– ¿Y quién es Bienvenida? ¡Que en paz descanse! -replicó la señora. El caballero no contestó.
Aunque oía oles y palmas, el artista estaba descontento. Sabía que, con ganas y banderillas, no era suficiente. Le dolía que, entre los animales de esa ganadería de leyenda, le hubiera tocado en suerte un miura que manseaba con descaro. Intentó varias veces trastear el diestro, pero el astado huía de la muleta rehusando la pelea. Una media estocada, bien puesta, pues no había hecho falta descabello, había terminado una faena que fue premiada con alguna palma suelta, más de ánimo para el siguiente toro que de verdadero lauro.
El segundo miura era un soberbio toro. Al salir a la arena, de frente a la vista, no parecía grande ni gordo. ¿Dónde andarían los 614 kilos que pesaba? Al acercarse, Padilla se percató enseguida de dónde los guardaba. El burel era endiabladamente alto y no menos largo, tanto que el diestro dudó poder colocar el estoque en un sitio decente.
– ¡A por el tren! -le chilló un espontáneo.
«No es mala comparación», pensó el torero cuando sus zapatillas con duende pisaron la arena.
Juan José Padilla parecía un jardinero: tantas flores llevaba bordadas en su traje de luces. Y resultaba todo tan blanco que algún espontáneo le auguró la vuelta al cielo, con los ángeles. Ovación y vuelta al ruedo casi lo consiguieron.
Gómez Escorial, tercero en pisar la arena, vio desde chiqueros aquella pavorosa cabeza negra, los pitones astifinos que la adornaban, la altura desmesurada y la violencia con que pisó el albero. Ni siquiera cuando notó que miraba del mismo modo por la diestra y la siniestra se amilanó. Sin embargo, toro y torero no se acoplaron y la espada entró trasera y caída al tercer intento, lo que obligó a descabellar, también sin suerte.
– Una carnicería -se lamentó la señora.
– Ni que lo diga -se sumó el entendido-. Y es una pena, porque en los naturales ha estado sembrado. Así es este arte, primero eres un fenómeno, y luego te llenan de almohadillas.
– Bueno, jugarse el tipo, a sabiendas de que al menor descuido ocurre un percance, tiene su mérito. Escuche, le ofrecen una interpretación de Paquita el chocolatero los de sol. Hay otros, afamados, que se van de rositas y tan contentos.
– Sí, a esos a los que usted alude, señora mía -mismamente los de ayer-, habría que llevarles al cuartelillo y retirarles los emolumentos. Entonces las cosas cambiarían.
La banda tocaba sones, el sol Los 40 principales; la corrida aún era joven. Respetable y artistas, ganadero y prensa, esperaban que en la segunda parte la tarde se enmendara. Hasta San Fermín miraba expectante el ruedo. Para apoyar los buenos presagios, todos sacaron el avituallamiento.
Notando cómo un alud de olor entrampaba sus olfatos, Clara y Lola cruzaron la mirada. Rafael Moreno tenía razón. En albal o cazuelilla, con servilleta de hilo o de papel, vieron pasar ante sus ojos ajoarriero, tortilla fina, choricillos a la sidra, unos hermosos langostinos con su aderezo de ali-oli y bocadillos variados que viajaban junto a un añejo vino navarro y un cava muy fresco.
Frente a Jaime, que se puso de inmediato a la tarea, Clara y Lola tardaron en sacar su bocadillo. Los demás interpretaron el gesto como carencia: el resultado fue que no pasaron hambre. Sus vecinos de localidad -a diestra y siniestra, arriba y abajo- se sintieron obligados a compartir con aquellas hambrientas espectadoras parte de su comida. Pamplona resultaba ser uno de esos raros lugares en los que no importaba con quién te topases: todo el mundo comía y bebía como supuestamente mandaba Dios.
La segunda parte de la tarde iba discurriendo entretenida. El Fundi y Padilla se cedieron mutuamente los garapullos, viéndose violines, sesgos y cuarteos. El primero, entregado, recibió una oreja; el segundo, que puso todo su brío, la vuelta al ruedo, mientras era honrado con el laurel de la estima de Pamplona. Ya sólo quedaba el sexto de la tarde, el mosquito navarro a quien tantos, comenzando por Clara y siguiendo por Gómez Escorial, esperaban.
El torero, dejando en el armario el de repuesto, lucido en la Fiesta del año anterior, se había puesto un traje de luces color celeste. Sin embargo, al verse teñido de firmamento, cambió de idea, desvistiéndose y colocándose nuevamente el traje que Pamplona merecía: grana y oro, los colores de los valientes. Vestido así, unos momentos antes de la corrida, había acudido a la pequeña capilla de la plaza. De rodillas, apoyado con profunda humildad en el reclinatorio, había contemplado largamente la imagen de San Fermín. Tres veces le había librado de penas de alma y cornadas de cuerpo el Santo moreno. Por tres veces le habían pillado los toros en Pamplona, y en otras tantas había salido andando por su propio pie. Las gentes navarras decían que el Patrono sabía apreciar el valor en estado puro, y que, por eso, le había cogido cariño. En la misma pared, junto a la pequeña talla del Santo, se alineaban fotografías y estampas que otros toreros habían ido añadiendo en sus visitas. Allí estaban La Macarena, La Dolorosa, y también, a la derecha, el rostro doliente del Cristo de Medinacelli, regalo de Francisco Rivera Ordóñez. Ese Ecce Homo encendió nuevamente al diestro. Los ojos entornados del Cristo de los toreros, que narraban juntamente el precio de la sangre y la alegría del triunfo, le habían arrancado en más de una ocasión oraciones encendidas. Ahora parecían confirmar su ánimo.
Puesto en pie tras el placet del cielo, Gómez Escorial había salido muy concentrado. No había obtenido lo soñado de su primero, y por ello aguardaba ansioso a Lentejillo. El animal, ajeno al mundo, rumiaba sus nuevas penas en su cubiclass="underline" acababan de ponerle su divisa.
Antes de la apertura de los infiernos, ofreció el diestro la última oración al patrón. Miguel Reta estaba quieto, parado en tablas desde hacía un rato. A su lado, siguiendo atentamente el discurrir de la corrida, se encontraba Antonio Miura junto al mayoral de su ganadería. Los tres esperaban absortos la salida del Carriquiri navarro.
De pronto, Gómez Escorial salió corriendo, dirigiéndose a la puerta de chiqueros. Había decidido recibir con una larga cambiada, a porta gayola. Del lado de sombra brotó un murmullo de excitación y miedo. La andanada de sol, más práctica, inició El rey de Pedro Vargas, pero al intuir el lance, retomó el silencio. Mientras México comenzaba a cantar en Pamplona, al torero se le desbordó el corazón, pero lo ató en corto: para recibir así, hacía falta sintonizar corazón y cerebro, y mantener ambos fríos.
Hincadas las rodillas en la arena, con ansias de triunfo, el torero extendió el engaño en el suelo, sujetándolo fuertemente con ambas manos. Era imposible predecir el lado por el que embestiría el toro y la pérdida del capote era frecuente.
Se abrió la puerta. Lentejillo, se lanzó al ruedo con ansias de recorrer el redondel completo, pero allí había un obstáculo. El animal vio de inmediato al torero, vestido de grana y oro, esperando para realizar el lance de capa que tanto prodigaba, pese al miedo. Tendidos y barreras, gradas, palcos y andanadas; todos, unanimidad en sol y sombra, sin que sirva de precedente, se pusieron en pie.
Desde preferencia, no podía apreciarse el rostro del lidiador, pero sí la brava carrera de Lentejillo, luciendo sus ojos de perdiz. Gómez Escorial percibió de inmediato que el animal se fijaba en la izquierda. Nada más ver sus intenciones, soltó la diestra. Sin embargo, aún vaciló unos instantes: había tiempo para tirarse hacia el lado derecho y evitar el encontronazo, pero aquel fugaz pensamiento fue sólo una tentación momentánea. Ahora era un artista castrense, dispuesto a servir a la patria del arte.
Cuando el astado metió la cara para vengarse del capote, Gómez Escorial lo hizo volar por encima de su cabeza, dándole la vuelta en un vistoso molino. Se elevó la capa por el aire, tremolando. Pasó el toro junto al torero sin rozarlo. Sin embargo, Gómez Escorial no se atrevió a repetir el lance en el tercio. Había olido a su oponente. Muy serio, el torero comenzó los primeros quites, calibrando al burel. Soltó enseguida el brazo derecho haciendo que el capote cantase coplas al ritmo de su vaivén. El toro, embelesado por el trapo, obedecía; el público, seducido, se entregaba por completo.