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II

Las clases se interrumpían a medianoche para un recreo de una hora aproximadamente, y los alumnos aprovechaban tal momento para respirar el aire fresco de las ruinas y para divertirse descifrando las inscripciones que se encuentran sobre las losas sepulcrales hebraicas, un número imponente de la cuales se hallan en las Termas de Juliano.

También les estaba permitido, durante esos sesenta minutos de descanso, ir a tomar cualquier bebida al bar regido por los abates de Cluny Lazare Weill y Joseph Simonovitch, en el contiguo museo. La conversación de ambos hombres, fértil en enseñanzas sobre el arte de la cantería del mármol, y rica en cuanto a originales apreciaciones de toda índole, encantaba en el más alto grado al estudioso Fidèle, cuya mente no se separaba de las lápidas más que para demorarse en los contornos de una agraciada imagen: la de su prometida, Noémi.

Noémi, cuyo padre era inspector y cuya madre se conservaba bien, vivía sencillamente en un apartamento del bulevar Saint-Germain, doce habitaciones en el segundo piso. Tenía dos hermanas de la misma edad que ella, y tres hermanos de los que uno tenía un año más, razón por la que se le llamaba el hermano mayor.

A veces, Noémi acudía a pasar un instante con su prometido en el bar del Museo, bajo la paternal mirada de Joseph Simonovitch, y ambos jóvenes intercambiaban tiernos juramentos mientras bebían un Graves Ghost, la mejor especialidad de Joseph. En días normales, los alumnos de los cursos no tenían derecho más que a café solo, con una lágrima de plata, pero el reglamento solía sufrir algunas nimias infracciones sin consecuencias graves para la salud moral de los discípulos. Estos mantenían siempre una dignidad perfecta.

Aquella noche, Noémi no fue a reunirse con Fidèle. Este había quedado con Laurent, un antiguo compañero de Liceo, a la sazón interno del hospital del Hôtel-Dieu. Con frecuencia, a Laurent le tocaba guardia de noche, y acostumbraba escaparse del dormitorio cuando las necesidades del servicio no le tenían demasiado ocupado.

Laurent llegó hacia la una menos veinte. Llegaba con retraso. Poco antes habían llevado al Hôtel-Dieu a un borracho, con cinco o seis agentes custodiándolo, como de costumbre. En un primer momento, éstos no habían comprendido que se trataba simplemente de un beodo. Sin embargo, la buena fe de los agentes, que lo habían molido a palos, no podía ponerse en tela de juicio. Y como él estaba en coma, hubo que prescindir de su testimonio.

– Iba gritando «¡Viva la libertad!» -dijo un gendarme-. Y atravesó la calle por fuera de los tachones.

– Entonces fue cuando le caímos encima -continuó otro-. No se puede permitir que en un barrio de estudiantes, individuos en estado de embriaguez den mal ejemplo a la juventud.

Avergonzado, el individuo murió antes de que comenzase la operación, bajo los efectos del cloroformo, lo que había retrasado a Laurent. Por suerte, su colega Peter Gna se había ocupado del individuo, y atendía ahora el servicio.

– O sea que ¿cuándo te casas? -dijo Laurent.

– La semana que viene…

– ¿Y cuándo vas a organizar tu despedida de soltero? Se trata de una actividad deportiva para la que espero que estés preparado.

– ¡Dios mío! -dijo Fidèle-, Me imagino que la celebraré la semana que viene también.

– Sabrás -dijo Laurent- que deberías empezar a ocuparte de eso seriamente.

– Ya me estoy ocupando seriamente.

– ¿A quién invitarás?

– A ti, a Pierre y al mayor.

– ¿Quién es el mayor?

– Un amigo de Pierre. Pierre está absolutamente empeñado en que le conozca.

– ¿Y qué tiene de particular?

– Parece que ha visitado montones de cementerios, por lo que puede resultarme muy útil para mis estudios. Y, además, es un tipo muy divertido.

– ¡Bien por el mayor! -dijo Laurent-, ¿Y en cuanto a mujeres?

– ¡Oh! -dijo Fidèle extrañado-, ¡Nada de mujeres…! Considera que me casaré tres días después.

– Entonces, ¿por qué crees que se celebran las despedidas de soltero?

– Las despedidas son cosas serias -dijo Fidèle-. Y además, quiero poder ofrecerle a mi prometida lo mismo que exijo de ella.

– A saber, ¿una virginidad perfecta? -se informó Laurent.

– Por lo menos una virginidad reciente… -dijo modestamente Fidèle.

– Está bien -dijo Laurent-, ¿Entonces se tratará de una cena de varones?

– ¡Por supuesto! -aseguró Fidèle-, El miércoles por la tarde, a las siete, en mi casa.

Salieron del bar cuando sonaba la una de la madrugada. Laurent estrechó la mano de su amigo y saludó a Joseph al irse. Fidèle volvió a reunirse con sus compañeros en la cripta sur, donde tenían lugar las clases. En ella se acostumbraba exponer, asimismo, los proyectos de fin de curso. La lección comenzó. Trataba de la oportunidad de teñir de negro el balasto que se dispone entre los pies de los bojs enanos que constituyen el adorno vegetal del modelo número veintiocho, de granito, tipo de cruz en semirrelieve.

Fidèle sacó su cuaderno de apuntes y se acomodó sobre un bloque de mármol rojo fantasía.

III

A las cuatro, Fidèle salió con un compañero para disfrutar de un recreo de media hora entre las ruinas.

Vio que había estrellas, más o menos todas menos Betelgeuze, cuyo consumo, demasiado intenso el mes anterior, había motivado su extinción temporal. A continuación se apretó la bufanda alrededor del cuello. Del bulevar, a través de las rejas, llegaba un vientecillo, y se las arregló para permanecer en las zonas de aire en calma, detrás de los barrotes.

Después se aproximó al rincón donde están apiladas las piedras sepulcrales hebraicas, cuyos detalles les estaba permitido examinar, y se sentó en una de ellas.

Delante de él, un fragmento de bóveda, resto de la columnata, yacía enterrado a medias. Curiosamente presentaba la forma general de una ostra, perfectamente cilíndrica, con una base chata y la otra hemisférica. Fidèle intentó darle la vuelta. Lo consiguió tras mucho esfuerzo. Dos tijeretas medio dormidas, enlazadas, reposaban debajo junto a un ciempiés y a tres caramelos de menta en perfecto estado de conservación. Los saboreó uno detrás del otro, volvió a colocar la piedra en su primitivo emplazamiento, y constatando justo en aquel instante su asombroso parecido con una ostra, sacó del bolsillo un formón y, arrodillándose delante de ella, intentó abrirla.

Después de infructuosos esfuerzos, consiguió introducir el extremo del formón en una grieta lateral medio llena de tierra y musgo, ejerció una fuerza intensa apalancada y el formón se rompió. Entonces cogió otro. Desalentada, la piedra cedió. Fidèle colocó con suavidad la tapadera a su lado y examinó el interior. Sobre una capa de arena fina reposaba la fotografía de Noémi con marco de madera labrada y bajo un cristal teñido de rosa. Se puso la rosa en el ojal, tomó el retrato y luego lo volvió a dejar sobre la arena.

Noémi movió los labios y él rompió el cristal para poder oír sus palabras. Después también le dijo, a su vez, cuánto la quería.

El día despuntaba. Pronto comenzaría la última clase. Un pajarillo salió de su nido, sacudió una por una las briznas que componían éste, se agitó, se desperezó, levantó el vuelo y regresó con el desayuno, pero Fidèle ya no estaba.

El pajarillo se comió las dos raciones. Y se pasó toda la mañana enfermo.

IV

Noémi leía en su habitación. Le acababan de llevar, también, su desayuno: una tarta de nueces y una cigala con mayonesa. Acostumbraba cuidarse el hígado, pues lo tenía sensible.

El libro narraba la vida de la muy santa Isabel de Hungría, por el señor Vizconde de Montalembert, y Noémi lloraba mucho, porque se trataba de la muerte del animoso y joven burgrave, esposo de la valiente Isabel. Sin embargo, sentía el corazón alegre y, por tal razón, cerró dicho libro y cogió en su lugar Tres hombres en una barca, mas como empezó a pensar en cosas serias de repente, decidió dejar de leer, pues hubiera tenido que levantarse para escoger una obra adecuada, ya que sobre la mesilla de noche no le quedaba más que la Guía de Teléfonos.