La hermana de Peter Gna le detuvo.
– It's impossible with the coat -dijo-. Won't be better with your pants.
– Oh! Yeah! -dijo el americano, y empezó a abrocharse los pantalones otra vez.
– ¿Qué hace? -dijo la puta-. ¡Es negro…! No le dejen despelotarse en la calle. ¡Qué cochino!
Imprecisas individualidades continuaban uniéndose al pequeño grupo. La boca de la alcantarilla adquiría, bajo el resplandor de la linterna, un aspecto muy extraño. El gato despotricaba y el eco de sus imprecaciones llegaba curiosamente amplificado a los oídos de los recién llegados.
– Me gustaría recuperar mi chaquetón -dijo Peter Gna.
El hombre en zapatillas se sirvió de los codos para abrirse paso. Llevaba un largo mango de escoba.
– ¡Ah! -dijo Peter Gna-, Tal vez eso funcione.
Pero al verse ante la entrada de la alcantarilla, el palo se puso tieso, y el saliente formado por la bóveda impidió su introducción.
– Sería mejor buscar la tapa de la alcantarilla y desempotrarla -sugirió la hermana de Peter Gna.
Tradujo al americano su proposición.
– Oh! Yeah! -dijo éste.
Y al instante se puso a buscar la tapa. Cuando la encontró, pasó la mano por la abertura rectangular, tiró, resbaló, soltó presa y se escoñó contra el muro de la casa más cercana.
– Ocúpense de él -ordenó Peter Gna a dos mujeres de la multitud.
Estas levantaron al americano y se lo llevaron a su casa para cerciorarse del contenido de los bolsillos de su marinera. Encontraron, en concreto, una pastillita de jabón Lux y una gran tableta de chocolate relleno O'Henry. A cambio, él les pasó una buena blenorragia que debía a una encantadora rubia a la que había encontrado dos días antes en Pigalle.
El hombre del palo se golpeó la cabeza con la palma de la mano y dijo:
– ¡Eurekato! -y volvió a subir a su casa.
– Se está burlando de mí -dijo el gato-. Escuchen ahí arriba: si no se dan un poco más de prisa, me las piro. Ya encontraré una salida.
– ¿Y si se pone a llover? -dijo la hermana de Peter Gna-. Te ahogarías.
– No lloverá -afirmó el gato.
– Bueno, pero te encontrarás con ratas.
– Me da igual.
– Está bien, lárgate -dijo Peter Gna-. Pero considera que las hay que son más grandes que tú. Y son repugnantes. ¡Ah! ¡Y no te mees sobre mi chaquetón!
– Si son tan asquerosas -dijo el gato-, la cosa cambia. En cualquier caso, la verdad es que apestan. Venga, ahora sin bromas, dejen de pisar huevos ahí arriba. Y usted no se preocupe por su chaquetón. No lo pierdo de vista.
Se estaba acobardando a oídos oídas. El hombre volvió a aparecer. Llevaba, atada al extremo de una larga cuerda, una bolsa de la compra.
– ¡Maravilloso! -dijo Peter Gna-. Con toda seguridad se podrá agarrar a eso.
– ¿De qué se trata? -preguntó el gato.
– Ahí lo tienes -dijo Peter Gna lanzándoselo.
– ¡Ah, esto está mejor! -aprobó el gato-. No empiece a tirar todavía. Voy a coger el chaquetón.
Segundos más tarde la bolsa reaparecía. El gato se había instalado cómodamente en su interior.
– ¡Por fin! -exclamó nada más salir de la bolsa-. En cuanto al chaquetón, arrégleselas. Busque un anzuelo o cualquier otra cosa. Pesaba demasiado.
– ¡Pedazo de estiércol! -gruñó Peter Gna.
Un clamor de satisfacción acogió al gato a su salida de la bolsa. Se lo pasaron de mano en mano.
– ¡Qué gato tan bonito! ¡Pobrecillo! Está lleno de lodo…
Olía horriblemente mal.
– Límpienle con esto -dijo la puta alargando su fular de seda azul lavanda.
– Se va a estropear -dijo la hermana de Peter Gna.
– ¡Oh, no importa! -dijo la puta en un arranque de generosidad-. No es mío.
El gato repartía apretones de mano a su alrededor, y la multitud empezaba a dispersarse.
– ¿Qué pasa? -dijo el gato viendo que todo el mundo se iba-. ¿Ahora que he salido ya no resulto interesante…? A ver, ¿dónde está el gallo?
– No te pongas chulo -dijo Peter Gna-. Vente a tomar un trago y no pienses más en el gallo.
Permanecían alrededor del gato el hombre de las zapatillas, Peter Gna, su hermana, la puta y los dos americanos.
– Sí, vamos todos juntos a echar un trago -dijo la puta-. A la salud del gato.
– No es desagradable la moza -dijo éste-. ¡Pero qué pinta tiene…! Bueno, en el fondo, de buena gana me acostaba con ella esta noche.
– Tranquilidad -dijo la hermana de Peter Gna.
La puta sacudió a sus dos acompañantes.
– ¡Venid! ¡Beber…! ¡Coñac! -enunció con gran esfuerzo.
– Yeah!… Cognac! -respondieron los dos hombres espabilándose al mismo tiempo.
Peter Gna marchaba en cabeza llevando al gato, y los demás le seguían. Había un cafetín todavía abierto en la calle Richer.
– ¡Siete coñacs! -pidió la puta-. La ronda es mía.
– ¡Linda y simpática sacaperras! -dijo el gato con admiración-, ¡Un poco de valeriana en el mío, camarero!
El camarero les sirvió, y todos brindaron alegremente.
– Este pobre gato ha debido acatarrarse -dijo la puta-. ¿Y si le diéramos un Viandox?
Al oír tal cosa, el gato estuvo a punto de ahogarse, y escupió coñac en todas direcciones.
– ¿Por quién me toma? -preguntó a Peter Gna-. ¿Soy un gato, sí o no?
A la luz de los tubos de vapor de mercurio del techo, podía verse ahora el tipo de gato que era: un terrible gato gordo, con los ojos amarillos y bigotes a lo Guillermo II. Sus orejas llenas de mordiscos probaban su total virilidad, y una gran cicatriz blanca, desprovista de pelos, coquetamente explotada mediante una orla violeta, le atravesaba el lomo.
– What's that? -preguntó un americano, poniendo el dedo en el lugar-. ¿Herido, señor?
– Yep! -respondió el gato-. F.F.I…
Pronunció «Ef. Ef. Ai», como debe ser.
– Fine -dijo el otro americano estrechándole vigorosamente la mano-. What about another drink?
– Okey doke! -dijo el gato-. Got a butt?
El americano le alcanzó su cajetilla de cigarrillos, sin mostrar rencor por el horrible acento inglés del gato, que creía serle agradable sacando a relucir su argot yanqui. El gato cogió la toba más larga y la prendió con el encendedor de Gna. Los demás tiraron también de cigarrillo.
– Cuéntanos lo de tu herida -dijo la puta.
Peter Gna acababa de encontrar un anzuelo en su vaso, y al instante salió a la repesca del chaquetón.
El gato se sonrojó y bajó la cabeza.
– No me gusta hablar de mí mismo -dijo-. Que me pongan otro coñac.
– Te va a sentar mal -dijo la hermana de Peter Gna.
– ¡Qué va! -protestó el gato-. Tengo las tripas blindadas. Verdadero mondongo de gato. Y, además, después de esa alcantarilla… ¡Aggg! ¡Cómo olía a ratas…!
Se atizó de un trago el coñac.
– ¡Leñe…! ¡Qué tragaderas! -dijo el hombre de las zapatillas con tono admirativo.
– El próximo, en un vaso de naranjada -especificó el gato.
El segundo americano se separó del grupo y se sentó en el alzapié del café. Puso la cabeza entre las manos y comenzó a vomitar sobre sus propios pies.
– Ocurrió -dijo el gato- en abril del 44. Venía yo de Lyon, donde había conectado con el gato de Leon Plouc, que también estaba en la Resistencia. Un gato de altura, por otra parte, que después fue detenido por la Gestapo gatuna y deportado a Buchenkateze.
– ¡Espantoso! -dijo la puta.
– No me siento inquieto por él -dijo el gato-. Se las arreglará… Una vez que nos separamos, regresé a París y, en el tren, tuve la desgracia de encontrar a cierta gata… ¡La zorra…! ¡La cochina…!
– Deberías cuidar tu vocabulario -dijo severamente la hermana de Peter Gna.
– ¡Perdón! -dijo el gato. Y se atizó un gran trago de coñac.
Sus ojos se encendieron como dos bombillas y su mostacho se erizó.