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– He pensado que este verano tal vez os gustaría pasar las vacaciones en un sitio nuevo en lugar de visitar otra vez a nuestros tíos de Brighton -propuso-. Un pequeño recorrido, por así decirlo, por la costa del sur. Ahora que es imposible viajar al continente debido a la guerra con Francia, están apareciendo muchos lugares turísticos en la costa. Tal vez haya algunos que os gusten incluso más que Brighton. Eastbourne, por ejemplo, o Worthing. O, más lejos, Lymington, o la costa de Dorset: Weymouth o Lyme Regis.

John recitaba esos lugares como si estuviera enumerando una lista que tenía en la cabeza, haciendo una pequeña marca al lado de cada uno a medida que los nombraba. Así funcionaba su metódica mente de abogado. Era evidente que había pensado con detenimiento adonde quería que fuéramos, aunque nos conduciría hasta allí con delicadeza.

– Echad un vistazo a ver qué os gusta.

John tamborileó los dedos sobre el libro. Aunque no dijo nada, todas comprendimos que estábamos buscando no solo un lugar de veraneo, sino también un nuevo hogar donde pudiéramos vivir en unas circunstancias ligeramente mermadas, y no como indigentes londinenses.

Cuando se hubo marchado a su despacho, cogí el libro.

– Guía de balnearios y playas para 1804 -leí en voz alta para que Louise y Margaret lo oyeran.

Al hojearlo hallé entradas de poblaciones inglesas por orden alfabético. Por supuesto, Bath, que estaba de moda, tenía la más larga, cuarenta y cinco páginas, junto con un gran mapa y una vista panorámica desplegable de la ciudad, con sus fachadas uniformes y elegantes rodeadas de colinas. Nuestro querido Brighton contaba con veintitrés páginas y una descripción entusiasta. Busqué las ciudades que había mencionado nuestro hermano, algunas de las cuales eran poco más que pueblos pesqueros con pretensiones, merecedoras de tan solo dos páginas llenas de tópicos. John había dibujado un punto en el margen de cada una de ellas. Imagino que había leído todas las entradas del libro y elegido las más convenientes. Se había documentado.

– ¿Qué tiene de malo Brighton? -preguntó Margaret.

Yo estaba leyendo sobre Lyme Regis e hice una mueca.

– Aquí tienes la respuesta. -Le entregué la guía-. Fíjate en lo que ha marcado John.

– «Lyme está frecuentado principalmente por personas de clase media -leyó Margaret en voz alta-, que acuden allí no siempre en busca de la salud perdida, sino a menudo para sanear sus fortunas maltrechas o restaurar sus rentas agotadas.» -Dejó caer el libro sobre su regazo-. Brighton es demasiado caro para las hermanas Philpot, ¿no?

– Puedes quedarte aquí con John y su mujer -propuse en un acceso de generosidad-. Supongo que podrán acoger a una de nosotras. A lo mejor no nos destierran a todas a la costa.

– Tonterías, Elizabeth, no vamos a separarnos -afirmó Margaret con una lealtad que me hizo abrazarla.

Ese verano recorrimos la costa como John había propuesto, acompañadas de nuestra tía y nuestro tío, nuestra futura cuñada y su madre, y John cuando le fue posible. Nuestros compañeros de viaje hacían comentarios como «¡Qué jardines más espléndidos! Envidio a los que viven aquí todo el año y pueden venir cuando les apetece», o «Esta biblioteca pública está tan bien surtida que cualquiera diría que estamos en Londres», o «¿A que el aire de aquí es muy suave y fresco? Ojalá pudiera respirarlo todos los días del año». Era indignante que otras personas opinaran sobre nuestro futuro tan a la ligera, sobre todo nuestra cuñada, que iba a tomar posesión de la casa de los Philpot y no tenía que plantearse seriamente vivir en Worthing o Hastings. Sus comentarios acabaron resultando tan irritantes que Louise empezó a dispensarse de acompañarnos en las salidas en grupo, mientras que yo hacía observaciones cada vez más airadas. Tan solo Margaret disfrutaba de la novedad de los lugares desconocidos, aunque solo fuera para reírse del barro de Lymington o del rústico teatro de Eastbourne. La localidad que más le gustó fue Weymouth, pues debido a la afición del rey Jorge por la ciudad era más popular que las otras; estaba comunicada con Londres y Bath por medio de varios coches diarios y continuamente llegaban personas elegantes.

Por lo que a mí respecta, estuve de mal humor durante gran parte del viaje. Que alguien sepa que pueden obligarlo a mudarse a un sitio puede hacer que este pierda todo encanto como destino de vacaciones. Resultaba difícil no contemplar cualquier lugar turístico como inferior a Londres. Incluso Brighton y Hastings, ciudades que antes me encantaba visitar, parecían carentes de vitalidad y atractivo.

Cuando llegamos a Lyme Regis solo quedábamos Louise, Margaret y yo: John había tenido que volver a su despacho y se había llevado a su prometida y su madre, y nuestro tío había sufrido un ataque de gota que lo obligó a regresar cojeando con mi tía a Brighton. Fuimos a Lyme con los Durham, una familia que habíamos conocido en Weymouth; nos acompañaron en el coche y nos ayudaron a instalarnos en nuestro alojamiento de Broad Street, la calle principal de la ciudad.

De todos los sitios que visitamos ese verano, Lyme me pareció el más atractivo. Cuando llegamos era septiembre, un mes estupendo en todas partes; su temperatura templada y su luz dorada consiguen dulcificar el lugar turístico más sombrío. Tuvimos la suerte de contar con buen tiempo y de vernos libres de las expectativas de nuestra familia. Por fin podía formarme mi propia opinión del lugar donde tal vez acabaríamos viviendo.

Lyme Regis es un pueblo que se ha sometido a su geografía en lugar de obligar al terreno a someterse a él. Sus colinas son tan empinadas que los coches no pueden bajar por ellas; los pasajeros se apean en el Queen's Arms de Charmouth o en los cruces de Uplyme y prosiguen el viaje en carros. La estrecha carretera desciende hacia la costa y luego da la espalda al mar para dirigirse de nuevo colina arriba, como si solo quisiera echar un vistazo al mar antes de huir. El final, donde el pequeño río Lym desemboca en el mar, forma la plaza del centro del pueblo. El Three Cups -la posada más importante-se encuentra allí, frente a la aduana y el salón de celebraciones, que, aun siendo modesto, cuenta con tres arañas de cristal y una bonita ventana salediza con vistas a la playa. Las casas se extienden desde el centro a lo largo de la costa y río arriba, mientras que las tiendas y los puestos del mercado ocupan Broad Street. No es una localidad bien planificada como Bath, Cheltenham o Brighton, sino que serpentea a un lado y otro, como si tratara de escapar de las colinas y el mar sin conseguirlo.

Pero Lyme no acaba ahí. Es como si hubiera dos pueblos juntos, unidos por una pequeña playa de arena con casetas alineadas que esperan la llegada de visitantes. El otro Lyme, en el extremo occidental de la playa, no evita el mar, sino que lo abraza. Está dominado por el Cobb, un largo muro de piedra gris que se curva como un dedo hasta el agua y protege la orilla, con lo que crea un puerto tranquilo para los barcos pesqueros y buques mercantes procedentes de todas partes. El Cobb tiene varios metros de altura y es lo bastante ancho para que tres personas caminen por él cogidas del brazo, como hacen muchos visitantes, ya que ofrece una bonita vista del pueblo y de la espectacular costa, con colinas ondulantes y acantilados verdes, grises y marrones.

Bath y Brighton son lugares hermosos a pesar de sus alrededores, pues los edificios uniformes de piedra lisa crean un artificio que resulta agradable a la vista. Lyme es hermoso por sus alrededores y a pesar de sus casas anodinas. Me gustó de inmediato.

A mis hermanas también les agradó Lyme pero por motivos distintos. El de Margaret era sencillo: ella era la reina de los bailes de Lyme. A sus dieciocho años, era lozana y alegre, y todo lo guapa que podía ser una Philpot. Tenía unos preciosos tirabuzones morenos y unos brazos largos que le gustaba levantar para que la gente admirara sus gráciles líneas. Si bien tenía la cara un poco alargada, la boca un poco fina y los tendones del cuello un poco marcados, eso no importa demasiado a los dieciocho años. Importaría más adelante. Al menos no tenía la mandíbula afilada como yo ni la desgracia de ser tan alta como Louise. Ese verano había pocas que le hicieran sombra en Lyme y los caballeros le prestaban más atención que en Weymouth o Brighton, donde tenía más competidoras. Margaret estaba encantada de ir de baile en baile, y llenaba los días intermedios con partidas de cartas y tés en los salones de celebraciones, baños en el mar y paseos por el Cobb con los amigos que había hecho.