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– ¡Qué raro! -dijo Peter Gna-. De ordinario no se duermen antes de los veinte segundos…

– No estoy dormido -gritó el enfermo-. Lo que pasa es que no sé seguir contando…

Y de repente se quedó dormido sobre el caballete. Su columna vertebral dejó de verse afirmada por la tensión nerviosa específicamente debida al estado de vigilia, se plegó de golpe y se amoldó al agudo perfil de la armazón tubular.

– ¿Puedes verlo? -preguntó Laurent en voz baja.

– Sí -susurró Peter Gna.

El hiparion, seriamente perturbado, intentaba escabullirse de la claridad del reflector.

– ¡Aguja! -pidió Laurent.

Peter se la pasó. Se trataba de una inmensa aguja de acero pavonado, provista de una empuñadura niquelada.

Laurent apuntó cuidadosamente y clavó la acerada aguja en la masa oscura, que cesó de moverse bajo la piel. La mantuvo clavada durante unos instantes con todas sus fuerzas. Al cabo de un momento relajó su esfuerzo.

– Ya está fijado -dijo-. Podemos operar. Pero démonos prisa, esta tarde tengo una cita a las siete en casa de un amigo.

IX

Fidèle recibió a Pierre y al mayor en el vestíbulo, cuya puerta acababa de abrirles la criada.

– ¿No viene Laurent con vosotros? -les preguntó estrechándoles la mano.

– No, quedó en venir por su lado -respondió Pierre-, Te presento al mayor.

– Mucho gusto -dijo Fidèle-, Por lo demás, no llegáis con retraso. A Laurent le dije que a las siete y no son más que las seis y cuarto. Podremos charlar.

– Es usted muy amable al cedernos acomodo -dijo el mayor-. Podría hacernos esperar en el descansillo…

Fidèle lo tomó por una graciosa broma, y se desternilló como debía. Los otros dos le hicieron coro, y la cosa terminó con un acorde de quinta aumentada.

– Pasemos al estudio -propuso Fidèle.

Pasaron. El papel de las paredes representaba naranjas de color verde sobre un fondo violeta-malva. Un pequeño mueble bar, una mesa, una tumbona, sillones de cuero.

– ¿Zumo de uva? -dijo Fidèle.

– Fermentado y destilado para mí -especificó el mayor-, A veces se le llama coñac, otras armañac, según las regiones.

– Veo que ha viajado mucho -dijo Fidèle con admiración.

– He… -comenzó el mayor.

Los otros dos se habían sentado en el diván, vaso en mano. El mayor sentaba cátedra desde el fondo de un sillón relleno de plumón fino.

– …visto los océanos y los mares, el Nuevo y el Antiguo Mundo. El Nuevo antes, por gusto, y el Antiguo en su momento, como debe ser. He visitado también los bolsillos de buen número de mis conciudadanos, he quemado el pavimento de ciudades consideradas incombatibles y he hecho tintinear en el asfalto de las capitales el dorado extremo de las colillas que tiraba negligentemente, envuelto en algún ruso de fabricación rubaixiana, y siempre consciente de las maravillas que descubriría al día siguiente.

– ¿Y ha visitado cementerios? -preguntó Fidèle.

– ¡Los he llenado! -dijo el mayor fríamente-. Podría describiros las fosas de tierra bermeja de las Islas Bajo-el-Viento, donde los indígenas entierran a sus muertos envueltos en sudarios de pandáneas, al anochecer, cuando la luna despunta. Las vahinés, con el pecho descubierto, cantan la melodiosa letra del Himno de los Antepasados:

Oari ména

Oara Méni

Tatapi oya Tatapi

Arhuu Arhuu Oari

Ména Tatapu…

Y otras muchas letras que no os diré, pues supongo que sois cristianos. Y el brujo de la Isla quema una candela de cera virgen inclinándose ante el astro de las noches…

– ¿Y ponen losas sobre las tumbas? -preguntó Fidèle.

– Toneladas de losas -aseguró el mayor.

– ¿Esculpidas? -preguntó Fidèle.

– Completamente esculpidas -dijo el mayor.

– ¿Esculpidas cómo?

– ¡En forma de losas! -concluyó el mayor. Y después continuó-: ¿Cenaremos pronto?

– Ehhh… -dijo Fidèle-. Quizá debamos esperar a Laurent.

– Entonces, telefonéele y que se dé prisa -dijo el mayor.

– Ehh… Sí… -dijo Fidèle-. Ahora mismo voy.

Se levantó y pasó al despacho de su padre. El mayor aprovechó para probar las diversas bebidas que contenía el bar, y volvió a sentarse cuando Fidèle regresaba.

– ¿Bien…?

– Ahora mismo no puede venir -explicó Fidèle-, Acaba de ingresar una mujer con los dos ojos a la virulé y el cuero cabelludo semiarrancado. Ha sido su marido quien lo ha hecho…

– ¿Y ella no ha podido desquitarse? -preguntó el mayor.

– ¿Sabéis lo que le ha dicho a Laurent…? Pues le ha dicho: «No podía delante de la cría… Hubiese sido contraproducente…»

– ¡Esas mujeres del pueblo son a veces tan virtuosas…! -suspiró el mayor.

Le vino un hipo y le echó las culpas a su ojo con un aplomo indecente.

– Sí -dijo Fidèle-, Muy bien hecho por parte de la mujer. Laurent cree que habrá terminado dentro de un cuarto de hora.

– Bueno, eso está mejor -dijo el mayor-. Así pues, en Groenlandia…

X

Noémi salió del brazo de su amiga del cine Imperieux-Cujas, en el que Manfred Carote acababa de sucumbir bajo los despiadados golpes de una banda de crueles verdugos mucho mayores que él. Tenía los ojos llenos de lágrimas, y su esguince le seguía doliendo un poco. La noche cerraba rápidamente, y el lluvioso viento formaba halos alrededor de las farolas eléctricas. Circulaban todavía bastantes automóviles y vehículos pesados de tracción mecánica, destinados al transporte de géneros inertes.

XI

– Y -concluía el mayor-, lejos de conservar los muertos en perfecto estado, conviene señalar que el hielo polar los congela completamente, hasta el punto de dejarlos duros como la carne sacada de un congelador en el que, sin embargo, no llega a entrar ni una partícula de hielo. Os dejo el trabajo de explicar tal anomalía.

– ¿Los esquimales esculpen los bloques de hielo que colocan sobre esas tumbas? -preguntó Fidèle.

– No -dijo el mayor-, por la sencilla razón de que se construyen en forma de hornacina. Es decir, se retira un bloque de hielo y se mete en el hueco al cliente, y después se echa un poco de agua encima, pero de manera que no llegue hasta el borde.

– ¡Toma! ¿Y por qué? -preguntó Fidèle.

– Puede explicarse desde un punto de vista físico -dijo el mayor-. El agua que se vierte proviene de un bloque de hielo previamente retirado, y todo el mundo sabe que el hielo pierde volumen al fundirse.

– Pero -insistió Fidèle-, dado que vuelve a congelarse a continuación…

– Sí -dijo el mayor-, pero te estás olvidando de los pingüinos.

– ¡Ah! -dijo Fidèle sin acabar de comprender.

– ¡Siempre tienen sed…! -dijo el mayor-. Y no son los únicos -añadió con discreción mirando hacia su vaso.

Fidèle volvió a llenar el vaso del mayor, y éste continuó:

– Vuelve a telefonear a Laurent, querido Pierre. Debe haber terminado ya.

Pierre desapareció en el despacho, y se dejaron oír desde allá los ecos de su insistencia.

– No puede venir… -dijo.

– ¿Sigue con esa maldita mujer? -tronó el mayor.

– No, ahora es el marido. Tiene dos costillas rotas, la nariz aplastada y una fractura en el cuello del fémur.

– Afortunadamente, su esposa se contuvo a causa de la cría -suspiró el mayor-. Así que, dime -continuó volviéndose hacia Fidèle-, ¿o sea que te casas mañana…?

– Sí… -dijo Fidèle-. En el Registro Civil…

– ¿Y cómo es tu prometida…?

– Es muy linda… -dijo Fidèle-. Tiene las mejillas lisas como pórfido pulimentado, los ojos como grandes cuentas de vidrio negras, los cabellos de un rojo oscuro y peinados en forma de corona, un busto de mármol y, además, tiene el aspecto de estar aislada del resto del mundo por una pequeña verja de hierro forjado.