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– ¿Qué haces tan serio mirando esas muñecas? -le preguntó don Lotario al guardia.

– Nada. Pensaba.

Sonó el timbre. Fue don Lotario. Era la Gertrudis. Llegó con sus pasos tiesos y después de dar los buenos días, preguntó sin malicia qué habían hecho allí toda la mañana. Plinio le contó con naturalidad las cosas, muebles, rincones y habitaciones que habían inspeccionado.

La Gertrudis, dándoselas de avisada, empezó a hacerles un examen de inspecciones:

– ¿Han visto ustés el armario hondo…? ¿Y la cómoda grande…? ¿Y la despensa…? ¿Y el armario de «los niños»…? ¿Y los bajos de la librería…? ¿Y…?

A cada demanda de la retahila, Plinio decía que sí con la cabeza. Cuando la Gertrudis se dio por vencida, fue a por las cervezas. Plinio, sentado en el sillón, bostezó. Don Lotario volvió al balcón de sus añoranzas.

– Pero hay una cosa que de seguro, de seguro no han visto ustés -dijo la mujer cuando entraba con las cervezas.

– ¿El qué?

– ¿Que el qué…? El cuartejo de los espíritus.

– ¿Y qué hay en ese cuarto?

– Ay, mire usted, nunca lo vide.

– Y lo que hay en los armarios, consolas, mesillas, baúles y demás, ¿lo has visto alguna vez?

– Tampoco, no señor. Ellas son muy guardadoras.

No se volvió a hablar más del asunto hasta que los tres con mucha pausa y regodeo acabaron con las cervezas y el jamón. Así que los hombres encendieron los pitos, dijo el Jefe:

– Venga, vamos a ver ese cuarto de las ánimas del purgatorio.

– De los espíritus, Manuel, no sea usted hereje.

Entre el armario grande isabelino y la puerta de la alcoba que daba a un gabinetillo de pocas luces, había una cortina clara que tapaba un callejoncillo, en el que se veía otro armarito de sabina que ya habían examinado. Tenía ropas usadas y cosas de lana.

– ¿Dónde está el cuarto de los fantasmas? Ese armario ya lo hemos visto.

– De los espíritus, Manuel. Está detrás del armario. Vamos a desarrimarlo y verá.

En efecto, al apartar el armario, vieron una puertecilla cubierta con el mismo papel de las paredes de todo el dormitorio. Papel antiguo, de regusto modernista, un poco tétrico.

– ¿Y por qué le llamaban el cuarto de los espíritus?

– Pues no lo sé. Mire usted… Cuando apartábamos el armario para limpiar, ellas siempre lo llamaban así.

– Pero ¿en broma?

– No, señor; muy requeteserias.

Probaron largamente con las llaves más aparentes que había en el cajón de la coqueta, hasta que hallaron la cabal.

Abrió don Lotario. Era un cuartichín mal iluminado por un ventanillo alto que daba al cuarto del carbón y olía a lugar cerrado y a naftalina. Dieron a un interruptor que había junto a la puerta. Y resultó que el cuarto era mucho mayor de lo que podía apreciarse a la luz lavácea del ventanuco. En él no había otra cosa que ocho o diez maniquíes de cartón y alguno de mimbre, cubiertos con ropas de distintas épocas. Lo curioso era que sobre el cuello de cada uno, a manera de cabeza, habían puesto la fotografía ampliada de una cara. Formaban un pelotón absurdo, de invención pueril. Un maniquí correspondía a don Norberto vestido de chaqué, sepa Dios por qué. Otro, a doña Alicia con abrigo negro de pieles. Otros, de familiares barbudos o con bucles, que ya habían visto en los retratos que cubrían el cuarto de estar, vestidos de levita o faldas hasta los pies. Entre todos destacaba el maniquí cubierto con un uniforme militar de los años treinta, que tenía por cabeza el retrato ampliado de un joven con los ojos un poco de lechón. Sobre el pecho del uniforme entre algunas insignias republicanas habían cosido un corazón de almohadilla, en el que se leían bordados con letras amarillas estas razones: «María Peláez, mi amor eterno».

– Ah, éste será el novio de la señorita María, el que desapareció en la guerra.

Plinio y don Lotario reían tiernamente contemplando las figuras de aquel museo inefable, mientras la Gertrudis no salía de su extrañeza:

– ¡Bendita sea la Virgen de Peñarroya y qué mortandad han puesto aquí! Con razón le llamaban el cuarto de los espíritus. Si esto es pa' mear y no echar gota… Yo lo que no sé es cómo conseguirían el uniforme del novio de la señorita María. Porque ella jamás vio hombre en pelota. Eso, fijo corno la vista.

– Hombre, lo traería él… O lo comprarían ellas.

– No sé, no sé. Me escama mucho. Ropa de ajeno en esta casa.

Los maniquíes estaban colocados por orden cronológico. Sólo quedaba fuera de las ringlas genealógicas el militar del corazón cosido.

Don Jacinto Amat y José Mª Peláez

Como no había más novedades y eran casi las dos, se fueron a comer al hotel. Tomaron unas cervezas en Navazo y subieron en el ascensor lento. El Faraón no comía allí y se sentaron solos en una mesa. En la próxima había un matrimonio mayor y una joven que hablaban de bodas. Y en otra un señor solo comía sin mirar al plato, mientras leía el periódico.

Apenas liquidaron el postre se cruzaron al café Universal, donde se habían citado con el cura. Como era muy temprano, encontraron mesa a la entrada, junto a un ventanal. Desde ella se veía muy bien el tráfago de la Puerta del Sol y principios de la calle de Alcalá. Justo frente a ellos, el paso de peatones que traía y llevaba gentes de Alcalá hacia la Carrera de San Jerónimo, Espoz y Mina y Carretas.

– Cuántas personas y qué ajenas unas de otras -comentó Plinio pensativo-. Fíjese en todos esos que vienen hacia acá por el paso de peatones, rozándose unos con otros y sin mirarse. Como si fuesen cosas. Son gentes que viven por dentro, cada uno en sus cavilaciones, y por fuera no hacen otra cosa que andar, moverse, enajenados. Todos parecen forasteros entre sí.

– Es verdad, en los pueblos convivimos más. Aquí las personas están colocadas sobre la misma ciudad, pero no se conocen ni parece que quieran conocerse.

– Mire usted aquel que está ayudando a cruzar al ciego. Lo lleva del brazo pero sin mirarlo. Dentro de un rato no se acuerda si cruzó a un ciego o una cesta.

– Sólo miran a las tías buenas. Fíjate qué cosecha de ojos lleva aquella tremendona pegada a sus piernas… y a lo de más arriba.

– Sí, menos mal. Eso es lo único que todavía interrumpe la frialdad de las ciudades como éstas… -comentó Plinio-. Aunque he oído decir que por ahí por Europa, ni las miran.

– Lo que es feo es ese oso que han puesto ahí, en el centro. Chaparrote y escaldao. Cuando los concejales se ponen artistas es pa' temerles -siguió don Lotario-. Tú lo sabes mejor que yo. En la decoración de las ciudades no debían intervenir los políticos, que en general son bastos o van a lo suyo. Debía haber peritos en esas cosas que los metieran en cintura. Que un alcalde o un concejal joroba a un pueblo en un amén y no hay quien le diga media… Cuidao con el oso de la puñeta, qué calamidad.