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Los estruendos se sucedieron durante unos quince minutos. Traté de imaginármelos, rojos, verdes, malvas, serpenteando por el cielo en busca de alguna estrella. Finalmente el ruido caducó y con él mi ánimo. Sin querer evitarlo, volví a prorrumpir en amargo llanto.

Al rayar la noche, me trajeron algo para dormir y un vaso de leche tibia. Tras tomarlo, me sumergí en una madeja de sueños desordenados, pero el descanso duró poco. A las dos, estaba nuevamente contemplando el reloj. Me hallaba sumida en un estado de tristeza absoluta. Sollozaba, pero cada vez a intervalos más espaciados. Creo que nunca antes me había sentido igual. Se habían abierto los infiernos y yo me abrasaba en ellos sin saber exactamente qué misteriosa confluencia destructiva me había atrapado.

«En casa», razonaba con los ojos empapados de lágrimas nuevas, «todos estarían en la cama, durmiendo.» No sabía que haría Jaime. Nunca he estado dentro de una celda. Mi carácter es tan empírico que no podía imaginármelo. Pero sabía que estaría sufriendo. Quizás si yo muriese todo sería más fácil. Un buen abogado alegaría que yo había robado la droga de su despacho y que él nada tenía que ver. Aún era joven. Podía rehacer su vida. Lamentablemente, Clara estaría al acecho, aunque creo que, siendo un hombre inteligente, sabría elegir.

– Sí, creo que es mejor morir -dije en voz alta-. Seré culpable si ese inspector Ruiz se empeña en que lo sea. Justo ahora que he dejado de fumar, mi corazón falla. Quizás si me empeño, logre que llegue mi hora.

– ¿Su hora de qué?

No pude evitar sentir un escalofrío. Una profunda voz de barítono se inmiscuyó en mi tristeza. ¿Qué ocurría? «Definitivamente, esta amnesia disociativa no es sino locura», pensé. Permanecí muy quieta, conteniendo el aliento. Sabía que la voz que interfería mi duermevela era conocida, pero también peligrosa.

– Lola, decía que había llegado su hora. ¿Su hora de qué?

Decididamente, aunque me costaba, desaté los ojos. Sin atreverme a levantar los párpados por completo, los dirigí hacia el reloj: las tres. Estaba completamente aturdida. Levanté la cabeza y me topé con un rostro familiar. La penumbra enmarcaba levemente la figura del inspector Iturri. Tenía las gafas en la mano; sus dedos jugueteaban con ellas. Recuerdo que pensé que de cerca el policía no resultaba tan tosco. Hubiera podido pasar por un hombre culto y elegante de no haber sido por aquel fachoso bigote y su pelo fosco. Con un buen traje y una corbata, y algo de fijador, incluso resultaría un arrogante convencido de su valía. El sheriff madrileño habría quedado perplejo ante el cambio. Pero lo que recuerdo por encima de todo es cómo me fascinaron aquellos ojos verdes que me escrutaban sin piedad. En realidad, me sentí violada, robada, como si aquellos verdores saquearan mis entrañas. Con voz pastosa, protesté por la intromisión.

– Inspector Iturri, ¿qué hace usted aquí?

El inspector no prestó la menor atención a mi pregunta. Parecía preocupado por otra cuestión.

– Reconozco que es fácil abandonar. Cuando uno está acogotado por el dolor, la muerte se antoja dulce, vaporosa, atractiva… Pero no lo es. En realidad, la muerte padece una fealdad malvada. No piense en lo que no debe. No ha llegado su hora de morir, sino de levantarse.

– ¿Y a usted qué le importa? ¿Qué hace aquí? ¿Por qué entra sin llamar? ¡Aunque pocos, tengo derechos! ¿Quiere esposarme la otra mano? ¡Da la sensación de que no tiene nada más que hacer y desea pasar un buen rato burlándose de mí!

– No crea que esto me divierte, en absoluto.

– Entonces, ¿a qué ha venido?

– Quiero saber qué pasó. Necesito conocer su versión.

– ¡Pero si me han condenado antes de oírme!

– Nadie le ha condenado. Está usted en régimen de prisión provisional. Hay pruebas suficientes para implicarles a usted y a su marido. Si, como creo, se dedica usted al Derecho Penal, debería saber estas cosas.

– Sé de sobra que no hay motivos bastantes para detenernos, ni siquiera hay indicios racionales de criminalidad. Se han violado todos y cada uno de mis derechos constitucionales. Es más, si alguna vez esto llegara a juicio, debería anularse el proceso; no es más que una arbitrariedad del inspector Ruiz. Una arbitrariedad, no quito una letra. Y también digo sin falsía que mi marido y yo somos inocentes.

Me arrepentí de inmediato. ¡Cuántas veces había oído pronunciar cosas similares a culpables evidentes! Sin embargo, luego me alegré de haberlo hecho, pues respondían estrictamente a la verdad.

– Escúcheme, señora, por favor. Mi gente y yo tenemos una forma de trabajar. Es lenta y costosa; en ocasiones tediosa y deprimente, pero eficaz. En el caso que nos ocupa, carezco de autoridad y las cosas discurren por otros cauces. No he sido yo quien ha tomado la decisión de encerrarles, aunque es probable que lo hubiera hecho; eso sí, con otras formas. Así son las cosas, éstos son los bueyes con los que debemos arar… Sin embargo, ésta es mi tierra, y quiero saber quién comete los delitos, sobre todo si el resultado de los mismos es un asesinato. Por eso necesito hablar con usted. De manera extraoficial.

– ¿Me está diciendo que va a realizar una investigación paralela?

– No exactamente. En nuestros ratos libres, mis hombres y yo buscaremos nuevos indicios, indagaremos, tiraremos de todos los hilos… Si usted y su marido son inocentes, les recomiendo que colaboren. Soy su mejor baza. Conmigo tendrán más posibilidades de salir con bien de este asunto que con el inspector Ruiz. Los policías madrileños son grandes, buenos y sabios, pero están fuera de su zona y no conocen las costumbres ni las aprecian. Aquí somos… En fin, somos pueblerinos, incluso asesinando. Pero ha de saber que la vía que ustedes han emprendido no es la correcta.

– ¿De qué vía me habla?

– Pues le hablo de dos vejestorios disfrazados de progres intentando comprar ketamina.

– ¿Cómo? ¿De qué me está hablando?

El inspector, siempre con las gafas en la mano, me observó largo rato en silencio: clavó sus ojos en mí y me calibró como a un oponente nuevo. Debí de parecerle sincera. Debí de convencerle de que, en efecto, yo desconocía los hechos. Respiró hondo, se colocó las gafas y dijo:

– Hace más o menos una hora, he recibido la llamada de uno de los agentes de mi brigada. Estaba rastreando a los que trapichean con ketamina. Un confidente le había informado de que dos carrozas andaban preguntando por esa sustancia y fue a investigar. ¿Sabe qué se ha encontrado?

– No, ni idea. Pero estoy seguro de que me lo va a contar con todo detalle.

– Una señora de edad avanzada, acompañada por un caballero aun mayor (entre los dos suman más de ciento veinticinco años), se presentó a las dos de la madrugada en un bar de marcha preguntando quién les vendería unas dosis de ketamina.

– ¡No es posible!

– No, señora. Lejos de ser inaudito es bastante frecuente. Se llama amor de madre. Porque si no lo había adivinado, la dama en cuestión era su madre. Al parecer, su acompañante recibió una llamada del director del hotel La Perla informándole de sus… dificultades. Como puede observar, hasta la incomunicación tiene sus resquicios. A su vez, este caballero telefoneó a su madre, que se personó de inmediato en Pamplona.

– Mi madre… Rafael…

Las lágrimas volvieron a manar de aquel pozo que creí agotado. No hice el menor intento de frenarlas. El inspector Iturri no se arredró; permaneció con el rostro impasible, mirándome fijamente. No sé con exactitud si fue la mención de mi madre lo que me hizo llorar o si, por el contrario, fue pensar, luego me daría cuenta de que equivocadamente, que conocía la identidad del caballero que la había acompañado en aquel insólito paseo nocturno. Recuerdo que pensé: «¡Sor Rosario debe ser excepcional! Ha conseguido en unas horas lo que Jaime no ha logrado en décadas». Luego en voz alta, añadí: