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Es una antena anónima la que acaba de emitir esta frase feromona. La multitud se dispersa. Todas la creen. Y a él no. En lo que dice hay acentos de verdad, pero su historia es muy poco verosímil. Las guerras de primavera nunca empiezan tan pronto. Las enanas estarían locas si atacasen cuando ni siquiera están todas despiertas. Cada uno vuelve a su tarea sin considerar la información que ha transmitido el macho 327.

El único superviviente de la primera expedición de caza está aturdido. No, él no ha inventado esas muertes. Acabarán dándose cuenta de que los efectivos de una casta no están completos.

Sus antenas caen sobre la frente. Experimenta la sensación degradante de que su vida no sirve para nada. Como si ya no viviese para los demás, sino sólo para sí mismo.

Se estremece de horror ante este pensamiento. Se lanza adelante, corre febrilmente. Incordia a las obreras y las toma por testigos. Dudan incluso si pararse cuando él desgrana la fórmula rituaclass="underline"

He sido la pata del explorador,

he sido el ojo dispuesto

y de regreso soy el estímulo nervioso

A todo el mundo le da lo mismo. Le oyen sin prestarle atención. Y luego se van sin precipitaciones. ¡Pues que deje de estimular!

Ya hacía cuatro horas que Jonathan había entrado en la bodega.

Su mujer y su hijo estaban en vilo.

– ¿Llamamos a la Policía, mamá?

– No, aún no.

Lucie se acercó a la puerta.

– ¿Ha muerto papá? Di, mamá, ¿ha muerto papá lo mismo que Ouarzi?

– No, claro que no. Hijo, ¡qué tonterías se te ocurren!

Lucie estaba llena de angustia. Se inclinó para examinar la grieta. Con la potente linterna halógena que acababa de comprar le parecía ver un poco más allá una… escalera de caracol.

Se sentó en el suelo. Nicolás lo hizo a su lado. Lucie le abrazó.

– Volverá. Hay que tener paciencia. Nos dijo que esperásemos. Esperemos un poco más.

– ¿Y si no vuelve?

327 está cansado. Tiene la sensación de debatirse en el agua. Se mueve, pero no adelanta.

Decide ir a ver a Belo-kiu-kiuni personalmente. La madre, que tiene ya catorce inviernos, posee una experiencia incomparable, ya que las hormigas asexuadas que forman la mayoría de la población viven como máximo tres años. Sólo ella puede ayudarle a encontrar un medio para pasar la información.

El joven macho toma la vía de urgencia que lleva al corazón de la ciudad. Muchos miles de obreras cargadas con huevos corren por esta amplia galería. Suben sus cargas desde el nivel cuarenta bajo el suelo hasta las casas-cuna del solano, que está en el nivel treinta y cinco por encima del suelo. Es un gran flujo de cascaritas blancas llevadas entre las patas, que va de abajo arriba y de la derecha a la izquierda.

Él tiene que ir en sentido inverso. No es fácil. 327 tropieza con algunas nodrizas, que inmediatamente amonestan al vándalo. A él le empujan, le arañan, le pisotean, le golpean. Afortunadamente, el corredor no está saturado. Consigue abrirse camino en la masa movediza.

Tomando a continuación por los túneles pequeños, itinerario más largo aunque menos dificultoso, corre a buena velocidad. De las arterias pasa a los capilares, de los capilares a las venas. Recorre kilómetros de esta manera, franquea puentes, arcos, cruza plazas vacías o abarrotadas.

Se orienta sin problemas en medio de la oscuridad, gracias a sus tres ocelos frontales de visión con infrarrojos. A medida que se va acercando a la ciudad prohibida, el olor dulzón de la Madre se va haciendo más denso y el número de guardias va en aumento. Las hay de todas las subcastas guerreras, de todos los tamaños, de todas las armas. Pequeñas con grandes mandíbulas dentadas, corpulentas equipadas con placas torácicas duras como la madera, rechonchas con cortas antenas, artilleras cuyo abdomen está lleno de venenos convulsivos.

El 327, provisto de olores pasaporte válidos, pasa sin problemas por los puestos de control. Las soldados están tranquilas. Se sabe que las grandes batallas territoriales no se han iniciado todavía.

Muy cerca ya de su objetivo, presenta su identificación a las hormigas porteras, y entra ya en el último corredor que lleva a la estancia real.

Se detiene en el umbral, abrumado por la belleza de ese lugar único. Es una gran sala circular construida según las normas arquitectónicas y geométricas de gran precisión que las reinas madres transmiten a sus hijas de antena a antena.

La bóveda principal mide doce cabezas de alto por treinta de diámetro (la cabeza es la unidad de medida de la Federación; una cabeza equivale a tres milímetros en las unidades de medida comunes entre los humanos) Unas pilastras de raros cementos sostienen este templo insecto, el cual, con la forma cóncava de su suelo, está concebido para que las moléculas olorosas emitidas por los individuos reboten el mayor tiempo posible sin impregnar las paredes. Es un notable anfiteatro olfativo.

En el centro reposa una gran dama. Está recostada sobre el vientre y lanza de vez en cuando una pata hacia una flor amarilla. La flor se cierra a veces secamente. Pero la pata ya se ha retirado.

Esta dama es Belo-kiu-kiuni.

Belo-kiu-kiuni, última reina hormiga roja de la ciudad central.

Belo-kiu-kiuni, única ponedora, generadora de todos los cuerpos y de todos los espíritus del Nido.

Belo-kiu-kiuni, que reinaba ya durante la gran guerra con las abejas, durante la conquista de las termiteras del Sur, durante la pacificación de los territorios de las arañas, durante la terrible guerra de usura impuesta por los avispones de la encina, y desde el año pasado era ella quien coordinaba los esfuerzos de las ciudades para resistir a la presión en las fronteras del Norte de las hormigas enanas.

Belo-kiu-kiuni, que bate récords de longevidad.

Belo-kiu-kiuni, su madre.

Ese monumento viviente está ahí, muy cerca de él, como antaño. La humidifican y acarician veinte jóvenes obreras siervas, cuando antaño era él, el 327, quien la cuidaba con sus patitas todavía inhábiles.

La joven planta carnívora encaja las mandíbulas con ruido seco y madre emite una pequeña broma olorosa. Nadie sabía de dónde procedía esa pasión suya por las fieras vegetales.

327 se acerca a ella. Vista de cerca, Madre no es muy bella. Tiene el cráneo prolongado hacia delante, con dos enormes ojos globulosos que parecen mirar a la vez a todas partes. Sus ocelos infrarrojos están incrustados en medio de la frente, muy juntos. Por el contrario, sus antenas están exageradamente separadas. Son muy largas, muy ligeras y vibran con cortos temblores que se adivina que están perfectamente dominados.

Hace ya muchos días que Madre ha salido del gran sueño, y desde entonces no ha cesado de poner. Su abdomen, diez veces más voluminoso que lo normal, está recorrido por continuos espasmos. En ese mismo momento, deja ir ocho huevos delgaduchos, de un color gris claro con reflejos nacarados; la última generación de belokanianos. El futuro, redondo y deslizante, escapa de sus entrañas y rueda por la estancia, e inmediatamente las nodrizas se hacen cargo de él.

El joven macho reconoce el olor de esos huevos. Son soldados estériles y machos. Aún hace frío y la glándula productora de «hijas» todavía no se ha activado. En cuanto la meteorología lo permita. Madre pondrá huevos de cada casta de acuerdo con las necesidades de la Ciudad. Unas obreras irán a decirle que «faltan moledoras de cereales o artilleras», y Madre pondrá a tenor de lo pedido. También puede a veces ocurrir que Belo-kiu-kiuni salga de su estancia y vaya a husmear por los corredores. Tiene las antenas lo suficientemente sensibles como para detectar el menor déficit en el seno de tal o cual casta. Y completa inmediatamente los efectivos.

Madre da aún a luz cinco unidades y luego se vuelve hacia su visitante. Le toca y le lame. El contacto con la saliva real siempre es algo extraordinario. Esa saliva no es tan sólo un desinfectante universal, sino también una auténtica panacea que cura todas las heridas, salvo las del interior de la cabeza.