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También valoraba la compañía de Mary por otros motivos, puesto que me enseñó muchas cosas: que el mar dispone las piedras de tamaño similar en franjas a lo largo de la orilla, y qué fósiles se pueden encontrar en cada franja; cómo distinguir en la cara de un acantilado las grietas verticales que advierten de un posible desprendimiento de tierras; por dónde acceder a los caminos de los acantilados que podíamos usar si la marea nos dejaba incomunicadas.

Además me venía bien como compañera. En algunos aspectos, en Lyme se gozaba de mayor libertad que en Londres; por ejemplo, podía pasear por el pueblo sola, sin necesidad de que me acompañaran mis hermanas o Bessy, como ocurría en Londres. Sin embargo, en la playa no solía haber nadie, aparte de algunos pescadores que examinaban las nasas de los cangrejos, o personas que rebuscaban entre los desechos y que yo sospechaba que eran contrabandistas, o viajeros que caminaban entre Charmouth y Lyme cuando la marea estaba baja. No se consideraba un lugar para que una dama anduviera sola, ni siquiera en una localidad de mentalidad independiente como Lyme. Años después, cuando ya era mayor y más conocida en el pueblo, y me preocupaba menos lo que los demás pensaran de mí, iba sola a la playa. Pero por aquel entonces prefería tener compañía. A veces convencía a Margaret o a Louise de que vinieran conmigo, y de vez en cuando hasta encontraban fósiles. Aunque Margaret no soportaba mancharse las manos, se lo pasaba bien buscando trozos de pirita de hierro, pues le gustaba su brillo. Louise se quejaba de la falta de vida de las rocas comparadas con las plantas que tanto le gustaban, pero a veces trepaba por los acantilados y examinaba briznas de hierba marina con la lupa.

Pasábamos gran parte de nuestro tiempo en la playa de un kilómetro y medio de largo que había entre Lyme y Charmouth. Al este, más allá de la casa de los Anning, al final de Gun Cliff, la costa se curva bruscamente a la derecha de tal forma que la playa queda fuera de la vista del pueblo. El litoral está bordeado a lo largo de varios cientos de metros por Church Cliffs, unos acantilados compuestos de lo que se denomina caliza liásica: capas de piedra caliza y esquisto con un tinte gris azulado que forman franjas. La playa gira entonces suavemente a la derecha antes de discurrir en línea recta hacia Charmouth. Tras esa curva, muy por encima de la playa, se alza Black Ven, un enorme desprendimiento de tierras que ha creado una capa inclinada de esquisto entre los acantilados y la orilla. Tanto Church Cliffs como Black Ven contienen muchos fósiles, y los van soltando poco a poco a la playa. Fue allí donde Mary encontró muchos de sus mejores especímenes. También fue donde vivimos algunos de nuestros mayores dramas.

Cuando llegó nuestro segundo verano en Lyme, Margaret se había adaptado perfectamente a su nueva vida. Era joven, el aire del mar daba lozanía a su tez, y era nueva, y por lo tanto objeto de gran atención entre el círculo de aficionados a las diversiones. Pronto tuvo sus parejas favoritas de whist, sus compañeras preferidas de baño, y familias que desfilaban con ella por el Cobb. Durante la época estival se organizaban bailes todos los martes en los salones de celebraciones, y Margaret, que no se perdía una pieza, llegó a convertirse en una de las asistentes favoritas por la ligereza de sus pies. Louise y yo la acompañábamos a veces, pero no tardó en encontrar amigas más interesantes con las que ir: familias de Londres, Bristol o Exeter que pasaban en Lyme parte del verano, así como unos cuantos vecinos selectos de Lyme. Louise y yo nos alegrábamos de no tener que ir. Desde que había oído un comentario hiriente sobre mi mandíbula años atrás no me sentía cómoda bailando y prefería quedarme sentada mirando o, mejor aún, leyendo en casa. Ciento cincuenta libras al año a repartir entre tres hermanas no dan para comprar libros, y la biblioteca pública de Lyme contenía sobre todo novelas, pero pedí que todos mis regalos de Navidad o cumpleaños fueran libros de historia natural. Prescindía de un chal nuevo para comprarme un libro. Y los amigos de Londres me prestaban algunos.

Mis hermanas no se quejaban de que añoraran la vida londinense. A Margaret le convenía más ser el centro de atención en un lugar modesto que tener que esforzarse para que se fijaran en ella entre las miles de chicas de la sociedad londinense. Louise también parecía más contenta, pues la tranquilidad se avenía bien con su carácter. Adoraba el jardín de Morley Cottage, con su vista de la bahía de Lyme y un enorme tulipero de cien años en un rincón. El jardín era mucho mayor que el que teníamos en Red Lion Square. Allí, como es natural, teníamos jardineros, mientras que ahora Louise se encargaba de la mayor parte del trabajo, y ella así lo prefería. El clima también suponía un reto para ella, pues el viento salobre exigía plantas más resistentes que las que crecían con la suave lluvia de Londres: verónica, uva de gato, enebro, salvia, armenia marítima y cardo de mar. Y sus arriates de rosas eran más bonitos que cualquiera de los que yo había visto en Bloomsbury.

De las tres yo era la que más pensaba en Londres. Echaba de menos el intercambio de ideas. En Londres formábamos parte de un amplio círculo de familias de abogados y los acontecimientos sociales resultaban intelectualmente estimulantes además de entretenidos. Solía sentarme con mi hermano y sus amigos durante la cena mientras hablaban del futuro de Napoleón, de si Pitt debía volver a ser primer ministro, o de qué había que hacer con el tráfico de esclavos. Incluso alguna que otra vez intervenía en la conversación.

Sin embargo, en Lyme no oía charlas de esa índole. Aunque los fósiles me mantenían ocupada, había pocas personas con las que pudiera hablar del tema. Cuando leía a Hutton, Cuvier, Werner, Lamarck u otros filósofos naturales, no podía acudir a mis amigos para preguntarles qué opinaban de las ideas radicales de esos hombres. La clase media de Lyme estaba rodeada de fenómenos naturales dignos de atención, pero no mostraban demasiada curiosidad por ellos. Hablaban del tiempo y las mareas, la pesca y las cosechas, los visitantes y la temporada estival. Cualquiera habría dicho que estarían preocupados por Napoleón y la guerra con Francia, aunque solo fuera por su efecto en la pequeña industria de construcción naval de Lyme. Sin embargo, las familias de la localidad hablaban de las reparaciones del maltrecho rompeolas, o del balneario recién abierto, al que le iba tan bien que seguro que otros iban a imitarlo, o de si la harina del molino del pueblo era lo bastante fina. Los veraneantes que conocíamos en los salones de celebraciones, en la iglesia o tomando té en casa de otras familias a veces se animaban a departir de temas de mayor enjundia, pero en general viajaban para escapar de esa clase de conversaciones y disfrutaban de las noticias y los chismes locales.

Me sentía frustrada sobre todo porque los fósiles que hallaba eran muy intrigantes y me suscitaban preguntas que deseaba formular. Por ejemplo, ¿qué eran exactamente los amonites, los fósiles más visibles y llamativos de los que se encontraban en Lyme? Dudaba que fueran serpientes, como muchos creían ciegamente. ¿Por qué se hacían una bola? No había oído hablar de ninguna serpiente que hiciera tal cosa. ¿Y dónde tenían la cabeza? Cada vez que encontraba un amonites lo miraba detenidamente, pero no veía ni rastro de una cabeza. Era muy extraño que hallara tantos fósiles de ellos en la playa, pero no viera ninguno vivo.

Sin embargo, eso no parecía preocupar a los demás. Esperaba que un día alguien me dijera mientras tomábamos el té: «¿Sabe una cosa, señorita Philpot? Los amonites me recuerdan bastante a los caracoles. ¿Cree que pueden ser una especie de caracol que no hayamos visto antes?». En lugar de eso se dedicaban a hablar del barro de la carretera de Charmouth, o de lo que iban a ponerse para el próximo baile, o del circo ambulante que iban a ir a ver a Bridport. Si decían algo sobre fósiles, era para poner en tela de juicio mi interés.