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– Ya no hay ni que pensar en ello.

– He tenido tanto miedo.

– Es por lo oscuro que está esto.

– No he encendido a propósito. Ni quiero encender. Tu rostro me iluminaría más que mil candelabros. Quítate el capuchón, por favor, y deja que te sueñe.

La mujer retrocede un paso y se levanta la parte de arriba de la burka. Atiq lanza un grito de espanto, echándose hacia atrás. Ya no es Zunaira, sino Musarat. Y un disparo de fusil se le ha llevado la mitad de la cara.

Atiq se despierta lanzando alaridos, con las manos tendidas hacia delante para apartar ese horror. Con los ojos desorbitados y el cuerpo cubierto de sudor, necesita un rato para darse cuenta de que ha sido una pesadilla.

Fuera, amanece, y amanecen también las penas del mundo.

Un Atiq en estado fantasmal llega a duras penas al cementerio de la ciudad. Sin turbante y sin fusta. Con los pantalones caídos, que apenas le sujetan un cinturón mal puesto. En realidad no camina, sino que se arrastra, con los ojos en blanco y andares agobiados. Los cordones de los zapatos de mala muerte van dejando en el polvo arabescos de reptil; el derecho boquea, mostrando a la luz del sol un dedo gordo informe, con la uña rota y la aureola de una mancha de sangre. Ha debido de caerse en algún sitio, porque lleva manchado de barro el costado derecho y el codo desollado. Parece borracho y no sabe adónde va. De trecho en trecho, se detiene para apoyarse en una pared, con la espalda encorvada y las manos puestas de plano en las rodillas, titubeando entre las ganas de vomitar y la necesidad de recuperar el aliento. Su rostro, taciturno y ensombrecido por una barba revuelta, está arrugado como un membrillo pocho, con surcos en la frente y párpados tumefactos. Salta a la vista que es infeliz; está muy deteriorado. Los pocos transeúntes ociosos que pasan junto a él lo miran medrosos; algunos dan grandes rodeos para esquivarlo; y los chiquillos que juegan aquí y allá lo vigilan de cerca. Atiq no tiene conciencia del temor que despierta. Lleva la cabeza hundida entre los hombros y hace ademanes incoherentes; lo desorienta el embrollado laberinto de las calles. Lleva tres días sin comer. El ayuno y la pena lo han dejado insensible. Una saliva lechosa se le ha quedado seca en las comisuras de la boca; se limpia los mocos continuamente en la muñeca. Necesita darse impulso varias veces con la cintura para despegarse de la pared y seguir andando. Le tiritan las pantorrillas bajo el armazón desfondado. Ya lo ha detenido dos veces un grupo de talibanes, sospechando un estado de ebriedad; alguien incluso lo ha golpeado, increpándolo para que volviese a su casa sin demora. Atiq ni se ha enterado. En cuanto lo han soltado, ha encaminado sus pasos al cementerio, como si lo guiase una llamada desconocida.

Una familia, compuesta de mujeres harapientas y niños con las caritas tiznadas de rastros de mugre, reza en torno a una tumba reciente. Algo más allá, un mulero intenta reparar la rueda de su carreta, que, al parecer, un pedrusco ha sacado del eje. Unos cuantos perros flacos husmean las veredas, con el hocico lleno de tierra y las orejas al acecho. Atiq se tambalea entre los montones de tierra que abultan el solar con resquebrajadas equimosis sin losa sepulcral ni epitafio; sólo fosas cubiertas de polvo y de grava, cavadas de mala manera en un alarmante desbarajuste que confiere un toque de tragedia a la melancolía del lugar. Atiq se detiene un rato ante las descarnadas tumbas, se pone a veces en cuclillas para palparlas con la yema de los dedos; pasa, luego, por encima, de una zancada, o tropieza en ellas, rezongando. Tras dar una vuelta, cae en la cuenta de que es incapaz de localizar la postrera morada de Musarat, ya que ni siquiera sabe por dónde cae. Divisa a un sepulturero, que le está hincando el diente a un trozo de cecina, en la otra punta del recinto cuadrado, y se le acerca para preguntarle en dónde está enterrada la mujer a quien ejecutaron públicamente el día anterior en el estadio. El sepulturero le indica un montón de polvo, a un tiro de piedra, y sigue comiendo con apetito.

Atiq se desploma ante la tumba de su mujer. Se coge la cabeza con ambas manos. Y así se queda hasta bien entrada la tarde. Sin decir nada. Sin una queja. Sin una oración. Intrigado, el sepulturero se acerca para comprobar si el curioso visitante se ha quedado dormido. Le advierte que el sol pega con fuerza y que, si no se pone a cubierto, hay probabilidades de que tenga que lamentarlo. Atiq no entiende por qué lo reprenden. Sigue con la vista clavada en la tumba de su mujer, sin inmutarse. Luego, con un zumbido en la cabeza, medio ciego, se incorpora y sale del cementerio sin mirar atrás. Apoyándose con la mano a veces en una pared, a veces en un arbusto, anda errante al azar de las callejuelas. Y entonces una mujer que sale de un desván lo devuelve casi a la realidad. Lleva una burka descolorida, de faldones rotos, y unos zapatos raídos. Atiq se planta en medio de la calleja para cortarle el paso. La mujer se desvía hacia un lado; Atiq la agarra por el brazo e intenta retenerla. Ella se libra de la mano del hombre con una sacudida y huye… Zunaira, le dice él, Zunaira… La mujer se detiene en el extremo de la callejuela, lo mira con curiosidad y desaparece. Atiq apresura el paso para alcanzarla, con el brazo extendido como si intentase atrapar una voluta de humo. En otra calleja, sorprende a otra mujer en el umbral de una casa en ruinas. Al verlo llegar, se mete dentro y cierra la puerta. Atiq se vuelve y ve una burka amarilla deslizarse hacia la plaza del barrio. Va detrás, con la mano tendida, como antes. Zunaira, Zunaira… Los niños se apartan a su paso; les da miedo ese hombre desgreñado, con los ojos fuera de las órbitas y los labios azules, que parece ir en pos de su propia demencia. La burka amarilla se detiene junto a una casa. Atiq se abalanza sobre ella y la alcanza en el preciso instante en que se abre una puerta… ¿Dónde te habías metido? Te estuve esperando a la salida del estadio, como habíamos quedado, y no viniste… La burka amarilla intenta escapar de las garras que la hieren… Estás loco. Suéltame o grito… -Esta vez no volveré a dejarte sola, Zunaira. Ya que eres incapaz de localizarme, no volveré a obligarte a buscarme… -No soy Zunaira. Vete, desgraciado, si no van a matarte mis hermanos… -Quítate el capuchón. Quiero verte la cara, esa preciosa cara tuya de hurí… La burka se resigna a que se le desgarre un pico de un costado y se esfuma. Unos chiquillos, que han presenciado la escena, cogen piedras y empiezan a ametrallar al loco hasta que éste da media vuelta. Con la sien abierta por un proyectil y la sangre chorreándole por la oreja, Atiq echa a correr, primero a pasos cortos; luego, según se va acercando a la plaza, a zancadas mayores, con la respiración ronca, los mocos saliéndosele, la boca efervescente de espuma. Zunaira, Zunaira, balbucea empujando a los mirones en busca de burkas. De repente, frenético, empieza a perseguir a las mujeres y -¡sacrilegio!- a levantarles el velo, dejándoles la cara al aire. Zunaira, sé que estás aquí. Sal de donde te escondas. No tienes nada que temer. Nadie te hará daño. Lo he arreglado todo. No dejaré que nadie te moleste… Se alzan gritos de indignación. No los oye. Sus manos tiran de los velos, los arrancan con saña, derribando a veces a las mujeres a las que alcanza. Cuando algunas se le resisten, las arroja al suelo, las arrastra por el polvo y no las suelta hasta haberse asegurado de que no son la que él está buscando. Un primer trancazo lo alcanza en la nuca. No se inmuta. A impulsos de una fuerza sobrenatural, prosigue su arrebatada carrera. No tarda en desplegarse, para detenerlo, un gentío escandalizado. Las mujeres se dispersan, vociferando; Atiq consigue asir a algunas, les rompe la ropa, les levanta la cabeza tirándoles del pelo. Tras la tranca, vienen los látigos; luego, los puñetazos y las patadas. Los hombres «deshonrados» pisotean a sus mujeres para arrojarse sobre el loco… ¡Íncubo! ¡Siervo de Satanás!… Atiq tiene la imprecisa sensación de que lo arrastra un alud. Mil zapatos se le vienen encima, mil bastones, mil fustas. ¡Degenerado! ¡Maldito! La muchedumbre lo muele; se desploma. Las jaurías rabiosas se abalanzan sobre él para lincharlo. Sólo le da tiempo a percatarse de que se ha quedado sin la camisa -unos dedos devastadores se la han destrozado-, de que la sangre le corre a chorros por el pecho y por los brazos, de que las cejas rotas le impiden calibrar la ira irreversible que lo tiene cercado. Algunas voces destempladas se suman a los incontables golpes, para clavarlo en el suelo… Hay que colgarlo; hay que crucificarlo; hay que quemarlo vivo… De repente, le estalla la cabeza y cuanto le rodea se sume en la oscuridad. Viene, luego, un silencio, adusto e intenso. Al cerrar los ojos, Atiq suplica a sus antepasados que su sueño sea tan impenetrable como los secretos de la noche.