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– Por favor, informe a mi marido de que estoy bien. Dígale que no se preocupe. ¡Estará sufriendo lo indecible! ¡Siempre que estamos enfermos se pone en la situación más extrema y cree que nos va a ocurrir algo verdaderamente serio! Supongo que en estos momentos estará angustiado.

– De acuerdo, lo haré en persona. De hecho, tengo que volver a hablar con él.

– Gracias -Esta vez la palabra estaba impregnada de su sentido original, pues era gratitud lo que contenía.

– No las merezco. ¡Ahora grabe esa cinta!

En cuanto salió de la habitación, me incorporé y coloqué como pude la almohada: me habían vuelto a esposar y no fue fácil. Además, tras horas de postración, mi cuerpo se resentía. De hecho, lo que más me molestaba era el trasero. Opté por ponerme de lado, mirando a la pared donde el ventanuco curioseaba mis andanzas. Encendí el aparato grabador, cerré los ojos y conté el resto de la historia:

«Tras retornar a mi puesto de trabajo, comenzó la solidaridad… Pasaron aquella mañana por mi despacho de la facultad de Derecho bastantes personas, de manera que hasta media tarde no conseguí liberarme para llamar al albacea de don Niccola. Al otro lado del teléfono, una voz femenina extremadamente cortés me informó de que el señor Eregui jugaba en ese momento un partido de golf, como tenía costumbre hacer cada jueves. No obstante, me pidió que esperara unos segundos, porque don Gonzalo, que esperaba desde hacía días mi llamada, llevaba abierto su móvil. No habían pasado dos minutos cuando la voz profunda de un simpático caballero sonó en el aparato.

Gonzalo Eregui resultó ser un hombre encantador, de exquisita elegancia. No me extrañó que don Niccola le hubiese nombrado su albacea, en muchos sentidos se parecían.

Hablamos largo rato del profesor, de su vida, de su enfermedad… Confesé mi extrañeza por no haberme enterado de su fallecimiento. Me explicó que don Niccola dispuso que no se publicara esquela en los periódicos ni se notificara públicamente. Sólo deseaba que fueran avisadas algunas personas, las que rezarían por él. Dejó que las habladurías informaran a los demás. «¿Cómo murió?», pregunté. «Tenía mal aspecto las últimas semanas, pero ninguno nos esperábamos un desenlace tan rápido.» Gonzalo coincidió conmigo. Aunque padecía cáncer de páncreas, a ambos el final nos pilló de improviso. «La tarde de su fallecimiento me citó en su casa», me dijo Gonzalo. «Tomé un avión a mediodía y me desplacé a Madrid. Cuando llegué estaba en pie, vestido, elegante como siempre. Me entregó su pluma para que se la hiciese llegar en mano. Yo sugerí que se la diera personalmente, porque supuse que a usted le haría ilusión. Pero se negó; pareciera que conocía su final. Así pues, accedí a localizarla y a convocarles a usted y a sus hijos en Pamplona para la lectura del testamento.»

Como le dije, inspector, me dejó los derechos de autor de su manual. Gonzalo me informó de que también me había legado un libro antiguo, encargándole que me dijera que «me complacería mucho, especialmente su dedicatoria». Por orden del profesor Mocciaro, me sería entregado el día del testamento. Aún no lo he visto.

A la mañana siguiente, el personal de servicio encontró su cadáver en el sillón donde estaba sentado con la ropa puesta. Sus hijos estaban ausentes: Alejandro en Harvard; Clara, en algún viaje exótico. Su hija no llegó a tiempo de amortajarle, lo hizo la criada. Alejandro no había podido dejar Norteamérica para el entierro.

Gonzalo Eregui se empeñó en desplazarse a Valladolid para entregarme en mano la pluma Parker. Le dije que no hacía falta; podía entregármela en la lectura del testamento. Dijo que no: «se lo prometí a Niccola», argumentó. Creo que la verdadera razón es que sentía curiosidad y quería conocernos. Don Niccola le había hablado mucho de nosotros, y sobre todo, de mi madre. Cuando me la describió por teléfono, no omitió detalle, aunque nunca se habían visto. (Creo haberle dicho ya, inspector, que el profesor llevaba años enamorado de mi madre, aunque nunca fue correspondido.)

El sábado siguiente debía participar en un trofeo de golf en Valladolid. Sugirió que nos viéramos. Toda la familia. Tras algunas reticencias, acepté. Quedamos citados en el palacio de Santa Ana a las ocho de la tarde.

Creo que aquella noche agoté las lágrimas. Un agujero doloroso se había instalado en mi estómago. Cuando llegué a casa, encontré a Jaime pletórico: una de las cepas de su experimento más importante había dado prometedores resultados, sin embargo, la noticia de la muerte de don Niccola aguó su triunfo.

No pudimos avisar a tiempo a mi madre. Estaba en Javea con una amiga y no había anunciado su llegada hasta el domingo. Llevaba móvil, pero siempre me salía el buzón de voz. No me pareció noticia para comunicarla de esa manera, así que nos dispusimos a acudir a la cita sin ella. Cuando salíamos en dirección al restaurante, apareció en la puerta. Lucía un bronceado intenso, casi hasta la mancha, y vestía, elegante como siempre, un traje sastre, creo que era azul. «Han pronosticado gota fría, nena. Por eso me he adelantado. ¿Vais a salir?» Le dijimos que íbamos a cenar fuera… «¿Con los niños?», dijo. «¡Magnífico! Me apunto. Y nada de peros, yo invito». Ella siempre ha sido muy rumbosa. No fuimos capaces de decirle nada, de modo que dejamos que los hechos discurriesen espontáneamente.

El palacio de Santa Ana es un antiguo monasterio del siglo XVIII, convertido por la cadena AC en un hotel de lujo. Dispone de magnífico claustro recubierto por una bóveda de cristal donde, sentado en una de sus cómodas butacas, el visitante puede tomar algún refresco antes de pasar al comedor. Lo cruzábamos a paso firme cuando nos salió al paso un caballero espigado, de abundantes cabellos blancos, un aspecto elegante, atlético, y un bronceado similar al de mi madre. Sus ojos negros poseían un brillo travieso. Con una jovialidad rayana con una alegría achispada nos recibió efusivamente. Nos habíamos retrasado mucho. Sobre la mesa, había cuatro vasos bajos que contenían restos, escasos dicho sea de paso, de algún licor. Ensayaba ofrecer mi estudiada explicación, cuando Gonzalo Eregui posó sus ojos en mi madre. Tanto insistió que el rubor cubrió el rostro de mi progenitura hasta convertirlo en una brasa ardiente. Olvidándose del resto de los recién llegados y, en mi opinión, animado por la desinhibición que suelen provocar las brumas del alcohol, se lanzó hacia su mano, que besó con fruición, pese al esquivo gesto de mi madre. «¡Querida señora, cómo me place conocerla! Ante su sola presencia he visto retratadas todas las beldades que la vida ofrece. ¡Ah, cuánta razón tenía Mocciaro! ¡Goza usted de un donaire natural en grado excelso!» Mi madre, que escuchaba aquella diatriba con gesto expectante y con el bolso preparado por si aquel señor, que claramente llevaba alguna copa de más, decidía pasarse de la raya, mudó su faz al oír mencionar aquel nombre, que era la razón del encuentro, aunque ella, de momento, lo ignoraba. «Perdone usted caballero. No hemos sido presentados. No tengo el gusto de conocerle. Tampoco sé por qué Niccola Mocciaro va hablando de mí a los extraños.»

Mi pobre madre se enteró de la muerte del profesor de aquella manera. Quizás hubiera sido mejor un mensaje en el móvil. No obstante, en aquella cena nació una nueva amistad. Sé que mi madre fue de paseo con Gonzalo Eregui al día siguiente y algunos más. Sé que compartieron palos de golf en varias ocasiones. Nunca lo comentó y nosotros no preguntamos. Sin embargo, se lo cuento porque eso explica que les encontrara juntos intentando comprar droga y que a mí el abogado de don Niccola no me fuera ajeno.

En aquella cena, Gonzalo me entregó finalmente la Parker duofold del profesor y comentamos cabizbajos los detalles de su muerte.

Un quinteto de cuerda sonaba en algún lugar del palacio, sin embargo, el protagonista fue el silencio. Recuerdo que me salté el régimen. Nada de césped aliñado, nada de huevos escalfados sin más alegría que una pizca de saclass="underline" solomillo al foie.