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– Siento volver a interrumpir su relato. Pero hay algo que no entiendo.

– Dígame qué es. Intentaré explicarme mejor.

– Me ha contado cómo se sintió al conocer la suerte de su maestro, con el que, según veo, mantenían un trato que excedía del meramente profesional. Él era el maestro, usted la discípula, sin embargo ha dicho textualmente «me lo debe». ¿Qué le debía?

– No recuerdo con exactitud lo que he dicho, pero sí el sentido. En realidad, si alguien estaba en deuda era yo, pero acababa de perder una cátedra que había sido ganada por su hijo y que yo creía merecer. Niccola Mocciaro no formaba parte del tribunal, pero tenía el poder.

– Le agradecería que me explicase ese extremo con detalle. No entiendo bien cómo funcionan las cosas en el ámbito de la universidad.

– Somos funcionarios como cualesquier otros, por eso es fácil de comprender. La plaza de catedrático no nacía ex novo, sino de la amortización de mi posición de profesor titular. Quiero decir que se anularía una titularidad y con ese montante, sumado a la nueva dotación presupuestaria, se crearía una cátedra. Inicialmente firmé yo sola la oposición. Siendo yo la que ocupaba la plaza que iba a salir a concurso y disponiendo de méritos suficientes, resultaba lógico el desenlace del concurso. Para agregar seguridades, los demás catedráticos del área habían dado informalmente su placet. Sin embargo, cuando quedaba poco más de una semana para que culminara el plazo para la presentación de solicitudes, contra todo pronóstico, Alejandro Mocciaro formalizó la suya. Cuando el rectorado discutía si dotar o no la cátedra de la que hablamos, Alejandro manifestó su disposición a presentarse. Alegó que era mayor que yo y que, por tanto, la plaza le correspondía. Me consta que su padre habló con él para quitarle aquello de la cabeza. Según el profesor Mocciaro, su hijo no estaba todavía preparado para una oposición así. Le advirtió que tener los mismos genes no iba a ayudarle en absoluto. Pese a todo, presentó su instancia y fue admitido. En cuando corrió el rumor, otras doce personas siguieron su ejemplo: ninguna tenía posibilidades objetivas de éxito. Algunas acudieron como mero entrenamiento, otras por aquello de que a río revuelto… Todas fueron eliminadas en el primer ejercicio.

– De modo que en el segundo quedaban dos candidatos potenciales.

– En efecto. Sé con certeza que don Niccola intentó que la plaza fuera para mí. De hecho, fueron muchas las lindezas que me dijeron (lo que no es muy habitual), y muchas las críticas que Alejandro escuchó (eso es corriente cuando a alguien no se le va a asignar esa plaza). En este caso, las críticas fueron objetivas. Era como si el tribunal justificara ante el profesor Mocciaro y el resto de la humanidad su decisión.

»Mientras que, uno tras otro, los insignes académicos vertían sobre él reproches y recomendaciones, Alejandro sonreía cínicamente, como si aquellas censuras le resbalaran. Antes de que quienes habían de juzgarle se retiraran a deliberar, pidió la venia para dirigirse al tribunal. Tras serle concedida, se acercó al estrado y entregó sendos sobres a los miembros que ejercían labores de presidente y secretario. Cuando retornaba a su posición en la sala de grados, se desvió ligeramente para entregar otro sobre idéntico a su padre.

»Tras tres horas de espera, en las que don Niccola fue telefoneado en varias ocasiones, el tribunal otorgó el grado de catedrático a Alejandro, mientras yo veía desvanecerse al mismo tiempo mi puesto de trabajo y mi orgullo.

– Don Niccola prefirió a su hijo…

– Ese fue el resultado, sí. Nunca he entendido bien qué pasó, pero, desde luego, ocurrió algo.

– ¿Supo usted después qué contenía ese sobre?

– No, nunca llegué a saberlo, pese a que se lo pregunté directamente al profesor. No quiso responderme. También me hizo desistir de la impugnación.

– No comprendo ese extremo.

– Es fácil de explicar. Yo no estaba de acuerdo con la decisión del tribunal. Entendía que sus miembros no habían actuado con objetividad y deseaba que otra instancia superior revisara la oposición.

– Sin embargo, no llevó a efecto esa impugnación.

– No. ¡Y no me faltaron ganas ni razones! Don Niccola me pidió que no ejerciese ese derecho y, por respeto a su persona, no lo hice. Entendí que, al fin y al cabo, Alejandro era su hijo. También me rogó encarecidamente, casi me ordenó, aunque ése nunca fue su estilo, que olvidara todo aquel asunto. Me dijo que él se encargaría de buscar otra cátedra para mí.

– Pero no lo hizo.

– No, no tuvo tiempo…

– Ahora tiene otra oportunidad…

– Si quiere verlo así…

– En fin, volvamos a la oposición. Permítame un comentario, no puedo evitar decirle que, además de la razón que acaba de exponer, hay otras posibilidades que pueden barajarse, por ejemplo que el joven Mocciaro hiciera mejor oposición que usted…

– Es posible, no puedo juzgar ese extremo, pero creo que usted no comprende de qué estamos hablando. Esta profesión es muy especial.

– Supongo que, como en todas las profesiones, en el ámbito universitario existirán unas reglas destinadas a discriminar qué individuos cumplen los requisitos y las condiciones necesarias para ocupar determinados puestos y cuáles no. Entiendo que, si bien los méritos que se evalúan en los cuerpos de seguridad del Estado son unos y los de la universidad son otros, al fin y a la postre estamos hablando de lo mismo. En su caso deberán medir la sabiduría, en el nuestro el servicio y la profe-sionalidad.

– Déjeme que le haga una pregunta capciosa, inspector. ¿Cree usted que el afamado policía de la capital, el tal Miguelón Ruiz, enlace con no sé qué ministerio, ha alcanzado tan magna posición por su refinado olfato, por su servicio a la comunidad o por su excelsa profesionalidad criminalística?

Iturri guardó silencio. Yo también. Como no recibí respuesta, seguí hablando.

– Los que creen que ésta es una profesión bucólica para gentes con gafas de miope, cuya existencia discurre entre la paz que otorgan los buenos libros y la reflexión pausada, simplemente han visto el nodo, pero no la película.

»Cuando es noticia, cuando sale en televisión, la universidad se cuida de mostrar la bella parafernalia, la liturgia antigua, las serias vestes académicas y los birretes de vivos colores, pero todo eso no es más que apariencia: donde debería haber nogal y arte, hay pasta policromada y mucho cuento. La liturgia de cada día es más bien ésta: largas mentiras soportadas con ánimo estoico y forzada sonrisa; ásperas y groseras discusiones, completamente alejadas del lenguaje cortés e ilustrado que cabría esperar; trapicheos, trueques, compras y ventas mercantiles, sobornos, chantajes… Y, por si esto fuera poco, una nutrida colección de puñaladas traperas. ¡Si usted supiera que hercúlea es la tarea de convertir a un sabio en catedrático!… Aunque, ahora que lo pienso, quizás sea más titánica la empresa de hacer de un catedrático un sabio.

– Me sorprende su ácido lenguaje, señora.

– Me lo imagino, yo también lo juzgaría agrio si estuviese en su pellejo. Pero lo que digo es la pura verdad. Si estuviera dentro, pronto caerían sus legañas. Por otro lado, es más que probable que ocurra lo mismo en su profesión. Ustedes, por ejemplo, salen en los desfiles sobre caballos blancos, luciendo medallas, pero no creo que esas condecoraciones sean siempre objetivamente otorgadas.

– Siempre no, claro. Pero no pintan bastos de continuo como usted insinúa. Las medallas son importantes, pero no tanto.

– ¡Qué suerte! Conjeturo que, debido a su vocación, sus vidas girarán en torno a palabras tan nobles como servicio, honor, dignidad, deber… En aquellos lejanos y añorados días en que el sueño universitario excitaba a sus vastagos, nosotros también aspirábamos a bañarnos en las mareas de la sabiduría, apetecíamos rozar aquel grado de excelencia que elevó a la fama universal a los sabios de Atenas, los legisladores romanos o los iluminados sacerdotes egipcios. ¡Era un hermoso sueño, paladear el néctar refinado! Era un bonito viaje en busca de El Dorado, de esa ilusión perpetua, porque, ya se sabe, sólo el muerto no puede aprender nada.