una calle poco iluminada donde un hilo de desperdicios humanos corría por el centro del estrecho camino; una desagradable veta oscura en la nieve pisoteada. Dentro, el aire estaba cargado con el hedor a perfume barato destinado a que los clientes no pensaran en los aún menos agradables aromas que penetraban en sus fosas nasales. Los dos legionarios cruzaron la entrada y pasaron a una habitación oscura con el suelo de listones. Había varias mesas y bancos dispuestos sin orden ni concierto y un mostrador que descansaba sobre dos barriles. El propietario y dos de sus fulanas estaban sentados con unas aburridas expresiones de haberlo visto todo que no acababan de cuadrar con la decoración de la pared, la cual mostraba unos chabacanos dibujos de risueños hombres y mujeres ocupados en unos experimentos anatómicos de endiablada complejidad.

Sólo había dos mesas ocupadas por un puñado de legionarios que habían acudido a beber algo inmediatamente después de regresar de patrulla. Llevaban esas nuevas corazas laminadas y se apiñaban alrededor de una gran jarra de vino. En la esquina más alejada había un grupo de oficiales subalternos de la segunda legión. Uno de ellos levantó la vista para mirar a los recién llegados y al momento una amplia sonrisa se le dibujó en la cara.

– ¡Macro, muchacho! -bramó, un poco demasiado fuerte, y el trío del mostrador alzó la mirada con irritación-. Ven aquí y comparte con nosotros este brebaje.

Mientras los demás se apretujaban para dejar sitio, Macro hizo las presentaciones.

– Muchachos, éste es mi optio. Cato, esta pandilla de patanes borrachos de vino son la flor y nata del cuerpo de oficiales de la legión. Con un poco más de luz quizá reconocerías una o dos caras. Te presento a Quinto, Balbo, Escipión, Fabio y Parnesio.

Los soldados lo miraron con ojos nublados y saludaron con un movimiento de cabeza. Estaba claro que ya habían bebido mucho.

– Son buena gente -dijo Macro efusivamente-. Serví con ellos antes de que todos fueran ascendidos a centuriones. Es la primera vez que tenemos la oportunidad de reunirnos desde que me ascendieron a mí. Algún día, si es que vives lo suficiente, estoy seguro de que te unirás a nosotros como centurión, ¿verdad, muchachos?

Mientras los demás manifestaban su asentimiento a voz en cuello, Cato hizo lo posible para no mostrarse demasiado horrorizado ante la idea y se sirvió una copa. Resultó ser otra variedad del áspero vino importado de la Galia y Cato se estremeció cuando el agrio líquido le quemó la garganta.

– Es de los que se suben a la cabeza, ¿eh? -Balbo sonrió-. Es de ésos que te reaniman antes de un cuerpo a cuerpo con las putas.

Cato no tenía ninguna intención de acercarse tanto, si es que se podía juzgar la profesión por las mujeres del mostrador. Además, la única mujer que tenía en la cabeza era Lavinia, y de momento la mejor manera de apartarla de su mente era bebiendo.

Tras varias copas de vino le pareció que los ojos le estaban dando vueltas continuamente, y cuando los cerraba era peor. Le hacía falta algo en lo que centrar la vista y dirigió su mirada tambaleante hacia el grupo de legionarios de la otra mesa y la coraza laminada que llevaban.

Tocó a Macro con el dedo. -¿Esa cosa sirve de algo, señor? -¿Cosa? ¿Qué cosa? -Ese equipo que llevan. En vez de la cota de malla. -Eso, muchacho, es la nueva armadura con la que se equipa a las legiones.

Parnesio levantó la cabeza que tenía apoyada sobre los brazos cruzados y gritó como si estuviera en un desfile:

– ¡Coraza laminada para uso de los legionarios! ¡Entérate de una puta vez, hijo!

– No le hagas caso -le susurró Macro a Cato-. Trabaja en la oficina del intendente.

– Me lo he imaginado. -¡Eh! ¡Vosotros! -exclamó Macro dirigiéndose a los de la otra mesa-. Acercaos. Aquí el optio quiere ver vuestra armadura nueva.

Los legionarios intercambiaron unas miradas. Finalmente, uno de ellos respondió: -No puedes decirnos lo que tenemos que hacer. Estamos fuera de servicio.

– Me importa una mierda. Levantad el culo y venid aquí -gritó Macro-. Y quiero decir ¡AHORA!

Primero uno, luego los otros, se levantaron dócilmente de la mesa y se acercaron. Se quedaron de pie junto a la mesa mientras los oficiales examinaban su equipo con cierta curiosidad.

– ¿Qué tal va? -preguntó Macro al tiempo que se levantaba del banco para inspeccionarla más detenidamente.