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– Rodrigo me contó que, cuando acabaron la carrera de derecho, todos los amigos del club se hicieron el mismo tatuaje. Alejandro era uno de ellos, de ahí mi conjetura.

– Entiendo, es lógico. Pudo borrar aquél para cambiarlo por una flor de lis… Disculpe, ese tal Rodrigo Robles será un gran amigo suyo, si conoce ese tatuaje…

– Lo es… Lo era. Hace tiempo que no nos vemos.

– ¿Un cambio de ciudad, una discusión tal vez?

– No. Estaba casado cuando me acosté con él. A su esposa no le pareció demasiado bien…

– Me lo imagino.

– Una última cuestión, señorita Mocciaro. Entiendo que, siendo su hermano soltero, usted será su heredera.

– Suponiendo que haya tenido esa deferencia, aunque con Alejandro nunca se sabe… Puede que ni siquiera hubiera hecho testamento.

– Lo averiguaremos de inmediato… ¿Y esas dos personas que esperan fuera?

– ¡Inspector! ¡Dijo que era su última pregunta! Estoy cansada. ¡Necesito dormir un rato!

– Sí, perdóneme. Esta vez es de verdad la última pregunta.

– De acuerdo. Lola MacHor era discípula de mi padre, lo mismo que mi hermano Alejandro. Papá le tenía un gran aprecio; creo que la quería casi más que a mí. Supongo que por eso habrá dejado en su testamento alguna disposición. Aunque la cátedra por la que competían se la otorgó a Alejandro y no a su amiga Lola.

– ¿Amiga?

– Amiga, pero no como usted piensa. Ella, sus hijos, Jaime…

– Jaime Garache…

– Sí, pero él es muy distinto a su mujer. Es un gran médico, una gran persona y un caballero.

– Veo que le aprecia.

– Mucho, sí -respondió Clara con la mirada encendida.

– Muchas gracias por su tiempo, señorita Mocciaro. Estaremos en contacto. Retendremos las pertenencias de su hermano un poco más. Se las devolveremos en cuanto nos sea posible.-Le han asesinado, ¿verdad?

– ¿Asesinato? ¡Es muy pronto para inferir esa hipótesis! Si las pruebas no indican otra cosa, su hermano murió a causa de las reiteradas cornadas de un toro bravo. Si lo que pregunta es por la cocaína encontrada, es indicio de que consumió esa sustancia, no de que alguien le haya matado.

– ¿Pero ha visto las imágenes? Yo sí, en la televisión de un café, y me reafirmo: ¡su cogida es muy extraña!

– No se inquiete: si hay algo oculto, lo descubriré.

– ¿Está usted seguro? -Clara se levantó, dio media vuelta y dejó al inspector con la boca abierta.

A la hora del Ángelus, los interrogatorios habían concluido y las diligencias previas también. Clara, Lola y Jaime volvieron andando al hotel.

El director de La Perla les esperaba. Se apresuró a dar el pésame a Clara y a informarles de que había reservado para ellos una mesa discreta en un restaurante de la zona, cosa harto difícil. La policía, tras registrarla, había precintado la habitación del finado. Ellos podían ir a sus respectivos aposentos sin problema alguno.

– Aseaos un poco e id a comer algo -aconsejó-. Se piensa poco y mal con el estómago vacío. Estos sucesos son harto difíciles, experiencia tengo en ello.

– ¿Se te ha muerto alguien recientemente? -preguntó Jaime, interesándose por la vida de su amigo de la infancia.

– ¿A mí? No, directamente no. Pero hay gente que tiene la manía de suicidarse fuera de casa; en un hotel, por ejemplo… Y cuando lo hacen en la bañera… En fin, id a comer algo.

– Rafael, por favor -pidió Clara con cansancio. Esta vez parecía sincera-, si viniera un hombre preguntando por mí, que dice llamarse inspector Ruiz, ¿serías tan amable de indicarle dónde nos encontramos?

– ¡Por supuesto! Id tranquilos.

Los tres comieron en silencio. Lo hicieron con hambre, sazonada con una cierta culpabilidad por dejarse llevar por necesidad tan perentoria en aquellas circunstancias. Dieron buena cuenta de unos platos caseros que dejaron a la elección del camarero. Todos tomaron café. Clara pidió también un pacharán con mucho hielo. Antes de que se lo trajeran, se le acercó un hombre de amplia sonrisa que pareció deshacerse al verla.

– ¡Miguelón! ¡Cuánto te agradezco que hayas venido! -dijo Clara con amartelada voz.

Ésta y el recién llegado se fundieron en un abrazo que duró una eternidad. Lola observó con estupor cómo las largas y delicadas uñas de Clara, pintadas en rojo sangre, se colocaban por debajo del cinturón. Si él notó el gesto, no hizo nada por impedirlo. Finalmente, el lazo humano se soltó, y Lola y Jaime pudieron observar al recién llegado. Era un hombre bajito, ancho y musculoso, ese tipo de personas que aman las pesas tanto como el espejo. Era medio calvo, pero trataba de disimularlo con una raya muy baja y una guedeja que pasaba de lado a lado. Llevaba ropa cara que no conseguía enmascarar lo que era: un hombre corriente crecido por las circunstancias. Tanto Lola como Jaime, por separado, juzgaron que aquél no era el tipo de Clara, que adoraba a los hombres extremos: reyes o gitanos.

– Ven, Miguelón, te voy a presentar: éstos son Jaime -ella siempre empezaba por los hombres-, un eminente médico y amigo de toda la vida, y su mujer, Lola.

»Jaime, Clara, os presento a Miguel Ruiz, inspector jefe de policía, y mano derecha del ministro de… Bueno, de un ministro.

– Encantado. -El inspector tenía una voz fina y aflautada, casi de eunuco, que no se ajustaba bien con los enormes músculos de su cuello y de sus brazos, y mucho menos con la señorita Mocciaro.

Se sentaron de nuevo y, mientras Clara ponía en antecedentes a su amigo, tomaron otro café. El inspector Ruiz pidió un descafeinado de sobre. Jaime miró a su esposa de reojo, ella le devolvió el gesto: Clara afirmaba que un café descafeinado -especialmente el de sobre- era como un amante a distancia: algo completamente inútil.

Los resultados de la autopsia fueron traducidos por Jaime, ya que Clara no había retenido más que la palabra cocaína. Durante toda la conversación, ella insistió una y otra vez en calificar al inspector Iturri de ignorante e incompetente y en tildar el suceso de asesinato.

Lola volvió a la carga.

– Inspector, le hemos explicado a Clara que, a pesar haber encontrado cocaína en su organismo, no se puede afirmar que sea un asesinato. Quizás usted pueda…

– Clara, querida, he venido de inmediato. He tenido que viajar en la cabina del avión porque el vuelo estaba repleto, pero estoy aquí. No te preocupes: he tomado las riendas de la investigación. Antes de venir a verte, me he pasado por los Juzgados. He informado al juez de que la Central me envía para que me haga cargo del caso, ya que este asunto, evidentemente, les queda un poco grande a las autoridades provinciales… Creo que conoces al juez Uranga: cenó con vosotros ayer.

– Sí, en efecto. El juez es muy amigo de Jaime, ¿verdad?

– Lo es, y también de Lola.

– Por eso ha pedido ser eximido. Esta tarde sabremos quién le sustituye. Hablaré con él y le informaré de mi nuevo rol en las investigaciones.

– No creo que sea posible -afirmó Lola, pensando en voz alta-, hay una relación directa entre usted y Clara, lo que legalmente imposibilita…

– No sabe usted lo que dice, señora -cortó el inspector.

– Igual sí -intervino Clara-, es abogada. Era compañera de Alejandro, aunque, claro, él llegó a catedrático y ella no…

Jaime estuvo al quite.

– Creo que nosotros -dijo agarrando a su esposa del brazo y haciéndola levantar de la silla- debemos retirarnos a descansar. Ha sido un día muy agitado. Podemos vernos después, a la hora de la cena, salvo que el inspector Ruiz diga algo en contra o que tú, Clara, nos necesites.

– ¿Pero es que os habéis olvidado de la corrida? ¡No podemos faltar! -chilló Clara.

– Mujer, en estas circunstancias… -Lola asintió; el inspector Ruiz también.

– ¡No, no y no! ¡Tenemos que ir! Son las entradas de preferencia de papá. Estoy segura de que Alejandro querría que lo hiciéramos.