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Consumido el fin de semana, había disminuido el número de corredores; la afluencia de curiosos y espectadores era menor y podrían apreciarse muchos más detalles de las carreras y los toros. Lola y Jaime vieron pasar la manada desde uno de los balcones del hotel. Desde el día anterior, no habían tenido noticia de Clara ni del inspector Ruiz.

Los Cebada Gago apuraron Estafeta con ansia, como consumen recuerdos los eternos solitarios, como anhelan besos las bocas forzosamente cerradas. En poco más de dos minutos y medio se metieron en chiqueros, dejando tras de sí una nutrida colección de contusionados. Aunque, quizás por los aciagos acontecimientos de la víspera, los astados respetaron la integridad de los mozos, y no hubo cornadas.

A primera hora de la mañana, todo el mundo sabía quién era la víctima que ocupaba el número 15 en los anales del encierro. En las ediciones especiales de los diarios de la mañana -sembradas de fotos en blanco, rojo y negro toro- aparecían muchas imágenes en las que Alejandro Mocciaro era protagonista.

Tras el encierro, Lola y Jaime bajaron a desayunar. Encontraron a Clara muy seria, con el gesto perdido. No se había pintado, tan sólo un ligero toque de carmín en los labios. Trataron de animarla, pero la vacuidad de su mirada indicaba que aquella labor era imposible. Estaba absorta, rumiando penas y suspiros. Tomaron café en silencio, respirando olor a cera y evocando unos hechos que no podrían olvidar fácilmente.

Jaime recorrió la habitación con la mirada. A su mente no vinieron las piezas de Albaicín, ni las risotadas de Hemingway, sino historias de luto y silencio que, cuando eran críos, rememoraban jugando en las tinieblas del ático: duelos, asesinos escondidos bajo nombres ficticios, republicanos huyendo de sus verdugos, leyendas…

La aparición del inspector Ruiz les sacó de su ensimismamiento. El policía -que había partido temprano del hotel donde se había instalado, al parecer, en la habitación de Clara- presentaba un subido color. Su rostro congestionado y el amplio círculo de sudor que manchaba su camisa evidenciaban que había impreso a su carrera casi la misma velocidad que los bellos toros con divisa colorada y verde habían mostrado en Estafeta.

Los análisis de sangre de Alejandro Mocciaro acababan de revelar que el toro había concluido lo que una ingente cantidad de clorhidrato de ketamina había comenzado. La cocaína no había sido tampoco gran ayuda. La mezcla había hecho imposible que el mozo controlase sus reacciones.

– Clara, querida, ya tengo los datos. Los laboratorios forenses tienen los resultados de los análisis. Son malas noticias.

– No creo que sean peores que las que ya tenemos. Él está muerto.

– Es cierto que ya nada podemos hacer por el pobre Alejandro, sin embargo, podemos vengar su muerte. El toro no fue su asesino. Tu hermano no se hubiera dejado coger por él si no hubiese tenido el cuerpo lleno de clorhidrato de ketamina.

– ¡Ya os lo decía yo! -concluyó Clara sin dar muestras de interés-. La cogida no parecía normal. Alguien tuvo que hacer algo. La cuestión es quién, ¿quién le mató?

– Clara -argumentó Jaime-, el clorhidrato de ketamina es una droga. Hace algunos años se empleaba para anestesiar a seres humanos pero, en vista de los efectos negativos, dejó de usarse, aunque su empleo se mantiene en animales. De hecho, yo lo utilizo a menudo en mis experimentos con perros. Sin embargo, se puso de moda como alucinógeno. Utilizado en dosis sub-anestésicas, produce sensaciones nuevas, psicodélicas. Quien consume esta droga se introduce en un túnel genial de paredes líquidas, por el que discurre a toda velocidad, mientras se aleja del mundo exterior, se siente separado del cuerpo…

– ¿Y qué me quieres decir con eso, Jaime?

– Quiero decir que la gente consume ketamina buscando precisamente esos efectos. Es posible que Alejandro pretendiera…

– No, no es posible -respondió Clara-. ¡Esto son los sanfermines!

– Hace algunos años tuve que intervenir como experta en un caso por tenencia y comercio de drogas. Los procesados quedaron libres porque la ketamina todavía no había sido clasificada como tóxico en la Convención de…

– ¿Y a qué viene ese rollo jurídico, Lola?

– Te lo cuento porque se les detuvo en Pamplona, y ellos declararon que la droga incautada estaba destinada al consumo durante la Fiesta.

– ¿Me estáis diciendo que Alejandro se chutó esa droga antes del encierro? Sinceramente, no me lo creo. ¡No era tan estúpido!

– Es cierto -alegó el inspector-, la dosis era muy grande y estaba mezclada con cocaína en alta concentración. Nadie hace una tontería de ese calibre voluntariamente. Pero tú no te preocupes, Clara, estoy yo para investigar esto. Te acompaño a tu habitación, te arreglas un poco y vamos todos a Comisaría. Y usted, señora abogada, manténgase en su sitio. La policía dispone de sus propios expertos, no precisamos de su ayuda.

– Por eso no se preocupe, me quedaré en el hotel para no molestarle -contestó incómoda y altiva.

– De eso nada. Ambos vendrán a Comisaría. Necesito su declaración. Dentro de diez minutos les espero en la puerta del hotel.

Conminados por las prisas del inspector madrileño, antes del momento fijado Lola y Jaime se presentaron en el recibidor del hotel. El inspector ofreció hacer el traslado hasta la comisaría en sendos coches oficiales que aguardaban en la plaza del Castillo, ya que localizar un taxi era una tarea ardua y de solución dudosa. En el primero, viajó él, acompañado por Clara. Lola y Jaime fueron en un segundo vehículo, en el asiento trasero; en las plazas delanteras, se sentaban dos oscuros agentes, serios y cariacontecidos.

– ¡Ketamina! -pensó Lola en voz alta, despreocupada-. No es una droga común, aunque es obvio que tampoco Alejandro lo era.

– Bueno, es una sustancia más… ¿Cómo lo diría? Más elitista…, más aristocrática. Dicen que su consumo provoca un emborrachamiento de luz y tranquilidad, seguido, como todas las drogas, por una angustia feroz.

– Pensándolo bien -siguió Lola-, es muy posible que el comportamiento de Alejandro en la plaza y su encuentro con el toro se expliquen perfectamente por un viaje ketamínico. Lo único positivo es que probablemente no sufriera.

– ¿Y por qué habrá tomado esa droga?

– No lo sé. Es extraño. Además, el inspector ha mencionado que era una cantidad nada despreciable.

– Supongo que nos enteraremos pronto -argumentó Lola-. Con ese dato, la policía científica tendrá que intervenir. Harán las averiguaciones pertinentes y encontrarán al camello que le vendió la droga. Supongo que estaría poco cortada y todo fue una sobredosis…

– No lo sé, cariño, esto huele a podrido.

– El mundo de las drogas siempre ha olido así.

– No me refiero a eso, me refiero a la muerte en sí misma. Quiera o no Clara reconocerlo, Alejandro estaba enganchado a la cocaína y probaba otras muchas drogas, pero no era idiota: aún no había llegado a alcanzar ese nivel en que el consumidor se vuelve un completo mostrenco. No creo que se pusiese delante de un toro habiéndose chutado una buena dosis de ketamina. Una raya de coca sí, pero no una dosis fuerte de Special K.

– Tienes razón. Es bastante raro. Ya te decía yo ayer que esta situación me chirriaba.

– Y eso que no conoces todos los datos. El médico forense me comentó ayer que el cadáver presentaba un pequeño hematoma con orificio central en el glúteo izquierdo. Un pinchazo, en definitiva, que había sido realizado con la ropa puesta, porque tanto el pantalón como el calzoncillo presentaban una pequeña mancha de sangre. Es raro, por incómodo, que una persona se chute así.

– ¡Jaime! -exclamó Lola estremeciéndose-, ¿sabes lo que te digo? ¡Que esto parece un montaje!

– Sí, es cierto, pero recuerda que es un escenario real con muerto incluido. ¿Un montaje de quién y para qué?