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Se puso a correr. La cólera, como cada tarde, se iba apoderando de él progresivamente. Subió los tres escalones con los puños apretados. Al llegar arriba, la red se le enganchó entre las piernas y, en el movimiento que hizo para evitar caer, desgarró su macuto por segunda vez en un clavo que surgió de la nada. Algo se había roto en el interior de su cuerpo, y jadeaba intensamente sin decir palabra. Al cabo de unos instantes se calmó, y el mentón se le volvió a derrumbar sobre el pecho. Luego notó el frío de su humedecido pantalón, y agarró el picaporte de la puerta. Volvió a soltarlo precipitadamente. Un maloliente vapor se desprendía de él, y un fragmento de su piel, que había quedado pegado a la ardiente porcelana, se ennegrecía y abarquillaba. La puerta estaba abierta. Entró.

Sus flacas piernas le sostenían con dificultad, y se dejó caer en un rincón del vestíbulo, sobre el frío enlosado con olor a lepra. Su corazón bufaba entre sus costillas, y lo sacudía con grandes golpes brutales e irregulares.

III

– Es poca cosa -dijo su patrón.

Estaba examinando el contenido del macuto.

El ayudante, de pie ante la mesa, esperaba.

– Además, los ha estropeado -añadió el patrón-. El borde de éste está completamente destrozado.

– Es que la red es demasiado vieja -dijo el ayudante-. Si desea que les atrape sellos nuevos y en buen estado, tendrá que conseguirme una red adecuada.

– ¿Quién es el que usa la red? -dijo el patrón-. ¿Usted o yo?

El ayudante no respondió nada. Su mano quemada le estaba doliendo.

– Responda -dijo el patrón-. ¿Usted o yo?

– Yo, pero para usted -dijo el ayudante.

– Creo que no le obligo a hacerlo -dijo el patrón-, Si tiene la pretensión de ganar cincuenta francos diarios, imagino que, en cualquier caso, tendrá que justificarlo.

– Menos treinta francos por el billete… -dijo el ayudante.

– ¿Qué billete? Le pago el viaje de ida y vuelta.

– Con billetes falsos.

– No tiene más que mantenerse atento.

– ¿Y cómo quiere que me dé cuenta?

– No es difícil -dijo el patrón-. Son evidentemente falsos cuando están hechos con cartón ondulado. Los billetes normales son de madera.

– Está bien -dijo el ayudante-. Pero tendrá que devolverme mis treinta francos.

– No. Todos estos sellos están en mal estado.

– No es verdad -dijo el ayudante-. Me he pasado dos horas pescándolos, y me he visto obligado a romper el hielo. He tomado las máximas precauciones, y apenas si habrá estropeados dos sobre sesenta.

– Pero no son los que yo quería -dijo el patrón-. Deseo él dos céntimos de Guayana de 1855. No tengo nada que hacer con la serie de Zanzíbar que, además, ya la pescó ayer.

– Se pesca lo que se encuentra -dijo el ayudante-. Sobre todo con una red semejante. Y, por otra parte, no es la temporada de los de Guayana. Y en cuanto a los de Zanzíbar, podrá cambiarlos.

– Todo el mundo los encuentra este año -dijo el patrón-. No tienen valor ninguno.

– ¿Y el chorro de agua en las piernas, y el dispositivo de la verja, y el picaporte de la puerta…? -explotó de repente el ayudante.

Su rostro escuálido y amarillo se pobló de arrugas, y parecía a punto de llorar.

– Todo eso le endurece -dijo el patrón-, Y además, ¿a qué quiere que me dedique? Si no, me aburría.

– Vaya a buscar sellos -dijo el ayudante.

Estaba consiguiendo contenerse sólo a costa de un esfuerzo considerable.

– Le pago para eso -dijo el patrón-. Es usted un ladrón. Roba el dinero que gana.

El ayudante se pasó la gastada manga por la frente con un gesto cansado. Sentía la cabeza tan despejada como una esquila. La mesa se separó ligeramente de él, y buscó algo a lo que aferrarse. Pero la chimenea se zafó a su vez, por lo que se derrumbó.

– Levántese -dijo el patrón-. Sobre mi alfombra no…

– Quisiera cenar… -dijo el ayudante.

– La próxima vez, regrese más temprano -dijo el patrón-, Y ahora, levántese. No quiero verlo sobre mi alfombra. ¡Levántese, demonios!

Su voz temblaba de furor y sus nudosas manos tamborileaban sobre el escritorio.

El ayudante hizo un esfuerzo terrible y consiguió ponerse de rodillas. El vientre le dolía, y de la mano le salía suero mezclado con sangre. Se la había vendado con un pañuelo sucio.

El patrón hizo una rápida selección y le arrojó tres sellos a la cara. Estos se adhirieron a su mejilla con un ligero ruido de ventosa.

– Irá a devolverlos al lugar de donde los sacó -dijo.

Amartillaba las sílabas para darles la forma de púas aceradas.

El ayudante lloraba. Los lacios cabellos le caían sobre la frente, y los sellos le marcaban la mejilla izquierda. Pesadamente, se puso en pie.

– Por última vez -dijo el patrón-. No quiero sellos en mal estado. Y no me cuente historias sobre la red.

– No, señor -dijo el ayudante.

– Ahí tiene sus cincuenta francos -dijo el patrón.

Sacó un billete de su bolsillo, escupió encima, lo desgarró a medias y lo arrojó al suelo.

El ayudante se agachó penosamente. Sus rodillas crujían con repiqueteos breves y broncos.

– Lleva la camisa sucia -dijo el patrón-. Dormirá fuera esta noche.

El ayudante recogió el billete y salió de la estancia. El viento soplaba a más y mejor, y agitaba el cristal ondulado situado delante de la reja de hierro forjado de la puerta del vestíbulo. Volvió a cerrar la del despacho, no sin dirigir una última ojeada hacia la silueta de su patrón. Inclinado sobre su álbum de Zanzíbar, y provisto de una gran lupa amarilla, éste estaba comenzando a cotejar, para luego proceder a la evaluación.

IV

Volvió a bajar las gradas de la escalinata, apretujando en torno a su cuerpo su larga pelliza verdecida por contactos demasiado prolongados con el agua de las charcas de sellos. El viento se colaba por los agujeros del tejido e hinchaba su espalda hasta darle el aspecto de un jorobado, lo que no dejaba de ir en perjuicio de su columna vertebral. Sufría, además, de mimetismo interno, y cada día debía luchar para conservar sus órganos afectados con su función habitual y su forma ordinaria.

Era noche completamente cerrada ahora, y de la tierra se desprendía un reflejo deslucido y barato. El ayudante giró a la derecha y siguió el muro de la casa. Se guiaba por la línea negra que formaba la manguera desenrollada de la que su patrón se servía para ahogar las ratas de la bodega. Llegó por fin a la caseta de perro contigua a ésta, y apolillada, donde ya había dormido la víspera. La paja, en su interior, estaba húmeda y olía a cucarachas. Un viejo trozo de manta semicerraba el redondeado acceso. Cuando la apartó para introducirse a tientas, se produjo un destello cegador y una explosión. Un gran petardo acababa de estallar en el interior de la caseta llenándola de un violento olor a pólvora.

El ayudante se sobresaltó, y su corazón parecía que iba a enloquecer. Trató de dominar sus latidos dejando de respirar, pero los ojos comenzaron a danzar casi al instante, y tragó con avidez una bocanada de aire. El olor de la pólvora se adentró en sus pulmones al mismo tiempo, y consiguió calmarle un poco.

Esperó a que el silencio volviese a reinar y escuchó con atención. A continuación silbó suavemente. Sin siquiera volverse, penetró a gatas en la caseta y se acurrucó sobre la infecta paja. Silbó de nuevo y volvió a prestar oído. Unos pasos ligeros y menudos se aproximaban, y a favor del pálido reflejo del suelo, pudo ver a su cosa viviente que venía a su encuentro. Se trataba de una cosa viviente, suave y peluda, domesticada, a la que alimentaba peor que mejor con peces muertos. Entró a su vez en la caseta y se tumbó pegada a su lado. El se acordó de repente de algo y se llevó la mano a la mejilla. Los tres sellos estaban empezando a chuparle la sangre, y se los arrancó brutalmente, conteniéndose para no gritar. Los arrojó lejos de sí, al exterior de la caseta. La humedad del suelo los conservaría, sin duda, hasta el día siguiente. La cosa viviente empezó a lamerle la mejilla, y él le habló para calmarse. Le hablaba en voz baja, pues su patrón utilizaba sistemas para escucharle cuando estaba solo.