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– La carta de los abogados…

Curiosas briznas perdidas del nuevo sol se posaron en el cristal de mi reloj proyectando un pequeño círculo de luz en la pared. No me había dado cuenta del tiempo que llevábamos hablando, pero si entraba luz, es que la noche había dado paso al día. Jugué mecánicamente con la esfera hasta enfilar la luz hacia los ojos del inspector. Aunque le miraba, no le veía; estaba en otro lado: lejos, muy lejos, en mi mundo.

– Señora… La carta…

– Sí, perdone… -dije ensimismada-. La carta anunciando la muerte de Niccola Mocciaro… ¿Sabe, inspector? Se acordó de mí y quiso que me quedase con la pluma.

– ¿Con la pluma?

En algún recóndito rincón de mi mente, alguna neurona enchufó la clavija equivocada. Comencé a hablar con voz hueca, como concha marina. Hablaba más para mí misma que para el inspector; él se limitó a escuchar con atención, mientras la grabadora seguía dando vueltas a su noria de plástico.

– En la carta se me informaba de que el profesor me había legado su pluma (la Parker roja con la que tantas veces le había visto escribir). ¡Cuántos recuerdos acudieron a mí! Al pensar en aquella vieja Parker, comprobé cómo me invadía la nostalgia. Yo, por mi parte, no opuse ninguna resistencia.

»Al tocar aquella estilográfica, desfilaron ante mí muchos de los acontecimientos que han conformado mi vida, escribiendo irremediablemente mi biografía: mis temblorosos pasos iniciales, mis altivas y orgullosas meteduras de pata, mis aciertos… Se agolparon imágenes de mi tesis doctoral, la primera oposición, el acta de mi matrimonio, el nacimiento de mi primer hijo… Lejos estaba de imaginar en aquel momento que también aquella pluma teñiría mis manos de sangre.

– Esa expresión es terrible…

Con esa frase, el inspector Iturri intentó intervenir, pero yo no se lo permití. Estaba en mi máquina del tiempo, reviviendo aquellos momentos mientras los narraba.

– Me formé con él, junto a él -continué-. Fue para mí un maestro, en todo el sentido de la palabra. Tenía yo veintidós años cuando le conocí, pero él me tomaba ya en serio. Pronto descubrimos que, siendo tan diferentes, teníamos muchas cosas en común. Por ejemplo, a ambos nos fascinaban los enigmas, tanto que terminó dándome órdenes por medio de jeroglíficos y códigos lógicos, y llamándome querida Watson.

»Don Niccola Mocciaro fue mi maestro en la ciencia y, aunque nunca trató de influir en ella, también lo fue de mi vida. Me quedé huérfana de padre siendo muy joven. Él fue mi padrino de boda y también lo fue del bautismo de mi primer hijo: pensamos inicialmente en que fuera mi suegro, pero, naturalmente, desistimos. Cuando me lo presentaron, yo proyectaba mi boda. Él, que acababa de llegar a Valladolid en calidad de catedrático, me mandó llamar. Cuando entré en su despacho, después de los consabidos golpes de nudillos, el profesor miraba por la ventana. Tuve ocasión de juzgar a priori a mi interlocutor. Me hallaba ante un hombre de notable estatura y fornido esqueleto. Incluso de espaldas exhibía un pegajoso atractivo. Cuando se volvió y me hallé enfocada por sus maravillosos ojos azules, recordé aquellos sones de María Dolores Pradera: “Fina estampa, caballero; caballero de fina estampa”.

»”Me han dicho que planea contraer matrimonio próximamente: craso error señorita”, fue su recepción. Sin embargo, no lo dijo en ese tono limpio y glacial que cabría esperar. No sé cómo, pero envolvió aquellas frases en la estola mullida de la recomendación de un amigo o de un padre. No me estaba anunciando una carrera mediocre si era tan estúpida como para anteponer los sentimientos a la razón. No, lo que hizo fue ofrecerme un consejo.

»”Aún no me conoce, don Niccola”, argumenté segura de mí misma. ¡Entonces era muy estúpida! “Tendrá que fiarse únicamente de mi palabra cuando le digo que no se inquiete: soy capaz de trabajar con ambas manos a la vez”. “De acuerdo”, me respondió sin dudar, “aceptaré su palabra. Ahora soy yo quien le ruego que confíe en mí: concédame un año. Haré de usted una profesora que valga la pena. Luego, invíteme a su boda: prometo hacerles un buen regalo”.

»No sé que vio en mí. Yo era una niña de provincias; él pertenecía al distinguido grupo cuya principal ocupación estriba en repartirse el mundo. Era una niña entonces, pero no una chiquilla estúpida. Sabía que comprar implicaba endeudarse y la mafia obligaba siempre a pagar. Esa era mi duda: ¿por qué don Niccola iba a empeñarse por mí, comprando favores que habría de devolver con intereses usurarios? Yo no merecía tal esfuerzo. Además, todos sabíamos que el profesor Mocciaro tenía un hijo, Alejandro, que seguía sus pasos en el Derecho Penal. Lógico era que sus mejores apuestas fueran para su vástago. Tampoco sabría decir qué descubrí yo en él. Sin embargo, me fié de su estampa, de su voz… Aquella relación, aquella química en el primer encuentro, me costó una gruesa riña con Jaime, que no entendía cómo un señor a quien no había visto antes podía interferir de aquella manera en nuestros planes. Tanto se ofendió que, sin advertírmelo, se fue a hablar con él. Salió de allí fascinado, como yo. No volvimos a hablar del tema: retrasamos nuestros proyectos exactamente un año y medio. Algún tiempo después, la víspera de la lectura de mi tesis, le formulé la pregunta que desde aquel día rondaba mi cabeza: «Don Niccola, ¿por qué yo?» «Bueno, querida Watson», contestó con su habitual ironía, «¿por qué no?» Tras mi obtención del grado de doctor, un año después de nuestra primera conversación, Jaime y yo le regalamos aquella Parker. Nos costó seis meses de sueldo, pero valió la pena. Cuando vio aquella antigua pluma roja -idéntica a la que sir Arthur Conan Doyle había empleado para escribir las historias de Sherlock Holmes- perdió la compostura. No dijo nada, pero se emocionó y nos envolvió a ambos con un franco abrazo.

»El día de la lectura de mi tesis, conoció a mi madre. El flechazo fue inmediato, pero el corazón de mi progenitora se había vuelto de piedra. Llevaba ya bastantes años viuda pero había cerrado voluntariamente su álbum de fotos. A pesar de eso, don Niccola no perdía nunca la ocasión de verla. Nosotros solíamos ser su excusa, de modo que nos tratábamos dentro y fuera de la universidad. Nuestros hijos le adoraban. Nada más entrar en casa, ellos se ponían en fila para recibir un pasaje de avión, cosa que hacía empleando los dos brazos simultáneamente mientras me decía: «Querida Watson, no te inquietes, esto es pura física: no se me caerán».

»En fin, éramos casi una familia, aunque él tuviera otra de que ocuparse y yo me empeñara, para evitar cualquier maledicencia, en no apearle nunca el tratamiento.

– Es cierto -terció Iturri-. Él tenía su propia familia, concretamente dos hijos. ¿Cómo se llevaban?

– Nunca hablaba de ello, pero no hacía falta ser un superdotado para notar que sufría por sus dos hijos. Alejandro y Clara dilapidaban juntamente nombre y patrimonio.

– Hábleme de Alejandro…

– Qué quiere que le diga: tenía el encanto de la aristocracia decadente. Estaba orgulloso de su estirpe. Hablaba sin parar de sus antepasados, dogos en la época de esplendor de los estados italianos; de su madre, Andrea, nacida princesa (nunca dijo exactamente de dónde); de sus tierras en Mira… Pero todos aquellos afectados relatos se contraponían a su afición por lo sórdido, lo deshonesto, lo escandaloso, incluso lo vulgar. No es nuevo: la condesa emparejada con el torero; el marqués con la tonadillera… Mantener el afectado, casi amanerado, tono del sibaritismo y, simultáneamente, meter los pies en el fango. Ése era Alejandro.

»Adoraba a las prostitutas y a los chaperos; se codeaba con sus chulos en franca camaradería; trapicheaba en el sub-mundo de la droga; pasaba, sin solución de continuidad, de su exquisito apartamento a las chabolas de los delincuentes de todo tipo. En no pocas ocasiones, don Niccola hubo de sacarle de una celda. Menudeaban las veces en que el profesor desayunaba con el rostro de su hijo impreso en la portada de El Norte de Castilla, periódico por excelencia en la capital del Pisuerga, y no precisamente por algún mérito académico.