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– Caballero -dijo Dolores, inquieta por la reciente aparición-, ustedes los policías han condenado a mi hija y a mi yerno, aunque son inocentes; les impiden ver a nadie, ni siquiera a su abogado…

– Perdone, señora, he dicho los profesionales, no los policías. En el Cuerpo hay, como en botica, de todo. Solemos ser concienzudos, meticulosos y humildes. Sin embargo, a veces alguno de nosotros, por estúpido orgullo, cree que una placa le faculta a no pensar. ¡Craso error! En este caso, estoy convencido de que no debe preocuparse: mi equipo es sensacional. Muy profesional y muy humilde.

– Disculpe, inspector Iturri; hemos conocido a otra persona, un tal inspector Ruiz, que nos ha asegurado que llevaba las riendas de esta investigación. Al parecer, ha venido directamente desde Madrid para resolver este crimen. Nada nos dijo de su presencia.

– ¿Mi presencia? ¿Qué presencia? -El gesto de Iturri, no exento de ironía, hizo sonreír a Gonzalo-. A su debido tiempo, hablaremos, señor, pero ahora quisiera que me respondieran a algunas cuestiones. Desde el primer momento, tengo dudas, quizás superficiales, pero que no me dejan dormir. En ocasiones, esos pequeños detalles marcan la diferencia entre una investigación y una chapuza. Muchas veces, además, esconden la llave que abre la puerta a la verdad.

– Por supuesto, inspector -Gonzalo se levantó de su asiento con discreción-. Esperaré en la barra, Dolores

– No se vaya, con quien quiero hablar es con usted -replicó el policía.

– Pues usted dirá -contestó extrañado. Al fin y al cabo, su papel allí era tangencial.

– Verá, don Gonzalo, inicialmente se pensaba que esta muerte estaba relacionada con la oposición que ganó Alejandro Mocciaro. Según la acusada, fue una cátedra concedida tras un proceso extraño. Pues bien, a mí lo que me ronda por la cabeza es la inexplicable, pero casi tangible, sensación de que hay algo que se me escapa alrededor de la muerte de don Niccola. Por ello necesito que me hable del testamento. Usted era su albacea.

– Sí, soy su albacea universal.

– Es decir, que usted lleva las riendas del negocio tras la muerte de don Niccola.

– Es una forma de expresarlo, sí, hasta que el testamento se ejecute.

– ¿Y ve usted en ese testamento algo extraño?

– Pues que quiere que le diga, objetivamente no. Eramos amigos desde hace lustros. Estaba enfermo, me pidió que fuera su albacea y acepté. Desde luego, cuando falleció me desvelé para disponer y pagar los sufragios y gastos de enterramiento de conformidad a lo que él dispuso; satisfice los legados en dinero y especie que me encargó, y me ocupé de tomar las precauciones oportunas para preservar los bienes que me habían sido confiados.

– Acaba de decir que objetivamente ese proceder no le pareció extraño. ¿Eso indica que subjetivamente tuvo usted alguna duda?

– En realidad, no son más que suposiciones.

– No se inquiete, que yo no soy abogado. Cuéntemelas, por favor.

– Pues para empezar me extrañó que hiciera venir a sus hijos y amigos hasta Pamplona y en época tan agitada como los sanfermines. Yo me hubiera desplazado donde me hubieran dicho. Pero quiso que fuera de esa manera y no de otra. Supuse que se trataría de alguna cuestión sentimental (él adoraba esta Fiesta) y no hice más averiguaciones.

– Aparte de lo dicho, ¿hay algo que le resulte singular?

– Pues ahora que lo menciona, siempre me pareció raro el modo en que murió. Soy hijo de médico. Mi padre siempre decía que morir no es tarea fácil. Salvo algunos fallecimientos fulminantes, no resulta sencillo abandonar esta vida. Sin embargo, Niccola murió vestido.

– Creo que no le comprendo -admitió el inspector. Dolores corroboró las dudas.

– Fui a verle cerca de las ocho de la tarde, quería comentar algunos extremos de su testamento. Me dio en mano su preciosa pluma Parker, se la debía hacer llegar a Lola MacHor. Luego me informó de que me llegaría en breve, por mensajero, otro presente para esa señora. Un libro antiguo que en esos momentos estaba encuadernándose; insistió en que lo importante era la dedicatoria.

»Tras tomar nota del recado, charlamos sobre los viejos tiempos. Me marché hacia las diez, dijo sentirse cansado. Todavía esperaba visitas. Tenía mal aspecto, pero no lo suficiente para que no le diera tiempo a cambiarse. Es más, salió personalmente a despedirme a la puerta. Era muy meticuloso con la ropa, y voluntariamente nunca se hubiese quedado dormido con ella puesta.

– ¿Se le practicó la autopsia?

– No. El médico que le trataba dijo que no hacía falta. Padecía, no sé si lo sabe, inspector, cáncer de páncreas. No obstante, también el doctor calificó el fallecimiento de prematuro. Quizás había acelerado el final algún disgusto.

– ¿Se le pasó por la cabeza en algún momento que se hubiera suicidado?

– Si le soy sincero sí, lo pensé entonces y lo sigo pensando ahora, aunque ese acto no casa bien con su forma de pensar. Era católico y ejercía.

– Perdone que le interrumpa, pero me gustaría saber qué decía esa dedicatoria. ¡Lola me ha contado lo de la pluma, pero ha omitido el resto!

– ¿Cómo? ¿Es que ha hablado con ella? ¡Como abogado debería habérselo impedido! ¿Ha grabado las conversaciones? ¿Ha firmado una declaración?

– Ella ha aceptado. Es por su bien, créame. ¡Por favor, temo que pueda pasar algo más! Hábleme del libro.

– De acuerdo, pero antes una matización: Lola no ha podido hablarle de ese libro porque aún no lo ha visto, está en mi poder. Debería habérselo entregado hoy durante la lectura del testamento.

– Entiendo… ¿Es un manual jurídico?

– ¡Ah, no! Es una novela de Conan Doyle.

– Seguro que es esa novela que tanto les gustaba a los dos: la que narra las andanzas de Sherlock Holmes -añadió Dolores.

– ¿Una novela? ¿Le hizo ir a su casa para hablarle de una novela y de una pluma?

– Sí, pero ni la pluma ni la novela eran normales. Esta última es una magnífica edición…

– ¡Tonterías!

Fue tal la fuerza que el inspector impuso a la expresión que sus interlocutores se quedaron petrificados.

– ¿Leyó la dedicatoria, Gonzalo? -preguntó con igual pujanza.

– En realidad no, pero Niccola me hizo anotarla en su casa, para que no me olvidara de recordar a Lola que lo importante era la dedicatoria.

– ¿Y la recuerda?

– Déjeme comprobarlo, inspector. Lo anoté en mi agenda.

El inspector Iturri hubiera esperado que el abogado sacara de su bolsillo una impecable libreta de piel y hubiera empezado a pasar hojas hasta alcanzar la buscada. Sin embargo, para su sorpresa, utilizaba una agenda electrónica. Tomó el lápiz óptico y pinchó tres veces la pantalla. Con cara de satisfacción continuó:

– ¡Aquí está! Sí, en efecto. «No te olvides de que Vermissa tenía 61 miembros.»

Los tres permanecieron unos minutos en silencio.

– ¿Alguno de ustedes sabe qué significa ese mensaje?

– Yo no -negó Gonzalo-. ¿Y tú, Dolores?

– Tampoco. Pero seguro que Lola lo sabrá. Ella y Niccola siempre andaban jugando a detectives.

De inmediato Iturri se levantó.

– Discúlpenme. Voy a preguntárselo.

– ¡Nosotros también! -dijeron Dolores y Gonzalo al unísono.

– ¡Ah, no! ¡No pueden entrar, el juez no lo permite!

– También usted conoce que las pruebas ilícitas son ineficaces, y es manifiesto que hace lo que le dicta su instinto.

– ¡Iremos de todas maneras! -respondió Dolores decidida.

– Haremos una cosa. Les dejaré pasar un momento, pero antes vaya a su despacho y traiga ese libro.

– De acuerdo, nos vemos en el hospital -aceptó Gonzalo.

Vermissa tenía 61 miembros

Aunque la mañana había nacido soleada, pronto una fea nube matizó el azul del cielo con su manto gris. Sin embargo, cosa extraordinaria dadas las circunstancias externas e internas, yo estaba animada; casi contenta. El humor que rebosaba la nota que Jaime me había enviado a través de sor Rosario indicaba que, pese a los terribles pensamientos que suponía habrían de invadirle aislado en la celda de una inhóspita cárcel, con su mujer acusada de asesinato, su ánimo no se había derrumbado.