Выбрать главу

Quedaron un rato callados, empozados en sus cavilaciones filosóficas. Fue Plinio el que rompió al cabo de un poco:

– Parece que las estoy viendo…

– ¿Qué, Manuel?

– A las gemelas coloradas… Con unos trajes blancos, riéndose, cogidas del brazo, por el paseo de la Estación, una mañana de verano. Llevaban un perrillo.

– Ni el padre ni la madre eran pelirrojos.

– Les vendría de algún abuelo… O un choque de sangres.

– Eso del choque de sangre está bien… Genes, decimos los científicos.

– Pues choque de genes.

– Hombre, si los genes chocan o no ya no lo sé.

Así estaban cuando llegó el agente Jiménez con un panzón que no correspondía a su juventud.

– Hasta dentro de un cuarto de hora o cosa así no tenemos coche.

– Pues vamos dando un paseo -dijo Plinio.

– Déjese usted de paseos que a mí me pesa mucho el buche. Nos bebemos unas cervezas aquí enfrente, en La Tropical.

A don Lotario le cayó bien la oferta.

– Hala, pago yo.

– Perdón, amigo, pero estas cañas son mías. Usted si quiere paga otras o lo que tomemos con ellas.

– De acuerdo hombre, yo pago los percebes.

– Pues ya puede usted preparar el bolsillo…

– No importa.

Aprovecharon un claro para cruzar la calle.

A medida que la cerveza caía en los vasos y que el camarero preparaba los racimos de percebes, don Lotario perdió sus melancolías y el agente Jiménez se frotó las manos.

– Cuando el mundo esté bien hecho -dijo don Lotario mientras le quitaba la uña al dedo de un percebe- viviremos casi exclusivamente de la mar. Porque en ella hay companajes y riquezas para todos. El mar está sin explorar. A los hombres les da miedo y sólo aprovechan las playas y cuatro pescaícos de nada.

Jiménez, sin dejar de beber y comer, se rio y movió afirmativamente la cabeza.

– Es verdad -comentó-, en la tierra hay poca cosa y cuesta mucho trabajo conseguirla.

– Entonces usted, don Lotario, cree que la tierra ya está muy vista.

– Vistísima, Manuel. Más percebes, por favor.

Liando estaban los cigarros cuando un «gris» les avisó que ya tenían el coche.

Jiménez junto al chófer, y los de Tomelloso detrás, emprendieron carrera.

Los dejó el coche junto a la puerta de una antigua casa de la calle de Augusto Figueroa. Desde el portal mal alumbrado, con desconchones y humedades, vieron que en la portería había una niña rubia leyendo un tebeo. Subieron por la escalera anchurosa, de escalones suaves. En los descansillos de cada piso había un banco antiguo, de nogal barnizado, como ofreciendo descanso o lugar de coloquio. Tras los desconchones recientes del zócalo aparecían retazos de decoración modernista, como orlas de un libro de Rubén Darío. Bromazos del destino. Aquellos dibujos y colores finiseculares, emergían para hacer un corte de mangas a los esnobs que han vuelto a descubrir los posters de los tiempos de Max Estella.

Ya en el descansillo del segundo Jiménez pidió el llavín y abrió sin titubeos. Al entrar, en el recibidor, notaron un refrior húmedo. Había una consola negra cuyo espejo soleroso aparecía salpullido de lunares negros, verdes y dorados. El tiempo se llevó el azogue y sacaba al aire la viruela mortal. Al mirarse uno aparecía con la cara tan revieja y purulenta como el propio espejo. Además daba a las imágenes una especial lejanía, como si tirase de ellas hacia un vértice lejano. Los tres hombres ante aquel espejo se pensaron en el fondo de un estrecho callejón que se marchaba.

Jiménez pasó delante encendiendo luces y abriendo puertas. El piso era inmenso. Olía a cerrado. Se sucedían las habitaciones grandísimas con altos ventanales, anchísimos balcones, gruesos muros. Todo él puesto al gusto del último tercio del siglo pasado, ni lujoso ni corriente, ni sobrio ni recargado. Se veía que cada mueble y cada objeto estaba en su sitio desde tiempo inmemorial. Las tapicerías, lamidas por el tiempo, parecían cachos de sol antiquísimo, de sanguina desvahída, de celeste casi blanco. Pañitos de encaje y almohadas disimulaban un poco aquellos tintes otoñizos. Sobre los muebles del gran comedor, platería que seguramente procedía de regalos de boda de la época de la reina regente, bodegones de aves muertas y de frutos color caldera de cobre. Se veían también óleos de caballeros enlevitados y barbudos, con alguna medalla o banda;

de señoras graves con cara de virgo puro. Fotografías con figuras hieráticas vencidas por la luz y las miradas. En las alcobas, mesillas de noche altísimas, mesillas en cueros; armarios de lunas descomunales que se tragaban toda la habitación, que se dejaban habitar por manojos de imágenes, cortinas y puertas al fondo. Coquetas como un gran abrazo con espejitos y pomos color de Rastro. Cruces con cristos patéticos. Lavabos con jofaina y jarros pintados de ramas verdes y amarillas. Percheros de pies como espinazos negros. Relojes cercanos al techo. Galerías talladas, con cortinas de damasco y terciopelo fatigado, sin nervio. Y un despacho con anaqueles altos y anchos, cargados de libros jurídicos y colecciones de revistas en tomos encuadernados. En los trozos libres de pared, títulos, diplomas y una vitrina con medallas y cruces efímeras, color herraje de ataúd exhumado.

Cómodas y armarios estaban cerrados con llave que sin duda las dos hermanas se llevaban cuando salían.

Parecía una casa en la que se hubiesen muerto todos a la vez. Que nadie volvería a abrir aquellos embozos, a sacudir las alfombras de pie de cama, a tocar el gramófono de altavoz de palmera, a meterse en el baño de cuerpo y medio, color yema de huevo; a sacar los anafres, a ponerse los camisones de dormir con florecillas lila, a hurgar en los costureros con almohadilla verde; a mover los dompedros y los irrigadores del cuarto trastero, a poner las figuras del belén, a contar las sortijas; mirar los recordatorios incluidos en los libros de misa; acariciar los pomos de las puertas o poner la televisión nueva y detonante que había en el cuarto de estar, cubierta con un tapete de encaje del año de la polka. Jiménez les señaló fotografías en las que aparecían las hermanas Peláez a distintas edades. Tan parejas, tan panochas, con sus sonrisas de medio lado, tan menudas…, tan cerca de los pies, con aquellas manecillas siempre en actitudes rítmicas. Plinio y don Lotario las reconocieron en seguida, hicieron los comentarios del caso y se detuvieron especialmente ante una solemne fotografía de don Norberto Peláez y Correa con toga, birrete y un código densísimo en la diestra. Debía ser de recién licenciado. En otra, ya de la edad aproximada en que se vino de notario a Madrid, aparecía con su esposa y las dos hijas en la glorieta de Tomelloso, junto a la fuente de Lorencete.

– Me acuerdo como si lo estuviera viendo -dijo don Lotario- por los paseos del Hospital, del brazo de su señora, rubiasca ella, y las mocetas delante cogidas del brazo, riéndose… La señora era vasca, de gran esqueleto, pechugona, pero en fuerte, de piernas largas y cutis sedoso. Don Norberto era de Madrid.

– Y no era pechugón -comentó bromista el agente Jiménez. Luego les señaló una fotografía que había sobre la mesa del despacho.

Don Lotario se acercó al retrato en el que aparecía la señora de don Norberto, muy joven. Debajo había una dedicatoria: «A Norberto, Alicia».

– Es ella, sí.

Sobre el sillón de la mesa del despacho un horrendo retrato al óleo de don Norberto.

Siguieron el examen del piso, con comentarios leves y evocaciones, hasta que Jiménez, impaciente, miró el reloj y dijo:

– Bueno, señores, yo tengo que marcharme. Como les ha dicho el comisario, el caso está en sus manos. Aquí tienen la llave del piso y la lista de las diligencias hechas. Yo estoy a su disposición en todo momento. A ver si averiguan pronto el paradero de esas gemelas encarnadas o coloradas como ustedes dicen.

Y sin más les tendió la mano y salió de naja.

Ya solos, dijo Plinio:

– Vamos al cuarto de estar que me ha parecido ver una mesa camilla con brasero eléctrico, que yo me noto destemplado en este bodegón.