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El suelo rebullía bajo sus pasos, al tiempo que los árboles del camino meneaban la cola. Acogedoras casitas encaperuzadas con sarmientos desflorados, escrutaban de pasada la barbuda fisonomía de André, sin llegar a sacar por ello ninguna conclusión importante.

Viendo llegar el tranvía, André emprendió un sprint feroz, hasta que la sangre y el aullido de dolor que de él resultó, amortiguó el ruido producido por la entrada en contacto de la delantera del vehículo con los parietales del corredor.

Tal y como había previsto, le llevaron a una farmacia para servirle un vulnerario alcohólico, a pesar de que fuera martes. Dejó una pequeña propina y reemprendió el camino de regreso.

II

Desde su ventana, en el quinto piso, volvía a ver ahora el tejado de la casa de enfrente, un poco más baja, y cuyas contraventanas, que habían dejado abiertas durante demasiado tiempo, marcaban la fachada con trazos horizontales absolutamente invisibles, puesto que siempre permanecían abiertas. En el tercero, una moza se estaba desnudando delante de un armario de luna, y se distinguían también los pies de una cama de palisandro, cubierta con un edredón americano de color amarillo intenso, sobre el que se recortaban dos pies impacientes.

Pensándolo bien, tal vez no se tratase de una moza, y el anuncio de la puerta, Hotel Deportivo, «habitaciones por horas, por medias horas y de tránsito», bastaría para demostrarlo. Pero el hotel era de hermosa apariencia, con mosaico en la fachada en la planta baja, cortinas en todas las ventanas, y solamente una teja un poco trastocada en mitad del tejado. Otras tejas acababan de ser renovadas después del último bombardeo, y su rojo más claro venía a dibujar sobre el marrón conjunto la silueta de María Estuardo embarazada, así como la firma del artista, Gustave Laurent, tejador, calle Gambetta. La casa de al lado no estaba, por el contrario, reparada, y una lona seguía cubriendo la brecha abierta en su ala derecha, y un montón de escombros y de chatarra se apilaba al pie del muro, infestado de milpiés y de crótalos venenosos cuyos cascabeles resonaban a altas horas de la noche, como anunciando la elevación en alguna misa negra.

El último bombardeo había tenido también otros efectos, y en particular el de enviar a André al asilo. Era el segundo que padecía, y su sesera, acostumbrada a abrevarse libremente en los evangelios según san Zano, adquirió en tal ocasión un movimiento giratorio acentuado en el plano vertical, dividiendo a André en dos partes casi idénticas que seguían, para quienes le veían de perfil, el sentido de las agujas de un reloj, proyectando así su cráneo hacia delante y obligándole a abrir los brazos para conservar el equilibrio. Completaba tan original disposición mediante un «Bzzzzzzz» ligeramente ritmado, llegando a colocarse, por todo ello, unos codos por encima de lo corriente.

El efecto descrito se había disipado poco a poco, sin embargo, gracias a los buenos oficios del director del asilo, y si el gesto de André recobró su antiguo comportamiento tan pronto quedó fuera de la vista de dicho afable individuo, se debía a un afán de libertad fácilmente comprensible, así como a una especie de coquetería de inventor.

El reloj de péndulo del abogado dio cinco campanadas en el piso de abajo. Los golpes del badajo contra el bronce resonaban en el corazón de André como si se produjeran simultáneamente en los cuatro rincones de la habitación. Ninguna iglesia en las proximidades. Sólo el reloj de péndulo del abogado mantenía unido a André con el mundo exterior.

De roble barnizado. Una esfera redonda y lisa de metal mate. Dígitos aplicados en cobre rojo y, más abajo, una parte de cristal a través del cual se distinguía el balancín, corto y cilíndrico, terminado en una bobina que se deslizaba sobre otro vástago abultado en su centro y que formaba en su remate la torneada barra transversal de un ancla. Como buen reloj de péndulo eléctrico, no se paraba nunca, y el ancla resultaba invisible para todos. Pero André había llegado a verla, la tarde del bombardeo, a través de la puerta que había dejado abierta el abogado. En aquel momento marcaba las seis, mitad de la eternidad, y fue en aquel mismo instante cuando la bomba le sorprendió, empujándole hacia fuera con una amenazadora corriente de aire, y soplándole en la cara un aliento pestilente. Entonces huyó. Su caída por la escalera sólo se detuvo en el sótano, y once escalones perdieron en ella su pestaña de latón estriado.

Parado, una vez hubiera pasado a posesión suya, el reloj de péndulo permitiría a André echar el ancla en el tiempo.

III

La temperatura seguía subiendo y se apretaba contra el techo bajo, comprimiendo poco a poco la atmósfera respirable hasta dejarla convertida en una estrecha franja situada a ras de la puerta que daba al descansillo. Tumbado delante de su cama, en el suelo, André respiraba con largas inhalaciones el aire apenas más fresco, cuyo movimiento casi insensible pegaba pelusas de polvo a las cargadas ranuras sucias del gastado parquet. Inclinado sobre su lavabo, el grifo dejaba escapar con aspecto agobiado un hilo de agua sobre una botella de alcohol, a fin de evitar que ésta se inflamara espontáneamente. Se trataba de la segunda botella, y el contenido de la primera hervía ya en las tripas de André, derritiéndose a través de sus poros en forma de pequeños surtidores de vapor gris.

Pegando la oreja al suelo, podía él percibir de manera clara el regular sonido del reloj de péndulo, y se fue desplazando hasta situarse justamente en el cenit de éste. Con su navaja de robusta hoja, se esforzó en abrir en la madera de abeto cien veces refregada una abertura que le permitiese contemplarlo. Las vetas de la madera, más amarillas y más duras, ofrecían resistencia al filo de acero, mientras que los intervalos entre ellas, gastados por el frotamiento del cepillo, cedían con bastante facilidad. André empezaba seccionando las fibras de través, y a continuación, clavando la hoja según el hilo de la madera y haciendo palanca, conseguía desprender astillas del tamaño de una cerilla.

A través del cegador marco de la ventana abierta, llegó a sus oídos el zumbido de un avión, muy alto, como un punto brillante que huye ante el ojo semicerrado por la jaqueca sin poder inmovilizarse. No se trataba de un bombardeo. Los cañones de la Defensa Antiaérea, instalados en la extremidad del cercano puente, permanecían mudos.

Volvió a tomar la navaja.

Si hubiese un nuevo bombardeo, quizá el abogado dejaría de nuevo su puerta abierta…

IV

El abogado se arremangó, se rascó vigorosamente el pecho a través del escote de la toga, lo que produjo un ruido semejante al de la almohaza de un caballo, colocó su birrete sobre el reluciente cráneo de un balaustre que tenía al lado, y comenzó su defensa.

– Señores del jurado -dijo-. Dejemos a un lado el móvil del asesinato, las circunstancias en las que fue cometido, y también el asesinato mismo. En tales condiciones, ¿qué tienen que reprochar a mi cliente?

Sorprendidos por esta faceta del problema, que no se les había ocurrido plantearse, los miembros del jurado, un algo inquietos, guardaron silencio. El juez dormitaba, y el fiscal estaba vendido a los alemanes.

– Planteemos el problema de otro modo -dijo el abogado, muy satisfecho de su éxito inicial-. Si no se tiene en cuenta el dolor, con toda seguridad deplorable, y ante el cual inclino la cabeza, de los padres de la víctima; si se hace abstracción de la necesidad en la que se encontró mi cliente, en propia defensa, permítaseme que añada, de cargarse además a los dos policías encargados de su detención; finalmente, si no se tiene en consideración nada de nada, ¿qué queda?