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– ¿Cómo pueden gustarle tanto unas simples piedras? -me preguntó en cierta ocasión una nueva amiga que Margaret trajo de los salones de celebraciones.

– No son simples piedras -traté de explicarle-. Son cuerpos de animales que vivieron hace mucho tiempo y que han acabado convertidos en piedra. Cuando encontramos uno, estamos descubriendo algo que ha permanecido oculto durante miles de años.

– ¡Qué horror! -exclamó ella, y se volvió para oír a Margaret tocar el piano.

Las visitas solían volverse hacia Margaret cuando Louise les resultaba demasiado callada y yo demasiado rara. Margaret sabía entretenerlas.

Solo Mary Anning compartía mi entusiasmo y curiosidad, pero era demasiado pequeña para participar en tales conversaciones. Durante aquellos primeros años a veces tenía la impresión de que estaba esperando a que ella creciera para poder disfrutar de la compañía que tanto deseaba. Y estaba en lo cierto.

Al principio pensé que podría hablar de fósiles con Henry Hoste Henley, señor de Colway Manor y miembro del Parlamento por Lyme Regís. Vivía en una gran casa apartada, al final de una avenida de árboles en las afueras de Lyme, a un kilómetro y medio más o menos de Morley Cottage. Lord Henley tenía una gran familia; aparte de su esposa y muchos hijos, también había miembros de la familia Henleyen Chard, varios kilómetros tierra adentro, y Colway Manor rebosaba de invitados. A nosotras nos invitaban de vez en cuando: a cenar, al baile de Navidad o a presenciar el inicio de las partidas de caza, cuando lord Henley repartía oporto y whisky antes de que los cazadores se marcharan a caballo.

Los Henley eran lo más parecido a la pequeña aristocracia que había en Lyme, pero lord Henley todavía tenía barro en las botas y mugre debajo de las uñas. También tenía una colección de fósiles y, cuando se enteró de que me interesaban, hizo que me sentara a su lado en una cena para que pudiéramos hablar. Al principio me entusiasmé, pero a los pocos minutos descubrí que lord Henley no sabía nada de fósiles, aparte de que se podían coleccionar y de que le hacían parecer sofisticado e inteligente. Era la clase de hombre que se guiaba por sus pies más que por su cabeza. Intenté soltarle la lengua preguntándole qué creía que era el amonites. Lord Henley se rió entre dientes y bebió un buen trago de vino.

– ¿No se lo ha dicho nadie, señorita Philpot? ¡Son gusanos! -Dio un golpe con la copa en la mesa, una señal para que se la rellenara un criado.

Medité sobre su respuesta.

– Vaya, entonces, ¿por qué están siempre enroscados? Nunca he visto a ningún gusano vivo adoptar esa forma. Ni a ninguna serpiente, que, según algunos, es lo que son.

Lord Henley movió los pies por debajo de la silla.

– No creo que haya visto a mucha gente tumbada boca arriba con las manos cruzadas sobre el pecho, ¿verdad que no, señorita Philpot? Pero así es como enterramos a las personas. Los gusanos se enfoscan al morir.

Reprimí un bufido, pues imaginé unos gusanos reunidos para enrollar a uno de sus.muertos, como nosotros preparamos a los nuestros cuando fallecen. Era a todas luces una idea ridícula, y sin embargo lord Henley no se planteaba ponerla en duda. Aun así, no insistí en el tema, ya que Margaret, sentada al final de la mesa, me estaba haciendo señas con la cabeza, y el hombre sentado frente a mí había arqueado las cejas al oír nuestra indiscreta conversación.

Ahora sé que los amonites eran animales marinos parecidos al moderno nautilo, con conchas protectoras y tentáculos similares a los de los calamares. Ojalá hubiera podido decírselo a lord Henley en aquella cena, cuando habló con tanta seguridad de los gusanos enroscados. Pero en aquella época carecía de los conocimientos y de la confianza en mí misma necesarios para corregirlo.

Más tarde, cuando me enseñó su colección, lord Henley mostró mayor ignorancia al no ser capaz de distinguir un amonites de otro. Cuando señalé uno que tenía líneas rectas e incluso líneas de sutura que atravesaban la espiral, mientras que en otro cada línea tenía dos protuberancias que resaltaban la forma de espiral, me dio una palmadita en la mano.

– Es usted una dama muy inteligente -dijo al tiempo que meneaba la cabeza, lo que restaba valor al cumplido.

Intuí que no íbamos a reflexionar juntos sobre los fósiles. Yo poseía la paciencia y la capacidad de observación necesarias para estudiarlos, mientras que el interés de lord Henley era mucho más superficial, y no le gustaba que se lo recordaran.

James Foot era amigo de los Henley, y nuestros caminos debieron de cruzarse en Colway Manor, seguramente en el baile de Navidad, al que asistía la mitad de West Dorset. No obstante, Louise y yo oímos hablar de él por primera vez la mañana siguiente a un baile de verano en los salones de celebraciones, durante el desayuno.

– No puedo probar bocado -declaró Margaret tras tomar asiento y apartar un plato de pescado ahumado-. ¡Estoy demasiado agitada!

Louise puso los ojos en blanco y yo sonreí sin levantar la vista de la taza de té. Margaret solía hacer esa clase de afirmaciones después de un baile y, aunque nos reíamos al oírlas, jamás la habríamos mandado callar, pues constituían nuestra principal diversión.

– ¿Cómo se llama esta vez? -pregunté.

– James Foot.

– ¿De veras? ¿Y son sus pies a lo único que puedes aspirar?

Margaret me miró haciendo una mueca y cogió una rebanada de pan del portatostadas.

– Es un caballero -declaró mientras desmigajaba la tostada en trocitos minúsculos que más tarde Bessy tendría que echar al césped para los pájaros-. Es amigo de lord Henley, tiene una granja cerca de Beaminster y baila muy bien. ¡Me ha pedido el primer baile del martes!

Observé cómo toqueteaba la tostada. Aunque había oído de sus labios palabras similares muy a menudo, advertí algo distinto en Margaret. Parecía más segura y más dueña de sí misma. Tenía la cabeza gacha, como si estuviera reprimiendo otras palabras, y se hallaba replegada en sí misma, atenta a los nuevos sentimientos que trataba de entender. Y aunque no dejaba quietas las manos, sus movimientos eran más controlados.

Está preparada para encontrar marido, pensé. Clavé la vista en el mantel -de lino amarillo claro, con las esquinas bordadas por nuestra difunta madre y ahora salpicado de migas-y pronuncié una breve oración para pedir a Dios que favoreciera a Margaret como había hecho con Frances. Cuando levanté la vista miré a Louise a los ojos, cuya expresión debía de ser un reflejo de la mía, triste y esperanzada a un tiempo; aunque era posible que la mía fuera más triste que esperanzada. Había dirigido a Dios muchas oraciones que no habían sido atendidas, y en ocasiones me preguntaba si habían llegado a su destinatario y si este las había oído.

Margaret siguió bailando con James Foot y nosotras seguimos oyendo hablar de él durante el desayuno, la comida, el té y la cena, cuando salíamos a pasear, o mientras intentábamos leer por la noche. Al final Louise y yo acompañamos a Margaret a los salones de celebraciones para verlo con nuestros propios ojos.

Me pareció muy agradable a la vista, más de lo que esperaba…, aunque ¿por qué no iba a dar Dorset hombres tan atractivos como los que se veían en Londres? Era alto y delgado, y todo en él irradiaba pulcritud y elegancia, desde el cabello rizado y recién cortado hasta las manos, finas y pálidas. Llevaba un bonito frac del mismo color que sus ojos: marrón chocolate. La prenda combinaba de maravilla con el vestido verde claro que lucía Margaret; ese debía de ser el motivo por el que se lo había puesto ella, que además se había tomado la molestia de persuadirme de que le cosiera una cinta verde oscuro en la cintura y le confeccionara un nuevo turbante con plumas teñidas a juego. De hecho, desde la llegada de James Foot a Lyme Margaret se preocupaba todavía más por su atuendo: se compraba guantes y cintas, blanqueaba sus escarpines a fin de quitarles las rozaduras, escribía a nuestra cuñada para pedirle que le mandara tela de Londres. Louise y yo no prestábamos tanta atención a nuestra ropa y lucíamos tonos apagados -Louise, azul oscuro y verde; yo, malva y gris-, pero dejábamos gustosamente que Margaret diera rienda suelta a su pasión por los colores pastel y los estampados de flores. Y si el dinero solo llegaba para adquirir un único vestido, insistíamos en que se lo comprara ella. Ahora me alegro, pues estaba preciosa bailando con James Foot, con su vestido verde y plumas en el cabello. Me quedé sentada mirándolos, satisfecha.