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– ¡Iturri! ¿Qué coño quiere? -Naturalmente, el inspector Ruiz se encaró con el eslabón más débil.

– Acabo de informar a sus señorías del hallazgo de clorhidrato de ketamina en el cuerpo del finado Mocciaro y…

El juez Uranga tomó la palabra.

– Inspector, ¿por qué no nos ha informado de inmediato? Nos llegan alarmantes noticias relativas a la posibilidad de que esté usted pensando en practicar detenciones preventivas…

– En efecto, señoría, estaba en ello cuando ustedes han venido. Le informaba a doña Lola MacHor de sus derechos.

– ¿Cómo de mis derechos? -bramó ésta, mirando a su amigo con ojos suplicantes-. ¡Me estaba usted negando la asistencia letrada!

– Inspector -continuó Uranga, con tono pausado-, ¿cree tener indicios suficientes para acusar a esta mujer?

– Lo creo.

– Es ese caso, entiendo que esta conversación habría de ser privada y que los presuntos implicados deberían abandonar la sala.

– Yo lo que creo es que usted, señoría, se está extralimitando. Le recuerdo que ya nada tiene que decir aquí. En caso de que concurra alguna circunstancia que yo deba tener en cuenta, será el juez Vergara quien habrá de comunicármelo.

– En efecto, así es -intervino el nuevo juez-. Conteste a la pregunta: ¿qué indicios obran en su poder?

– Varios, señoría. En primer lugar, el acceso a la sustancia. Don Jaime Garache, aquí presente, ha confesado emplear habitualmente esa sustancia y tener almacenadas cantidades de la misma; en segundo lugar, el motivo: un cóctel de dinero, celos y envidia.

– Expliqúese, por favor -pidió el juez.

– Verá, señoría, doña Lola MacHor acababa de perder una cátedra que fue ganada por el finado: interviene la venganza. Por otro lado, si Alejandro Mocciaro moría, ella recuperaría su puesto y tendría la posibilidad de obtener la cátedra en segunda instancia. Además, hay un motivo secundario: los celos. Unos celos que le obligaron a dañar a la familia Mocciaro. Doña Lola MacHor, aquí presente, sabe que su marido está profundamente enamorado de la hermana del finado, doña Clara Mocciaro, también aquí presente…

– ¿Qué? -chilló Lola-. ¿Se ha vuelto usted loco?

El inspector Ruiz la despreció y siguió con su exposición.

– Ante hechos de tal gravedad, ante la alarma social que se creará al saberse que se ha cometido un asesinato en plenas fiestas de San Fermín, en un acto como el encierro donde cada día acuden tantas personas de bien, y ante la posibilidad de fuga, creo que tanto doña Lola MacHor como don Jaime Garache deben ser retenidos. Si quiere usted imponerlo, de acuerdo, no hay objeción, dicte prisión provisional; en otro caso, yo la detendré preventivamente.

Vergara miró a su antecesor y éste al suelo. El nuevo magistrado, que acaba de ser informado de la asignación de un nuevo caso y prácticamente ignoraba los detalles del sumario, permaneció en silencio, viéndose obligado a acatar todos los pronunciamientos del inspector madrileño.

Clara sonreía mientras el juez Vergara dictaba prisión provisional para ambos cónyuges.

– Quiero que tengan todas las garantías procesales, inspector.

– ¡Faltaría más! -contestó éste. Al juez el tono de su voz le pareció algo socarrón.

Hubieron de repetírselo tres veces. La bulla fuera de la sala era tan ensordecedora que ni siquiera en aquel despacho era posible hablar sin levantar la voz. A la segunda, Lola intuyó que aquello iba en serio, pero cuando lo oyó por tercera vez retuvo la acusación formal. Si Jaime lo escuchó antes, no lo manifestó. La imputación estaba formulada, expresa, comprendida, pero ninguno de los dos consiguió articular palabra. El juez Uranga, testigo por necesidad, continuaba mirando el suelo. Por el contrario, Clara se puso en pie, erguida sobre sus altos tacones rojo sangre, con la cabeza pina y la mirada desafiante, sujetando con ambas manos la correa de su bolso.

Lola cerró los ojos sopesando el surrealismo de aquella situación. Habían acudido a Pamplona para la lectura de un testamento en el que, a lo sumo, el difunto les legaría la propiedad de una colección de libros, sin más valor que el sentimental, y acababan acusados de asesinato. Jaime no pensaba. Trataba de digerir aquellas frases que, por fin, había conseguido escuchar: un juez desconocido acababa de acusar a su mujer de asesinato, inculpándole a él como cómplice. Como era frecuente en muchos hombres de ciencia, tratar con la ley le producía a Jaime cierta incomodidad. No solía cometer infracciones voluntarias. No aparcaba nunca en sitio prohibido ni rebasaba los límites de velocidad. Sólo en una ocasión había recibido una multa de tráfico: por circular a 52 kilómetros por hora en una zona con límite de 50. Desoyendo las protestas de su esposa que, conocedora de la ley, insistía en recurrir aquella sanción, Jaime había ido a pagar de inmediato los 160 euros.

Aquel sarpullido sentimental emergió en ese momento con toda virulencia. Sus ojos miraron suplicantes el rostro de su amigo Uranga. Al no obtener respuesta, ocultó la cara entre ambas manos. Producto de una educación espartana, Jaime no solía llorar. Llorar era símbolo de debilidad y de falta de hombría. Por su educación científica, se aferraba siempre a la razón y rara vez a los sentimientos. Llorar debía ser el último recurso, una tabla para náufragos desesperados. Sin embargo, esta vez se dejó llevar por la irracionalidad. Se sentía completamente perdido en un mundo de gestos desconocidos y amenazadores.

Cuando Lola vio cómo el policía arrancaba las manos de su marido de la cara y, colocándoselas a la espalda, le esposaba, un resorte oculto se activó en su interior y prorrumpió en gritos. Ilegalidad, falta de pruebas y otros términos jurídicos fueron seguidos por una tormenta de exabruptos que ni ella misma era consciente de conocer. Sin solución de continuidad, comenzó a dolerle el pecho, como si algún extraño ser oculto en su interior quisiera retorcerle el corazón. Al dolor, que irradiaba hacia el hombro y la espalda, le siguieron las náuseas y el vértigo. Guardó silencio.

Desde la lejanía, el agente que se aprestaba a llevar al detenido a la prisión de Pamplona veía cómo su tarea se hacía cada vez más incómoda: cada músculo del cuerpo de Jaime se revelaba contra aquella ignominia, cada fragmento de su espíritu chillaba desaforadamente, insistiendo en que debían atender a su esposa.

– ¡Le pasa algo! ¡Fíjense qué color tiene! ¡Eso es un infarto! ¡Llamen a una ambulancia! ¡Escúcheme, imbécil -rugió, dirigiéndose al inspector Ruiz-, o atienden inmediatamente a mi esposa o juro que al que tendrán que atender es a usted!

El inspector Ruiz saltó de inmediato

– Una talentosa representación, señora. Caballero, usted también ha estado notable, aunque su mujer le supera. Pero ambos se esfuerzan en vano: uno es perro viejo. Dejen de hacer el primo porque en esta ocasión no cuela. ¡Ah! Y tomo nota de sus amenazas, doctor, las incluiré en el informe. ¿Fue eso lo que hizo con el difunto señor Mocciaro? Dígame, ¿tanto vale la cátedra de su esposa?

– Sí, siempre has interpretado tu papel de mojigata y gazmoña a la perfección -agregó Clara, mirándola altivamente-. Pero tus días de actriz beata han terminado. ¿Y tú? ¡Realmente no me esperaba esto de ti, Jaime, con lo que yo te he querido!

Con voz entrecortada, cada vez con menos color, Lola intentó hablar. Lo consiguió mientras su frente se perlaba de gotas de sudor frío:

– Tengo derecho a que me examine un médico forense -logró decir.

El aludido intervino de inmediato.

– La señora tiene razón, está en su derecho.

El juez competente y su predecesor maniobraron también, poniéndose de parte del médico, quien agregó:

– Por otro lado, verdaderamente tiene muy mal aspecto. Creo que deberíamos llevar a esta mujer a un hospital y hacerle algunas pruebas.