Выбрать главу

Manolo Perona, el camarero, los invitó a café y a faria, y correspondió don Lotario regalándole unas participaciones de la lotería de la Virgen de las Viñas.

Aquel día, por la mucha demanda de billetes, salían hasta tres coches hacia Madrid. Y en torno a ellos había gran gentío de viajeros y despidientes. Las madres besuqueaban a sus hijos soldados como si se fuesen al Vietnam; y el Faraón, que iba también a Madrid a hacerse ropa y «a lo que cayera» -según su decir- se arrimó en seguida a los de la justicia con enorme barriga por delante y los bracetes colgando. Había dos chicas estudiantes con minifalda -«anda con Dios si las viera su abuela la pobre Justa la alpistera»-, dos furcias masticando chicle y pelona una de ellas, la más menuda. Y para completar el elenco, Caracolillo Puro, imitador de estrellas, natural de la ciudad, y residente en Marsella. Había venido a la muerte de su padre. Ello no hacía para que fuese con un traje corto andaluz -eso sí, con un botón negro casi en el hombro-, sombrero calañés y botitas de bailaor. Mariposeaba moviendo el pompis y fumeteando muy redicho entre sus familiares y admiradores, algunos de ellos también del ramo perverso, que lo miraban con la boca hecha agua por sus triunfos allende los Montes Pirineos que nos separan de Francia. El Faraón, por aquello de agradarle, dijo a Caracolillo Puro que «se conservaba muy bien». Y éste le respondió con muy mala libido, «que la conserva pa' las sardinas, pero que él era hombre y no peje». El Faraón, después de echar un ¡miau! a lo de «hombre», le dijo muy afable: «No te pongas así, hombre de Dios, que es un decir de buena voluntad». «Un decir -respondió el maruxo-, pero yo de viejo nada, resolfa. Y los viejos son los que se conservan.»

«Pues no eres tú nadie por un dicho… Y ya que te pones así, te diré que cuando acabó la guerra tú ya sabías decir Upia.» «Ni dicho, ni leches -volvió a replicar el zapirón- que yo todavía triunfo, por éstas.» Y se dio una manotada en la nalga. «No me lo señales que ya sé por dónde triunfas tú, so lila», rezongó el Faraón. El otro hizo un mohín y le dio la espalda.

– Venga, no le hagas caso -dijo Plinio al Faraón, que empezaban a hinchársele las narices.

– Mejor será, porque si no le voy a dar una guasca al cupletisto este, que va a acordarse de su fecha de nacimiento.

– Cupletisto sí y a mucha honra, que mejor es ser lo que soy, gozar de la vida y coronar el mundo, que ser hijo como tú, de siete machos…

– ¡Me cagüen la…! -gritó el Faraón indignado y yéndose hacia el Caracolillo.

A Plinio le dio tiempo a sujetarlo y encarándose con el imitador le dijo:

– Oye Caracolillo, cállate esa boca que te suspendo el viaje y duermes en la trena.

Uno de los que lo rodeaban que llevaba camisa celeste y tenía los ojos muy dulzones, le aclaró quién era Plinio. El Caracolillo, al oír «policía» amainó el quirio, cambió el perfil, encendió otro pito rubio y tomándolo muy cerca de la punta de chupar, aspiró, echó el humo por las narcies con gesto muy astuto y se apartó un poco del Faraón y los justicias.

– Al llegar a Madrid le voy a pegar una patá en su rodal del regocijo -exclamó el Faraón indignado- que va a alegrarse de no ser hombre, el culo-halóndiga este.

– Cállate he dicho -le ordenó Plinio.

Tocó el claxon para avisar a los remisos. Plinio se despidió de sus mujeres sin besos ni estrechar manos. Todos los viajeros ocuparon sus asientos y cuando Plinio se disponía a lo mismo, llegó Braulio echando el bofe.

– Manuel, toma esto para el camino -y leofreció una bota de dos litros.

– Muchas gracias, Braulio, estás en todo.

– Me dais una envidia.

– Coño, pues vente.

– A lo mejor os hago una visita corta.

– Sí, hombre, anímate.

– Es vino del año pasado. Y del que tú sabes.

A la Gregoria se le escapó una lágrima por el detalle. La hija sonreía a Braulio. Manuel desde el estribo del autobús les hizo otra despedida breve.

– Así de levita pareces un practicante -le dijo Braulio sin venir a cuento.

– ¿Y por qué un practicante?

– Ah… No sé.

– Señor Manuel, que arrancamos -le avisó el chófer con respeto.

Plinio le dio una manotada casinera a Braulio sobre la boina, volvió a mirar a sus mujeres y tiró de la puerta.

– ¡Viva Plinio, leche! -se oyó de pronto.

Era Clavete, que estaba entre la gente. Muchos se volvieron hacia él riéndose.

– ¡Viva Plinio, el listo de Tomelloso! -repitió.

– ¡Viva! -lo corearon bastantes.

– ¡Viva Plinio y la hermana Gregoria! -repitió Clavete.

Los despidientes miraron a la mujer del Jefe, que, azorada, bajó la cabeza.

Cuando arrancó el coche todos movían los brazos. Y Manuel, tras la ventanilla, se llevó la mano al ala del sombrero como si fuese la gorra de visera.

– Dame un trago, Manuel -le pidió el Faraón antes que se sentara.

Bebió largo y jugando con el chorro para no mancharse la americana.

– Está muy rico -alabó mientras se secaba-, pero el Braulio es un antiguo. Ya no se estilan las botas. Ahora se toma en termo.

El coche enfiló por la calle de Socuéllamos. Don Lotario y el Faraón se sentaron juntos. Plinio, con el pasillo entre ellos, al lado de doña María Remedios del Barón, mujer frescachona y todavía de buen ver. La señora vivía en Madrid desde mucho antes de la guerra, pero tenía propiedades en Tomelloso. Aparecía sólo por vendimia y algún día suelto.

Llenaban el coche gentes modestas en su mayor parte; fugitivos de la tierra, que solían trabajar en Madrid en el ramo de la construcción. Y menestrales, chicas de servicio, soldados y otras criaturas poco viajadas.

Caracolillo Puro -su nombre de verdad era Anastasio María Culebras- excitado por la velocidad o por la pasada trifulca con el Faraón, coreado por los dos amiguetes pilosos y con camisas de colores vivos, empezó a cantar con aire desvergonzado:

Manolito dando

pairas.

Manolito dando

pa'lante,

se hizo el amo

del corral

en un instante.

– A éste -dijo el Faraón a Plinio y a don Lotario- cuando le pusieron María de segundo nombre, no creáis que no fue adivinación.

Los del pantalón ceñido aplaudían y jaleaban al imitador de estrellas, que sosteniéndose como podía, se había puesto de pie y taconeaba en el pasillo del coche.

La gente, mirando hacia atrás e incorporada en los asientos, reía o jaleaba al maricón, que seguía:

Lolita de mis amores

tienes las piernas torcías.

… Si las tuvieras derechas

quizá no me gustarías.

Y dale al riñón.

Y dale al costal.

Y dame una copa

que me siento mal.

– ¡Ole ahí tu gracia, resalao! -gritó una mujer.

Con esta buena acogida, el Caracolillo se crecía y miraba hacia el Faraón haciendo guiños y sacando la lengua, como si fueran figuras de su baile. Pero se le notaba la puñetera intención y la gente se reía.

El Faraón, hecho el longuis, fumaba oteando por la ventanilla. La papada, su juego de pechos mantecosos y la barriga de cúpula maestra formaban una cordillera de curvas temblorosas.

Los vinos de Tomelloso

son vinos para quemar.

Él se tomó una copita

y lo tienen que apagar.

Pasado Pedro Muñoz, que por allí llaman «Perrote», amainó el folclore y Plinio pegó la hebra con doña María de los Remedios. Don Lotario cabeceaba bajo el sombrero y el Faraón roncaba calderones suavísimos.

Doña María Remedios hablaba de cosecha y pedriscos, pero de cuando en cuando sus ojos soltaban brillos extraños. Plinio, que estuvo tentado de pensar mal, en seguida puso las cosas en su sitio, porque a la señora, al contado de candelearle los ojos, se le subía una fogata de sangre cuello arriba hasta la misma raíz de los pelos negros. La pobre, para disimular aquel oleaje de su finitud paridora, se abanicaba y decía: