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Las manecillas metálicas caminaban hacia las seis por la blanca carretera del reloj. El paciente de la bata de cuadros dormitaba sobre su periódico. Mi compañera de la derecha roncaba sin contemplaciones, soñando, supongo, con un plato de caracoles humeantes. Yo rezaba alguna oración atada a aquel rosario, supuestamente milagroso. Una enfermera se acercó a mi cama. Sin explicación, sin mirarme ni hablarme en modo alguno, me retiró los cables del cuerpo y soltó la bolsa de suero de su atadura fija, depositándola sobre la cama. Con el ajetreo, la clientela despertó y contempló la escena con curiosidad.

– ¿Qué pasa? -preguntó el más atrevido; yo no llegué a verle.

– Nada que a usted le interese, caballero -contestó la enfermera, después respondió a su pregunta-: Vamos a llevar a está señora a una habitación.

– ¡Qué bien! -Por la voz supe que la cocinera de babosas se había envalentonado y hablaba en voz alta.

– ¡Mejor así! ¡Que se la lleven! ¡Corremos grave peligro con ella aquí! Hace unos años hubo muertos en el hospital por un casó similar. ¿No lo recuerdan? -chilló, dirigiéndose a la concurrencia que escuchaba sin perder ripio-. Seguro que sí, ¡hagan memoria!: un terrorista se autolesionó en la cárcel y tuvieron que ingresarle. Por la noche sus compinches vinieron a rescatarle y mataron a dos personas.

– ¡Es cierto! -confirmó entrecortadamente otro paciente tras retirar la máscara de oxígeno que cubría su boca y su nariz. Con movimientos de brazos intentó otorgar más fuerza a sus palabras. Esta vez sí alcancé a verle-. Descerrajaron dos tiros a la pareja de guardias que custodiaban su puerta. Pero este caso es distinto. Esta señora es una presa común: se ha cargado a alguien de su trabajo.

A medida que aquellos individuos se convertían en masa sin rostro ni vergüenza, la conversación comenzó a animarse. Hasta las enfermeras dieron su opinión. Cuando un celador entró con la ingrata misión de trasladar mi camilla, algunos de los presentes me señalaron con el dedo sin el menor disimulo. Incapaz de soportar aquellos dardos emponzoñados, me tapé completamente con la sábana. Los demás aplaudían mi traslado con expresiones de júbilo. Yo lloraba sin tratar de ahogar mis jadeos. ¿Qué importaba ya que me oyeran?

El policía de Artajona se puso en pie cuando vio salir la camilla. Creo que estuvo tentado, pero se contuvo y no me dirigió la palabra. Se limitó, como era su obligación, a seguir a su peligrosa detenida hasta la habitación que me había sido asignada. Como le habían ordenado, me esposó la mano derecha a los barrotes metálicos de la cama y comprobó el cierre. Creo que aquélla fue una de las cosas que más me dolieron en aquel proceso. Al fin y al cabo, era la primera prueba de mi estado. Estallé:

– Toda persona privada de libertad será tratada humanamente y con el respeto debido a la dignidad inherente al ser humano. Artículo 10.1 del pacto internacional de Derechos civiles y políticos. ¿Conoce usted ese pacto, agente?

– Señora, yo soy un mandado. Hay creencia fundada de que usted puede sustraerse a la acción de la justicia.

– ¿Atada a un suero, medio drogada y convaleciente de un infarto?

– Lo siento, señora. Es lo que me han ordenado.

– De acuerdo, quiero hablar con un abogado.

– Tampoco será posible. El juez ha decretado su aislamiento. Se trata de evitar que pueda confabularse con terceros, desvirtuando la investigación que se está llevando a cabo. Cuando el inspector Ruiz así lo indique, se llamará a un letrado de oficio.

– Pero agente, eso es…

El joven policía ya no me escuchaba. No quiso saber nada más acerca de mi causa. Cerró la puerta tras de sí y permaneció en el exterior.

Cuando se me agotaron las lágrimas, comencé a examinar la habitación. Percibí con emoción que por un ventanuco elevado que estaba parcialmente abierto entraba una brizna de luz. Aquel trocito de cielo fue para mí como una experiencia mística en la que me regodeé largo rato. No sé cuánto, porque en aquella nueva celda no había forma de calcular las horas, lo que añadió a la angustia y a la inmovilidad un nuevo suplicio.

Algún tiempo después, unos minutos, media hora, entró una enfermera.

– ¿Podría devolverme mi reloj, por favor? -Mientras me dirigía a ella, la enfermera siguió trasegando cables.

– ¿Para qué? -contestó chistosa-. ¡No va a llegar tarde a ningún sitio! -Después de hacerlo, renació algo de su dormida humanidad y se arrepintió-. Preguntaré al policía. Quizás sea posible.

Mi Cartier de acero vino junto a la cena. Desprecié el alimento -ni siquiera levanté la tapa de la bandeja para saber qué habían preparado-, pero me emocioné al ver el reloj. Fue curioso cómo se me desbordó el corazón ante un objeto tan cotidiano, o quizás fuera por eso, porque era cotidiano, normal, ordinario, tan distinto de la situación. Los ojos se me quedaron prendidos de aquella fría joya. Pronto me di cuenta de que, entre el suero y las esposas, no podía ponérmelo. Opté por dejarlo sobre mi regazo, acariciándolo con solícito cariño minuto tras minuto. Me lo había regalado aquel mismo año Jaime para celebrar mis cuarenta años. Hubo una condición: que dejara de fumar. Lo hice, aunque habida cuenta de dónde y cómo me encontraba, debí de proponérmelo demasiado tarde.

Mientras maduraba la tarde, fui recordando: el testamento, la estocada de Gómez Escorial, el encierro, Alejandro, Clara, el inspector Ruiz… Todos como piezas de un rompecabezas averiado. Un galimatías que, aunque lo intentaba, no lograba descifrar. Junto a ellos, llegaban episodios de mi infancia, sueños imposibles, momentos de gloria, sonrisas y llantos. Los recuerdos se mezclaban irracionalmente, y por eso los relatos se desbocaban de continuo.

Tenía la cabeza espesa, torpe, vieja. La medicación que me inyectaban en el suero haría bien a mi corazón, pero me estaba destrozando el entendimiento. Miraba y palpaba el reloj con querencia, recurrentemente. La estancia se fue inundando de negras sombras. Avanzaba el tiempo. No obstante, como siempre, su devenir era relativo: fuera, en la Fiesta, caminaba a marchar forzadas; dentro, se resistía a comenzar la marcha.

De pronto el estruendo de un cohete rasgó el silencio. Volví los ojos hacia la pantalla metálica de mi reloj: faltaban cinco minutos para las once, la hora en que Pamplona bautizaba la noche con fuegos artificiales; el instante en que la Fiesta de charanga se tomaba un respiro y, cuerpo a tierra, hacía un paréntesis para ver magia. Aquel estruendo consiguió que -pese a todo- amagara una sonrisa. Sé que no es una novedad: todos los pueblos de España pintan sus fiestas con fuego. Sin embargo, cuando viví aquellas cantinelas tornasoladas en Pamplona, me parecieron únicas, cercanas, cariñosas. El espectáculo que presenciamos, firmado por Caballer, había sido magnífico, pero aquello no hubiera pasado de ser bulla en color sin la concurrencia de un peculiar elemento verdaderamente soberbio: el entorno donde aquel sortilegio se producía, un antiguo recinto amurallado del siglo XVI al que las gentes llaman la Ciudadela. En ella, antiguas troneras, fosos nutridos de dédalos, laberintos y rejas de las antiguas prisiones, compartidas por herejes de anteayer o republicanos de no ha mucho, exudaban historias de dragones y mazmorras. El Ayuntamiento había sembrado entre las antiguas piedras macizos de flores y césped que las gentes empleaban cada noche. Como si fueran cansados soldados de caballería o antiguos mercaderes, empeñados en meter sus mercancías de matute, los espectadores se sentaban o tumbaban en aquella verde alfombra para presenciar el espectáculo.

Sonreí recordándome junto a Jaime contemplando el cielo. Rememoré los dulces momentos pasados entre aquellos fosos. Sentada con las piernas cruzadas a lo indio, sintiendo el calor de Jaime que me rodeaba desde atrás con sus brazos. Las manos en mi cintura, los dientes mordisqueándome la oreja, muy juntos, consumiendo lentamente aquel cariñoso instante. Cariño; eso era lo que yo añoraba en aquellos momentos.