– No lo sé. Pero ha sido muy raro desde el principio: la lectura del testamento en plenas fiestas de San Fermín; a Alejandro le coge un toro y muere; y luego todo este lío de la ketamina…
– En la lectura del testamento nos enteraremos de por qué en Pamplona y por qué en esta fecha… Aunque es muy probable que, habida cuenta de lo acontecido, el acto se suspenda.
– Es posible. Hagamos lo que tenemos qué hacer. Acompañaremos a la pobre Clara, ya que los trámites pueden resultar muy desagradables, y luego nos volveremos a casa.
– Sí, tienes razón, será desagradable para ella, salvo que esté desayunando con algún torero o flirteando con algún gitano canadiense para consolarse de sus penas.
– No seas sarcástica -contestó Jaime-. Por cierto, ¿no crees que deberíamos llamar a Gonzalo Eregui para informarle? Creo que tengo su teléfono en el listín del móvil…
– ¡Gonzalo! Sí, por supuesto, deberíamos haberle telefoneado antes, pero con la corrida y el lío de la habitación se me ha pasado por completo. Llámale enseguida, no vaya a enterarse por los periódicos…
Cuando Jaime fue a utilizar su móvil, el agente de policía que ocupaba el asiento del copiloto se lo impidió.
– Disculpe, pero le agradecería que no empleara el teléfono.
– ¿Por qué? -preguntó Jaime con candidez.
– Son órdenes del inspector Ruiz -alegó el uniformado.
Desde su puesto al volante, el otro agente añadió:
– No se ofenda. Es que las ondas electromagnéticas afectan a la radio y debemos estar permanentemente conectados. Aquí ocurre algo parecido a lo que pasa en los aviones.
– Perdone, no lo sabíamos -se excusó Lola.
Jaime dejó caer el móvil al suelo. Lola se inclinó a cogerlo. Su marido hizo el mismo movimiento. Hablando en un retaco de voz, él se dirigió a su esposa:
– Eso que ha dicho el policía es una supina tontería. Es imposible que el teléfono móvil interfiera su señal. Esto es extremadamente raro. Escúchame bien, Lola: si pasara algo, localiza a Gonzalo Eregui. Él sabrá qué hacer.
– No, Jaime, estas cosas no funcionan así. Agente -dijo Lola dirigiéndose al policía que conducía el vehículo-, le agradecería que parase el coche. Querríamos bajarnos. Iremos a Comisaría por nuestros propios medios.
– Ya estamos llegando; es más cómodo que vengan con nosotros, podrían perderse.
– No se preocupe -insistió Lola tozuda-, conocemos la ciudad. Detenga el coche, por favor.
– Me temo, señora, que eso no va a ser posible. Hemos recibido órdenes expresas del inspector Ruiz de conducirles a las dependencias policiales.
– Agente, salvo que vaya a detenernos (en cuyo caso tengo derecho a saber por qué y a llamar a un abogado), no tiene facultad para retenernos en este vehículo. No hemos sido convocados para presentar declaración alguna, ni nadie ha expedido contra nosotros una orden de búsqueda y captura. Únicamente hemos sido invitados por el inspector Ruiz a acercamos a Comisaría para acompañar a la hermana de un hombre fallecido. Así que detenga inmediatamente este vehículo o expóngase a una denuncia por detención ilegal.
– No me lo ponga más difícil, sólo les llevo a declarar.
– Pues si no es como imputados, no tiene derecho a hacerlo. Pare inmediatamente el coche.
– No será necesario -intervino el segundo agente-, ya estamos en Comisaría. El inspector Ruiz les explicará todos los pormenores de este procedimiento.
La comisaría de Pamplona, gris y metálica, era similar a otras muchas comisarías de España, salvo por el hecho de que la navarra estaba recién acicalada. Un concentrado olor a pintura reciente lo impregnaba todo. Lola estaba tan nerviosa y enfadada por el injusto trato recibido que casi ni prestó atención al entorno. Caminaba rápido, decidida a solucionar esa ignominia en nombre de la justicia. Por el contrario, el olor a disolvente afectó a Jaime. Cuando llegó a sus ojos azul verdoso, le obligó a llorar. No hablaba, aquellas diatribas jurídicas le habían anegado el alma sumiéndole en un voluntario ostracismo.
Les llevaron directamente a una sala donde esperaban Clara y el inspector Ruiz. Los dos agentes que les acompañaban pasaron también a la estancia. Ninguno de los presentes se levantó cuando entraron. La mujer parecía ebria de altivez, erguida en su silla, fumando cigarrillos caros, sonriendo maligna y cruelmente. El policía se mostraba casi triunfante.
– Adelante, siéntense, por favor.
– No, inspector -declaró Lola-, no me sentaré hasta que no me diga de qué va todo esto. ¡Sus ayudantes nos han impedido hasta usar el móvil! ¡Dígamelo ya, o nos iremos de aquí!
– Lo que ocurre es muy sencillo. Como les indique anteriormente, Alejandro Mocciaro estaba intoxicado con una altísima dosis de clorhidrato de ketamina cuando ese toro colorado le corneó. Existen, por tanto, indicios suficientes para pensar que se ha cometido un hecho que podría revestir carácter delictivo. En realidad, las pruebas parecen indicar que alguien le inyectó esa sustancia con ánimo criminal. Así mismo -el policía parecía disfrutar con el momento-, poseemos pistas suficientes para señalar a las personas que han tenido parte en esos hechos.
– ¡Qué rapidez! ¿Y quiénes son esas personas? -preguntó Jaime, con su habitual candidez. Parecía que acababa de despertar de un extraño sueño.
– ¿Es que no lo saben?
– Pues realmente no, inspector -contestó el médico.
– En ese caso, pregunte a su esposa.
– Inspector Ruiz -Lola estaba muy seria. En el aire tremolaba una peligrosa sensación, pero ella ocultó lo mejor que pudo su miedo. De hecho, su voz sonó firme-, ¿me está imputando algún delito?
– Tengo entendido que usted y el fallecido Alejandro Mocciaro eran compañeros de claustro.
– Sí, en efecto, lo éramos. Ambos explicábamos Derecho Penal en la universidad de Valladolid. Yo aún sigo haciéndolo.
– Por poco tiempo, tengo entendido.
– ¿Por qué dice eso, inspector?
– Según los datos que obran en mi poder, usted perdió hace unos meses su puesto de trabajo.
– No exactamente. No gané la oposición a cátedra a la que concursé.
– En efecto, la ganó Alejandro Mocciaro. Cuando él ocupara la plaza de catedrático, usted sería expulsada de la universidad donde llevaba trabajando más de quince años.
– Sí, eso es correcto. Diecisiete para ser exactos.
– Y usted está muy enfadada…
– ¿Qué es lo que insinúa, inspector?
– ¿Insinuar? No, yo no insinúo nada. Lo que voy a hacer de inmediato es aplicarle medidas preventivas.
– ¿Me va a detener? ¿Con qué indicios?
– ¿No le parecen obvios? Se enterará a su debido tiempo de los detalles.
– De eso nada, me asiste el derecho a ser informada de los hechos que se me imputan, las razones de mi detención y los derechos que me asisten. Por cierto, tengo derecho a asistencia letrada. Jaime, no diremos ni media palabra más. -Al dirigirse a él, Lola notó que la cara de su esposo era todo un poema, pero ahora no disponía de tiempo para sentimentalismos-. Quiero que sea avisado Gonzalo Eregui, abogado del colegio de Pamplona. También que se notifique mi detención a…
– ¡Cállese de una vez! -El inspector Ruiz se acababa de levantar. Sus enormes brazos se apoyaban en la mesa, permitiendo que su cuerpo se inclinara hacia el de Lola. Las venas del cuello se le habían hinchado, lo mismo que su rostro, que aparecía de un rojo subido-. ¡Aquí quien manda soy yo! ¡Yo diré qué derechos tiene!
– ¡De eso nada, es la ley la que lo estipula, usted no es nadie para…!
– ¡Si no se calla, mandaré que la amordacen!
– ¿Pero qué se ha creído? ¡Esto es una democracia constitucional!
Tras unos golpes en la puerta que no esperaron placet, se abrieron las puertas de roble y una riada ahogó las palabras de Miguelón Ruiz. El juez Uranga iba en cabeza. Tras él, su sustituto en la instrucción del caso, el juez Vergara, acompañado del forense. En último lugar, el inspector pamplonés Juan Iturri.