– No, hermana, esto no funciona así: son ellos los que tiene que demostrar que nosotros somos culpables.
– Si están detenidos, hija, por algo será. Alguna prueba creerán tener sus acusadores, digo yo.
– Sí, deben de tener alguna sospecha razonable sobre… sobre lo que sea. En todo caso…
– Mi mente jurídica despertaba de nuevo.
– Debemos saber qué tienen y, lo principal, a quién se supone que hemos matado.
– ¡Ah, eso sí que lo sé! ¡Lo han dicho en las noticias!
– ¿Ha salido en las noticias? ¡Entonces lo habrán visto mis hijos! ¡Qué horror, oír que tus padres son unos asesinos!
– No, no, tranquila. No me malinterprete. De ustedes no han dicho nada, sólo del difunto. Espere, he apuntado el nombre.
Sor Rosario se colocó en la punta de la nariz unas minúsculas gafas que llevaba colgadas de una correa negra. Luego, con ambas manos, empezó a enredar en los bolsillos de su impoluta bata blanca. De allí salió primero un rosario. Mientras me explicaba que era de la medalla milagrosa, y que tenía costumbre de emplearlo un par de veces al día, siguió perforando en los bolsillos hasta que aparecieron tres diminutos caramelos de fresa.
– Tengo ingresados a dos niñitos huérfanos -informó la monjita-. Son ecuatorianos, abandonados por sus madres en la puerta de la Comunidad. Estos pobres emigrantes acumulan ignorancia y pobreza, dos de los mayores males de la humanidad. Ha de saber que, cuando esté usted mejor y hayamos arreglado este lío del asesinato, le pediré un donativo para las misiones en las que trabajamos.
– De acuerdo -contesté, sin saber que, con su dulce maestría, nos sacaría después la mayoría de nuestros ahorros-, pero ahora sería bueno buscar el nombre.
Finalmente encontró varios trozos de papel que fue leyendo, dándoles vuelta cuando correspondía porque, salvo en el canto, estaban escritos por todas partes. Por fin exclamó:
– ¡Aquí está! ¡Ya lo tengo! Vamos a ver qué pone: Alejandro Mocciaro…
– ¡Alejandro Mocciaro!
– Así es, en efecto. ¿Le conoce?
– ¡Por supuesto que le conozco! ¡Es mi compañero de despacho!
– ¡Ah!, pues eso es malo.
– ¿Qué es malo? -pregunté, incrédula.
– ¡Pues todo! Es malo que le conociera y que trabajaran juntos. ¿Se llevaban bien?
Tardé en contestar. No nos llevábamos mal, aunque procurábamos evitarnos en la medida de lo posible. Ofrecí una respuesta capaz de cubrir el expediente.
– Eramos muy distintos en cuanto a nuestras convicciones, pero…
– Ya -terció sor Rosario-. Bien, vamos a necesitar que alguien nos ayude, porque yo de homicidios y cuestiones legales no entiendo nada.
– ¡Esto no puede estar pasando! -dije.
Dos de las enfermeras levantaron la cabeza. El paciente de la bata de cuadros bajó el diario y miró fijamente hacia el lugar del alboroto. Sor Rosario contraatacó de inmediato. Se puso en pie, colocó ambas manos sobre mi cabeza y, con intencionada y afectada voz, prorrumpió en latinajos:
– Ego te absolvo in nomine Pater et Fili et Spiritu Sancto
– ¿Pero qué hace, sor Rosario? ¡Me está dando la absolución! -protesté en susurros.
– En efecto, hija. ¡Es lo primero que se me ha ocurrido! Ya sé que no vale, que para eso se necesita un cura, pero estas dos enfermeras no tienen ninguna cultura religiosa, así que da lo mismo. Lo importante es que crean que hablamos de su alma y no me echen de aquí: ¡soy su única conexión con el mundo!
– Tiene razón. ¿Qué puedo hacer? Lo que no entiendo -alegué- es cómo hemos podido Jaime y yo causar esa muerte. ¿Ha oído usted cómo ha muerto Alejandro Mocciaro?
– ¡Naturalmente! ¡Es la comidilla de toda España!
– ¿De toda España? ¡Cómo sufrirán mis pobres hijos! ¡Mi madre estará histérica!
– No se comenta nada sobre ustedes, sino sobre el mozo fallecido y el toro navarro que le mató -aclaró sor Rosario.
– ¿Cómo? ¿Qué le ha matado un toro? Y entonces, ¿qué hago yo aquí y mi marido en la cárcel?
– ¡Ah, hija! ¡Eso ya no lo sé! Por eso le digo que necesitamos a alguien que investigue sin levantar sospechas. Yo no puedo ir muy lejos. Hace años que no abandono este recinto hospitalario. Dígame, ¿no tienen algún familiar, aunque sea lejano, en Navarra?
No contesté. La hermana de la Caridad me azuzó todo lo que pudo, pero no fui capaz de dar una respuesta.
– ¡Lola, que en cualquier momento viene el policía o las enfermeras y me expulsan! ¡Llevo ya cerca de media hora confesandola!
– Mi marido es navarro -respondí escuetamente.
– Entonces, seguro que tiene algún pariente. ¿Sabe si le queda algún familiar cercano a quien podamos acudir? -preguntó sor Rosario con su habitual desparpajo.
– En realidad sí, mi suegro -contesté reticente. Estaba convencida de que mi interlocutora juzgaría mal mis intenciones en cuanto terminara de responder a su pregunta, pero añadí-: Sin embargo, preferiría que se mantuviera al margen.
– No es momento para viejas rencillas familiares, ahora es tiempo de solidaridad. Dígame, ¿cómo se llama? ¿Dónde puedo localizarle?
Se lo dije. Ofrecí a una desconocida el nombre que hacía tanto tiempo evitaba pronunciar y la dirección que no frecuentaba desde hacía miles de años. Ella lo anotó todo en uno de sus papelillos reciclados y se despidió con otra pregunta. Miré al techo como tratando de obtener de allí la sabiduría necesaria para ser precisa en la contestación. Después bajé los ojos y me enfrenté a los de sor Rosario, que seguía mirándome con ternura.
– ¿Es usted católica?
– Lo soy, aunque me temo que debería ser más piadosa.
– ¡Estupendo! Le voy a dejar mi rosario. Le vendrá bien. Procure apaciguar su alma, en otro caso su corazón volverá a protestar y esa máquina infernal pitará. Intentaré contactar con su suegro.
– Será inútil -afirmé.
– ¡Ya verá como no!
No repliqué. ¿Para qué discutir? Habitualmente nada se saca en claro de discusiones bizantinas como aquélla. Además, tenía la convicción de que llevar la contraria a sor Rosario equivaldría siempre a una soberana perdida de tiempo. Poseía la monjita una habilidad, que casi rozaba el arte, para envolverte con sus frases simples, con sus diatribas eclesiásticas, con sus razonamientos tan poco racionales. Era mejor darle la razón y evitarse el trabajo.
– Si quiere intentarlo, hágalo.
– De acuerdo, ahora me voy. Y recuerde que Dios no pierde batallas. Voy a coger una gasa, para que crean que ayudo.
– Lo hace, madre -respondí, con emoción en los ojos.
– Lo sé, hija, me refiero a ayudar físicamente: del corazón no tengo ni idea. ¡Un día tengo que contarle cómo aprendí a poner inyecciones sin mirar los traseros de los mozos!
Y se despidió con un guiño. Ya se alejaba cuando me vino a la cabeza otra pregunta:
– Sor Rosario, dígame una cosa: ¿en alguno de los papeles de su bolsillo tiene escrito el motivo del asesinato? ¿Sabe, por un casual, por qué Jaime y yo querríamos asesinar a Alejandro Mocciaro?
– Supongo que… -contestó mientras trasegaba en sus bolsillos.
– Estará escrito en alguna parte -concluí.
– En efecto, aquí está. Motivo: cátedra.
– ¿Cómo? ¿Qué motivo es ése?
– Pues no tengo ni idea. A mí la palabra me suena a enseñanza, a educación, pero, que yo sepa, nadie mata por eso. No se inquiete, a la salida le pregunto al policía. Cuando me aclare, vengo y se lo cuento.
Ya sola, cerré los ojos intentando no dejarme dominar por las lágrimas. La memoria seguía reacia a ofrecerme imágenes nítidas con que entender aquel galimatías; mi mente no estaba mucho más despejada. Supuse que la torpeza sería fruto de la medicación a que me estuviesen sometiendo. Traté de no pensar en nada, pero la estampa de mi suegro se apoderó de mi cabeza.