Lola notó al entrar que allí había dos plazas, la de sombra y la de sol, tan distintas como las fiestas que las separaban y enlazaban a la vez. La primera, refinada, lucía impolutos colores blancos y rojos: no en vano una feria taurina es una hoguera de vanidades donde quien más quien menos gusta de lucirse y aparentar. Olía a puros habanos y a perfumes caros; espesos, dulzones. Las mujeres, muchas de ellas de pie en el estrecho pasillo de sus asientos, sonreían aireando sus cabellos, esperando que comenzara el festejo. Quizás buscando al hombre de sus sueños, miraban y saludaban a diestra y siniestra, cuchicheando con sus vecinas. Los caballeros, tratando de aparentar indiferencia, observaban furtivamente al sexo opuesto, al tiempo que repasaban el cartel pues, aunque allí había gente a la que los toros ni fu ni fa, había muchos a los que ver dominar una muleta les encendía. Todos, ellos y ellas, de una u otra manera hablaban de lo mismo: el nuevo sacrificio al dios.
En el lado de sol, vestido de peña, no se conversaba, sólo se metía ruido. Mientras un bullicio intenso -mezcla de música, mala educación y jolgorio cuadrillero- teñía el ambiente, las telas de cuadros, originalmente azules o verdes, se iban tocando de grasa de chistorra, harina y vino peleón. Allí el toro estaba casi de adorno. Los mozos de las peñas que aún miraban no entendían; y si entendían, habían bebido tanto que no veían. Allí la tauromaquia era sólo un espectáculo de ruido y flores. Por eso hoy estaban contentos con el carteclass="underline" la terna formada por El Fundi, Juan José Padilla y Gómez Escorial era todo color.
– ¡Qué simpático! ¿Te has fijado en aquéllos de allí? -dijo Clara, señalando a los tendidos de sol-. ¡Qué gente más primitiva!
Lola, en asiento de preferencia, se volvió al oír el comentario, más por saludar a su marido que por identificar la voz: tan petulante declaración no podía salir de otros labios. Otras personas también mostraron su disgusto con una dura mirada, a la que Clara ni siquiera se molestó en responder.
A la hora en punto, comenzó el paseíllo: monosabios, areneros y mulilleros se unieron a los trajes de luces y a los aplausos en aquel desfile triunfal. Fue como si Roma renaciera de sus cenizas y Julio César clamara al cielo de su Hispania ofreciéndole otro festejo de gladiadores: pan y circo; bocadillo y toros. Sin embargo, por esta vez, el añejo ritual fue alterado. El presidente se puso en pie, y con él ambas plazas. La música cesó al mismo tiempo que la lluvia de harina. Por un instante reinó un vacío espeso y profundo. Era una tarde especial. Había sangre en la arena, sangre inopinada, sangre blanca y roja, humana, nuevamente en el callejón, como la mayoría de las veces. El coso completo, alzados sol y sombra, guardó un minuto de silencio por el último sacrificio. Cuando éste acabó, la Fiesta reventó en aplausos, luego retornó la normalidad. El representante de la Casa de Misericordia se sentó. Desde su balconcillo, miraba la acicalada plaza, llena a rebosar. Con una mueca esbozaba una sonrisa o un saludo aquí y allá, pero la procesión iba por dentro. Desde que había llegado a la plaza a las seis de la tarde, no dejaba de revolverse en su asiento. Estaba preocupado. Hacía meses que, junto al resto de los miembros de la junta, había decidido el cartel, tratando de confeccionar una terna conciliadora que gustara al público de sombra y no disgustara al de sol, que cada vez presentaba un comportamiento menos racional. Creía que esta vez lo habían conseguido: a priori, la terna de la tarde del 12 de julio prometía toreo con arte; los hermosos toros de Miura aseguraban entreverarlo de riesgo. Sin embargo, ahora los chiqueros lucirían también a un mosquito navarro, un toro que había teñido de sangre las calles. Eso cambiaba todo: un toro que tocaba carne era mucho más propenso a repetir su acción. Había ido a verlo al apartado -donde se ha procedido a separar los toros para la corrida de la tarde-, y su mirada se había cruzado con la de Lentejillo. Esos ojos de perdiz le habían atravesado el alma. Era un toro más pequeño y, en apariencia, menos duro que los miuras, pero aun así parecía extremadamente listo, de los capaces de aprender, de los que calaban rápido al hombre. Pero la inquietud del presidente habría de crecer aún más. Cuando se enteró de a quién le había tocado torear el mosquito, su desasosiego se convirtió en un nerviosismo casi histérico. Los tres oponentes de los de Zahariche eran diestros con clase. Tanto El Fundi como Juan José Padilla dominaban con creces todas las suertes, haciendo portentos tanto con los quites y desplantes como con las banderillas, para alegría de la plaza de sol. El primero era un certero estoqueador; el segundo, cuando quería, derrochaba galanura. Sin embargo, Lentejillo le había correspondido al tercero, a Ángel Gómez Escorial, de quien se decía que era valiente hasta traspasar las lindes de lo racional.
El empresario se hubiera sentado más tranquilo si el mosquito navarro le hubiera correspondido en suerte a El Fundi, maestro con más experiencia, o a Padilla, que tampoco quedaba rezagado en la suerte suprema. Sin embargo, con los bríos que destilaba Gómez Escorial, Lentejillo podía ser muy peligroso… El torero madrileño se había confirmado en Las Ventas en el año 1999, y desde entonces se desvivía por agradar. En Pamplona sólo había logrado encendidas palmas; ahora venía por los apéndices. Llegaba ansioso de triunfos -así se lo había hecho saber personalmente a quien le había contratado-, convencido de que el sexto de la tarde, Lentejillo, sería su salto a la fama; el animal que le haría salir por la puerta grande.
«Un torero había de ser valiente», pensaba el empresario, «tenía que ganarse uno a uno los cerca de 50.000 euros que iba a embolsarse, amén del pellizco extra, ya que la corrida se retransmitiría por televisión, pero, al mismo tiempo, inteligente, prudente y sabio. Sabio era el que tenía miedo al toro, sabio era el que tomaba distancias y, luego de catar, bebía hasta las heces del arte. ¿Sería Gómez Escorial suficientemente sabio?» El empresario creía, pero dudaba, pues Gómez Escorial era un libertino del valor. Y en un vano intento por calmar sus nervios, encendió un habano. Uno de los buenos, que la ocasión lo merecía.
Por fin, envuelto en cantos y risas, salió El Fundi a esperar a su primero, brindando al cielo en señal de recuerdo. Clara, en pie, aplaudía enfervorizada. Jaime, Lola y el inspector Ruiz, que acababa de llegar, no sabían decidir cuál había de ser su comportamiento. Al verla en pie, y desconociendo la relación de Clara con la tragedia, desde atrás le argumentó un entendido que no se molestase, porque el de Fuenlabrada no sabía torear.
– Pues es posible que lo que hace no sea toreo -le respondió otra señora, sin dar tiempo a Clara siquiera a intervenir-, pero le aseguro que este valiente hará callar hasta a los de sol.
Entre sonidos de trompeta y redoble de tambores fueron sucediéndose lances. El Fundi, ataviado con traje de luces de tabaco y oro, se esmeró con el capote y se prodigó con los palillos. Es costumbre añeja que este lance lo cubran los subalternos, hombres de plata, bien porque, aspirantes a matadores, desean lucirse y ganar puntos, bien porque, añosos y gruesos, tienen que ganarse el pan. Sin embargo, en Pamplona ponía los pares el maestro, un artista que, sabiendo que lo era, no se achicaba ni ante un miura sardo y cornalón que rondaba los 600 kilos.
Tras vistoso quiebro y cuarteos con ángel, el lidiador puso la plaza en pie. ¿Para qué querrían asientos?
– ¿Es o no es arte? -reprochó la dama al entendido.
– Mire, señora, si Bienvenida o Pepe Dominguín vieran esto, creerían que el diestro está haciendo ballet.