Выбрать главу

Atiq no sabe si las ceremonias han durado unas horas o toda una eternidad. Los camilleros están acabando de amontonar los cadáveres en el remolque de un tractor. Un sermón especialmente rotundo pone el broche final a la «festividad». En el acto, los fieles invaden el césped para la plegaria colectiva. Un mulá con pinta de sultán dirige el rito, mientras unos esbirros feroces hostigan a los rezagados. En cuanto se marchan los invitados de categoría, las hordas hormigueantes se convierten en resacas salvajes antes de agolparse en las salidas. Se atropellan de forma tan inaudita que el servicio de orden tiene que retroceder. Cuando las burkas empiezan a dejar las gradas, Atiq se reúne con el tropel de hombres que espera fuera. Allí está Qasim, en jarras, visiblemente satisfecho de los servicios que ha prestado. Tiene la convicción de que su participación en el buen desarrollo de las ejecuciones públicas no les ha pasado inadvertida a los gurúes. Ya se ve al frente de la cárcel mayor del país.

Empiezan a salir del estadio las primeras mujeres, que sus hombres recogen en el acto. Se alejan, en grupitos más o menos desordenados; algunas van cargadas con la prole. El barullo disminuye a medida que las hordas van despejando los alrededores. El gentío se esfuma entre la polvareda, camino de la ciudad, mientras lo hienden los camiones de los talibanes, que se persiguen en caótico carrusel.

Qasim localiza a su harén entre la muchedumbre; con la cabeza, le indica el microbús, que espera bajo un árbol.

– Si quieres, puedo dejaros en casa al pasar a tu mujer y a ti.

– No merece la pena -le contesta Atiq.

– No me cuesta nada.

– Tengo cosas que hacer en el centro.

– Bueno, está bien. Espero que te pienses lo que te he propuesto.

– Claro que sí…

Qasim se despide y se apresura a dar alcance a las mujeres.

Atiq sigue esperando a la suya. A su alrededor, la aglomeración se encoge como una piel de zapa. Pronto, sólo queda un exiguo racimo de individuos hirsutos, que desaparecen, a su vez, pocos minutos después, arrastrando en pos de ellos el susurro de las burkas. Cuando Atiq vuelve en sí, se da cuenta de que ya no queda nadie en la plaza. Salvo el cielo cubierto de polvo y las puertas del estadio abiertas de par en par, sólo hay silencio; un silencio desventurado, hondo como un abismo. Atiq mira en torno, totalmente desorientado; está solo, no cabe duda. Lo invade el pánico y se abalanza dentro del recinto. No hay nadie ni en el césped, ni en las gradas, ni en la tribuna. Negándose a admitirlo, corre hacia el lugar en que estaban las mujeres. Salvo los asientos de piedra, desconsoladoramente desnudos, nadie. Vuelve al césped y corre como un demente. Se ondula el suelo bajo sus zancadas. Las gradas abandonadas empiezan a girar, vacías, vacías, vacías. Por un momento, el mareo lo obliga a detenerse. Pero enseguida prosigue la desesperada carrera, mientras el zumbido de su respiración amenaza con cubrir el estadio, la ciudad, el país entero. Aturdido, aterrado, a punto de echar el corazón por la boca, vuelve al centro del césped, en el lugar preciso en que se ha coagulado un charco de sangre; y, con la cabeza entre las manos, explora obstinadamente con la vista las tribunas, una tras otra. De pronto, al caer en la cuenta de cuán grande es el silencio, se le doblan las pantorrillas y cae arrodillado. Su grito de animal herido se vuelca sobre el recinto, tan espantoso como el desmoronamiento de un titán: ¡Zunaira!

En el cielo lívido, rayado por los primeros trazos de la noche, éstos van borrando con aplicación los últimos focos del crepúsculo. Los fulgores diurnos ya se van retrayendo, uno tras otro, a la parte alta de las gradas, mientras las sombras solapadas y tentaculares tienden por el suelo sus chales para recibir la noche. A lo lejos, se aplacan los rumores de la ciudad. Y en el estadio, que una brisa ahíta de fantasmas se dispone a recorrer como un embrujo, las losas se agazapan tras un mutismo sepulcral. Atiq, que ha orado y esperado como nunca lo había hecho antes, se resuelve por fin a alzar la cabeza. La atribuladora miseria del recinto lo llama al orden; ya no le queda nada por hacer entre esos muros macilentos. Se alza, apoyando una mano en el suelo. Le titubean las piernas, inseguras. Se arriesga a dar un paso; luego, otro: y, a trancas y barrancas, consigue llegar a la puerta. Fuera, la noche congrega sus tinieblas al pie de las ruinas. Asoman de sus agujeros unos mendigos, con voz tan soñolienta que su cantinela resulta convincente. Algo más allá, unos chiquillos, armados con espadas y escopetas de madera, perpetúan las ceremonias de por la mañana; han atado a unos cuantos compañeros en una glorieta lúgubre y se disponen a ejecutarlos. Unos mirones ya maduros los contemplan, sonrientes; los divierte y los enternece la fidelidad de las reconstrucciones. Atiq va donde lo conducen sus pasos. Le parece que camina pisando nubes. Un único nombre le vuelve a la boca seca -Zunaira-, inaudible, pero obsesivo. Pasa ante la casa prisión; luego, ante la casa de Zanish. La oscuridad le da alcance en lo hondo de una callejuela jalonada de escombros, por la que cruzan siluetas evanescentes. Cuando llega a su casa, vuelven a fallarle las piernas y se desploma en el patio.

Tendido boca arriba, Atiq contempla la luna. Esta noche, su redondez es perfecta. Parece una manzana de plata colgada en el aire. Cuando era pequeño, se pasaba muchos ratos mirándola. Sentado en el suelo, lejos de la casucha familiar, intentaba entender cómo un astro tan pesado podía flotar en el espacio y se preguntaba si personas como las de su aldea cultivaban allí campos y apacentaban cabras. Una vez, su padre vino a hacerle compañía. Y así fue cómo le contó el misterio de la luna. Es sólo el sol, le dijo, que, después de haber andado presumiendo de día, se empeñó en profanar los secretos de la noche. Y lo que vio era tan insoportable que se le pasaron todos los ardores.

Atiq tardó mucho en dejar de creer esa historia.

Incluso hoy la sigue creyendo, no lo puede remediar. ¿Qué habrá, del otro lado de la noche, tan tremendo que el sol pierde del todo sus colores?

Haciendo acopio de las fuerzas que le quedan, entra a rastras en la casa. Palpando a ciegas con un brazo, vuelca el farol. No lo enciende. Sabe que cualquier luz le perforaría los ojos. Le resbalan los dedos por la pared hasta llegar al marco de la puerta del cuarto en que dormía su mujer. Busca el jergón, se deja caer en él y, allí, con la garganta rebosante de sollozos, coge la manta y se abraza a ella hasta la asfixia:

– Musarat, mi pobre Musarat, ¿qué nos has hecho?

Se tiende en el jergón, encoge las rodillas hasta el vientre y se hace pequeño, muy pequeño…

– Atiq…

Da un respingo.

Una mujer está de pie en medio de la habitación. La burka opalescente centellea en la oscuridad. Atiq se queda estupefacto. Se frota los ojos con fuerza. La mujer no desaparece. Sigue en el mismo sitio, flotando entre sus imprecisos resplandores.

– Creí que te habías ido de verdad, que nunca volvería a verte -balbucea, intentado levantarse.

– Estabas equivocado…

– ¿Dónde te habías metido? Te he buscado por todas partes…

– Estaba cerca… me había escondido.

– Estaba a punto de volverme loco.

– Pues ya estoy aquí.

Atiq se agarra a la pared para incorporarse. Tiembla como una hoja. La mujer abre los brazos.

– Ven -le dice.

Corre a acurrucarse contra ella. Como un niño que vuelve a su madre.

– Ay, Zunaira, Zunaira, ¿qué habría sido de mí sin ti?