Выбрать главу

– ¿Quién?

– ¿Don Lotario?

– Dime Manuel.

– Me gustaría verlo a las doce treinta en la terraza del San Fernando.

– ¿Hay algo?

– Sí.

– ¿Qué?

– Una carta… de Madrid. Pero paciencia hasta las doce y treinta. Allí nos vemos.

– De acuerdo, Manuel.

Ni que decir tiene que a las doce empezó don Lotario a dar paseíllos por la glorieta de la plaza. Desde el ángulo donde estuvo antiguamente la gasolinera, hasta la misma esquina de la calle de la Independencia.

Y fue un lunes como dije, pocos días después del remate de vendimia, cuando el pueblo tiene color de breva y el aire calmo. Las bodegas están llenas, los bolsillos fuellean de esperanza o están hinchados de billetes nuevos (esos billetes recién esmaltados de verde que dan los bancos en octubre); las conversaciones apaciguadas, los cuerpos relajados, los jaraíces recién limpios;y las viñas, coronadas de sienas y pajizos, de pámpanos declinativos, lloran menopáusicas y añorantes del fruto perdido. Todo el pueblo olía a vinazas, a caldos que fermentaban, a orujos rezumantes. Hasta las lumbreras llegaba el zurrir de tripas de las tinajas coliqueras. El sol del membrillo calentaba sin pasión, pero calentaba. Las moscas últimas hacían círculos incompletos buscando la vereda de la muerte. Y la sequía de muchos meses mantenía los surcos abiertos, custríos, sin asomo de nacedura. Desde la misma orilla del pueblo se veían las viñas derrotadas, las pámpanas caídas como trapos puestos a secar, sin el orgullo ya de aquellas ubres de oro y polvo que se llevó la lona. De cuando en cuando, bandadas de rebuscadores pasaban minuciosos entre los hilos, husmeando la gancha que se dejó la vendimiadora manisa o deprisera; el rincón de fruto que perdonó la navaja; el racimo medroso bajo el sobaco de la cepa. La cosecha fue más corta que el año anterior, pero las cuatro pesetas que valió el kilo de uva contentaron en buena parte a los quejicas y dieron consuelo a los invariables hijos del pedrisco.

Don Lotario dio unos cuantos paseos locos por la plaza, saludó al párroco don Manuel Sánchez Valdepeñas, que por cierto encontró muy desmejorado, pero decidor y humorista a pesar de ello; le gastó una broma a Pepito Ortega, el hijo del médico; dijo adiós con la mano a su colega Antonio Bolós que pasó con el coche, y cuando miraba el reloj de la villa por enésima vez, se le aproximó el agente Chicharro:

– Buenos días, don Lotario. Dice el Jefe que si le es a usted igual acercarse por la oficina.

– Vamos para allá.

Cruzaron la plaza sin respetar las señales de tráfico, que para eso eran los dos de la justicia, y casi al trote, entró en el despacho de jefatura.

– Venga de ahí. A ver qué me tenías que decir con tanto misterio, amigo Manuel.

Plinio sacó tabaco y luego de echarle copero al cambio de papel y lianza, de encender y chupar con la majestad que él usaba, le dijo con pausas y arrastre de sílabas:

– He recibido una carta de nuestro amigo el comisario de la Brigada de Investigación Criminal de Madrid, don Anselmo Perales -dijo sacándosela del bolsillo y haciendo punto.

Don Lotario puso cara de alegre sorpresa.

El guardia la desdobló con cuidado, se caló las gafas y leyó con mucha puntuación: «Señor don Manuel González, Jefe de la Guardia Municipal de Tomelloso. Mi querido y admirado amigo: Perdone usted que le moleste, pero tengo entre manos un caso en el que intervienen gentes de Tomelloso… Y se me ha ocurrido que podría interesarle el tener conocimiento de él, a la vez que nos echaba una manita. Que no en balde dice mucha gente, y con razón, que es usted el mejor policía de España.

»Aquí hay mucho que hacer, no me sobra personal y me gustaría quitarme este caso de encima cuanto antes y en caliente… Como usted es además comisario honorario y tiene la cruz del mérito civil y policiaco (que no me gusta decir policial, y usted perdone), me parece que no es un disparate pedir su colaboración. He consultado con mis superiores, que le tienen a usted mucha simpatía, y me han dado disco verde, como ahora se dice. Durante su estancia aquí podré pagarle unas dietas suficientes para cubrir sus gastos y naturalmente las del simpático don Lotario. No sé cuál será su relación con el señor alcalde -supongo que buena- y sus obligaciones ahí, pero no creo que le pongan graves inconvenientes -en caso contrario me avisa-, ya que para Tomelloso y su G.M. debe ser una honra el que usted sea llamado a Madrid. En fin, Manuel, llámeme por teléfono con lo que acuerde. Yo cuento con ustedes para la rápida resolución del caso y también por disfrutarles unos días entre nosotros. Muchos recuerdos al bueno de don Lotario y un saludo muy cordial de su buen amigo y compañero, Anselmo.»

Concluida la lectura, dobló la carta, plegó las gafas y quedó mirando a don Lotario.

– Que muy bien, Manuel, pero que muy bien -saltó éste como por resorte-, que es una oportunidad para tu historial, amén de que podemos pasar unos buenos días en Madrid; que ya hace qué sé yo el tiempo que no salimos del pueblo.

– Lo que me anima sobre todo es que desde el «rapto de las Sabinas», que va ya para seis meses, aquí no se vende una escoba y se nos va a entumecer la argucia… Que lo del historial, como usted dice, más bien me tiene al fresco. Lo que pasa es que no sé cómo decírselo al alcalde. Ya sabe que a mí no me gusta pedir permisos.

– Tú tienes derecho a un permiso anual como todo el mundo. Por una vez que lo uses… Y en cuanto a la familia, qué más quieren que verte triunfar en Madrid.

– Es que no me gusta separarme de ellas así muchos días.

– No serán muchos. Ya verás como eso nos lo cepillamos en una semana. O que ellas hagan un viajecillo para abrazarte y ver teatros. Este año has sacado muy buenos cuartos con las uvas.

– Si no es por eso…

– Venga, anímate, Manuel.

– Si animao estoy… Pero uno tiene unos sistemas de trabajar muy antiguos.

– Qué antigüedades ni modernidades. Para el arte policiaco lo que hace falta, como para todas las cosas de la vida, es inteligencia y palpitos; y de eso tú le das sopas con honda a toda la policía de España.

– No tiene usted remedio.

La partida

La preparación del viaje fue rápida y jubilosa. Rápida porque todo estuvo a punto para marcharse la tarde siguiente. Y jubilosa porque corrió la noticia y lo mejor del pueblo felicitó a la pareja y le deseó éxitos.

Don Lotario decidió no llevarse el cochecillo, porque, como él dijo, «la circulación en Madrid está catral». Plinio compró una maleta y se puso su único traje de paisano, color azul marino, que resultó casi a la moda de Serrano, porque aunque lo tenía más de quince años, la chaqueta tenía una longitud muy aparente. De todas formas prometió a su mujer hacerse otro nada más llegar a Madrid. Y su hija le compró dos pijamas, prenda que Plinio siempre consideró sospechosa; unas zapatillas, dos corbatas, y camisas de hechura muy moderna. Acostumbrado a cubrirse con la gorra del uniforme, no se hacía a la idea de ir sin nada en la cabeza, y dijo de comprarse una boina. Pero don Lotario le quitó la idea y le regaló un sombrero gris oscuro flamante.

La Gregoria y su hija se empeñaron en ir hasta donde los coches de Madrid para despedir a Manuel. Claro que Plinio les dijo que lo esperaran en la plaza mientras él tomaba café con don Lotario en el casino. Por cierto que la entrada del Jefe en el San Fernando vestido de paisano causó muchísima expectación y fue comentada durante largos días. El hombre, tan acostumbrado estaba a su uniforme, que con frecuencia se llevaba la mano al sitio del correaje y se le escurría chaqueta abajo sin tener donde engancharse. Tampoco se las apañaba muy bien que digamos con la corbata, que por la endeblez del nudo novato, se le aflojaba a cada paso dejando al descubierto el botón del cuello de la camisa. Don Lotario, nervioso por estos deslices, se lo subió un par de veces, y se prometió enseñarle a hacerse el nudo Wilson que era más seguro, en cuanto llegaran al hotel. Plinio, así, de paisano, parecía un poco más bajo y tenía el aquel de una fotografía antigua. El reloj de pulsera era la única cosa que le daba una apariencia moderna.