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– ¿Pruebas? -bramó el inspector-. ¡De eso nada! Estos dos no buscan otra cosa que ganar tiempo, quién sabe si buscando la posibilidad de una fuga. Examine a esta señora si es lo que cree que tiene que hacer. Luego, déle una aspirina y al trullo.

Lola siguió quejándose: sus manos asían cada vez con mayor fuerza su hombro y su pecho. Cuando se desmayó, aún escuchaba las ironías del madrileño y los gritos angustiosos de su marido. Pese a las protestas del policía, el forense impuso su criterio, aunque para ello hubo de apelar al manido argumento de la lluvia de denuncias que a posteriori se les vendría encima. El médico colocó nitroglicerina bajo la lengua de la acusada, trató de reanimarla y llamó de inmediato a una ambulancia. Llevaba mucho tiempo trabajando con cadáveres, pero aún recordaba los síntomas de un infarto de miocardio.

Cuando llegó la ambulancia, la detenida respiraba con dificultad. El personal de SOS Navarra ejecutó enseguida el protocolo, con las reiteradas interrupciones del inspector Ruiz, que seguía arguyendo que la asesina escondía bajo una máscara de dolor la férrea intención de escaparse.

– Presunta asesina -afirmó el policía navarro, que hasta ese momento se había mantenido en un discreto segundo plano.

Durante todo aquel tiempo, Juan Iturri había movido reiteradamente la cabeza en señal de disgusto. Según su criterio, aquella detención era prematura, por insuficiente y mal justificada. Por otro lado, aquel matrimonio no parecía responder al perfil de los asesinos por venganza. Todos los datos que obraban en poder del inspector Ruiz resultaban circunstanciales. Al morir Alejandro Mocciaro, su cátedra quedaba vacante, ciertamente; y el marido de la presunta asesina tenía fácil acceso a la droga, pero también era posible comprarla en la calle. Al mismo tiempo, existía un argumento de peso que el sheriff madrileño ni siquiera había contemplado: la hermana del muerto podría tener un interés crematístico, pues a su muerte heredaba un título nobiliario y un conjunto de propiedades dotadas de tentadoras rentas.

Juan Iturri se lo indicó al policía impuesto desde la capital. No obstante, en cuanto el nombre de Clara salió en la conversación como presunta sospechosa, el inspector madrileño montó en cólera. Fue un estallido sorprendente; tanto que media plantilla de la comisaría central dejó lo que estaba haciendo y se detuvo a contemplar aquella furia. Como si procediera a ejecutar un rito de purificación por la ignominia que el navarro acababa de pronunciar, el inspector Ruiz empezó a mover desaforadamente los brazos y a golpear con sus musculosos brazos muebles y paredes: de su boca salían ruidos extraños.

– Está bufando -dijo en voz baja un policía a otro.

– Eso intenta, pero con la voz de pito que tiene, lo que realmente hace es cacarear.

Las risas ahogadas llegaron a oídos del policía, calmándole momentáneamente. Con cien ojos pendientes de sus reacciones, el madrileño inició unos ejercicios de relajación, moviendo el cuello en sentido circular e insuflando aire en una bolsa de papel que llevaba cuidadosamente doblada en el bolsillo. Luego se dirigió decidido hacia el inspector Iturri. Comenzó fulminándolo con la mirada, continuó llenándole de improperios que, con su voz aflautada, sonaron menos gruesos, y concluyó en el mismo momento en que le informó a gritos de que quedaba retirado del caso.

Iturri no se dejó amedrentar. Sonrió mientras le decía:

– ¿Está usted seguro de que eso es lo que desea?

El inspector Ruiz se dio cuenta enseguida de su error. Sabía lo que pasaría. A partir del momento en que Iturri desapareciera, todos los agentes de policía dejarían de hacerle caso. Fingirían obedecerle, pero cumplirían lenta y defectuosamente todas sus órdenes, hasta conseguir exasperarle. No le quedó más remedio que recular y tolerar la presencia de aquel palurdo policía de provincias. Debía tragarse sus palabras sin que Clara notara que perdía la batalla. Pensaba pedirle matrimonio. Tras estos hechos, estaba seguro de que ella aceptaría. La dama estaba ya algo deslucida, pese a los múltiples retoques del cirujano plástico, pero tenía rentas saneadas y un título nobiliario. Con esos elementos y su nueva red de amistades, progresaría rápidamente en su carrera. Si esto salía bien, quizás algún día llegara a ser secretario de Estado o ministro…

– ¡Usted a callar! -exigió el madrileño, aniquilando con el deseo al inspector Iturri. Ninguno de los dos jueces allí presentes intervino en su defensa-. ¡Fuera de aquí! ¿Es que no tiene nada mejor que hacer que molestar con sus tonterías? ¡Vaya a buscar a algún criminal! ¿Qué pasa con esa aspirina? ¡Quiero aquí una dosis doble, de inmediato! ¡Al final, se escapará!

Juan Iturri calló, pero no acató. Sería policía de provincias, llevaría zapatos baratos y le sudarían las manos, pero, en lo relativo a su oficio, se contaba entre los mejores. Sus hombres, que eran quienes le importaban, amen de idolatrarle por su olfato de sabueso, sabían que cumplía de manera seria y profesional con su trabajo. No, no cejaría porque un agente visitador de gimnasios viniera a enmendarle la plana.

El médico de la ambulancia, por su parte, al ver cómo la tozudez del policía madrileño y su insistencia en la posibilidad de que la delincuente huyera interfería en su trabajo hasta casi impedirle hacer correctamente su labor, perdió definitivamente la paciencia:

– ¿Pero es usted idiota? ¡Cómo va a escapar si le está dando un infarto! ¡De la muerte habrá de huir si no nos damos prisa! ¡Quítese del medio! ¡Avisa al Hospital de Navarra -chilló a su subalterno-, llevamos una angina, quizás un infarto!

– De acuerdo, llévensela -cedió-. Iturri, que le acompañen dos agentes -ordenó con displicencia-. Le responsabilizo a usted personalmente de todo lo que ocurra. Si la detenida consigue huir, le prometo que se dedicará el resto de sus días a vigilar almacenes de alimentación. ¡Y el marido, de inmediato a la celda! ¡Ya!

III PARTE

Aquél fue el peor verano de mi vida y, de alguna forma, también el mejor. Desde aquellos sanfermines he vuelto cada año a Pamplona. Poco a poco, la amargura que todos los 13 de julio sembraban en mi ánimo ha ido cediendo, dando paso a un sentimiento extraño, monocorde por un lado, arco iris por otro. Ahora, cuando se acerca el día, exhibo una sonrisa pacífica y algún que otro gesto mudo.

Pasado un lustro, puedo narrar aquellos hechos sin que mi corazón de vuelcos. Aquella situación fue terrible; en muchos sentidos, la experiencia más angustiosa que jamás haya vivido. Desde entonces, no soy la misma, pero creo que a pesar de todo fue positiva porque ahora soy mejor: más segura (o menos insegura), más fría y más feliz.

Del proceso judicial no hay mucho que contar. Tanto a Jaime como a mí nos pusieron en libertad enseguida, sin cargos y con una leve y magra disculpa. El inspector Ruiz desapareció de la escena con la misma celeridad con que pasan los momentos dichosos de las jornadas largamente esperadas. Sin embargo, éste no dejó huella. De él sólo recuerdo su deforme cuerpo de levantador de pesas y su voz de flauta afeminada girando alrededor de su incipiente calvicie. El resto, para mi dicha, lo he olvidado.

No hemos vuelto a ver a Clara. Hace tres años se enamoró de un guapo artista italiano con el que se casó. Tras la inmensa felicidad de ocupar las portadas de Hola y Semana, llegó la lluvia. El caballero vestido de Armani resultó un gay arruinado dispuesto a hacer cualquier cosa por mantener sus vicios privados. Aunque le había advertido varias veces de que el camino que había escogido conducía inexcusablemente a un reino en el que todas las caricias llevan precio, sentí sinceramente que mi vaticinio hubiera sido tan certero.

La intervención de otras muchas personas que entonces no conocía fue decisiva para llevar esta nave a puerto seguro. Sor Rosario, de la que habré de hablar largo y tendido, aún vive, casi tiene cien años. Sus ojos conservan su agilidad juvenil, aunque creo que, si Dios no se la lleva pronto, terminará levantando del suelo poco más de un metro. Según me dicen, continúa lavando su ropa interior cada noche y manteniendo caritativamente cortas las uñas de los pies. Juan Iturri, mi muy querido inspector, ha desaparecido del mapa. Me consta que sigue siendo policía, me consta que sigue siendo buen sabueso, pero ahora piensa para la INTERPOL en algún lugar desconocido. Nos envía una postal cada 7 de julio. No lleva firma ni texto, pero un análisis caligráfico nos diría con razonable seguridad que la letra que marca mi nombre y dirección es suya.