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– En efecto -corroboró él-. Sin embargo, fue Niccola Mocciaro quien insistió en que dicha lectura tuviera lugar en Pamplona y en plenas Fiestas. Fue el profesor quien fijó el día: el 13 de julio.

– Desconocía ese dato, inspector -apunté yo-, pero es extraño: para fijar la fecha debería tener constancia de que ya no estaría entre los vivos. Si llamó a Gonzalo Eregui a finales de mayo, quedaban hasta julio dos meses escasos. Aunque estuviera, como estaba, verdaderamente enfermo, en tan corto espacio de tiempo no podía asegurar que habría fallecido…

– Salvo que planeara suicidarse… o que pensara que alguien iba a acabar con su vida.

– Suicidarse no era su estilo -negué yo-. Supongo que deberían concurrir unas circunstancias terribles para que eso aconteciera.

– He hablado con su médico -insistió Iturri-. Tomaba morfina para el dolor.

– No me estaba refiriendo a ese tipo de coyuntura. Don Niccola era muy duro, no se hubiese quitado la vida por evitarse un dolor físico. Además, hoy la medicina es capaz de volver cualquier sufrimiento soportable.

– Lola, hay otras locuras que pueden incitar al suicidio… Quizás tratara de evitar una gran vergüenza. Como bien sabes, en eso Niccola no era tan duro: le horrorizaba perder su honorabilidad.

– Tienes razón, Gonzalo. Cada vez que su hijo Alejandro hacía una de las suyas, él se marchaba de viaje para que nadie le viera. No obstante, sigo pensando que no era propio de él. Además, el suicidio es un acto desesperado, una persona se quita la vida para no tener que soportar una ignominia cercana, no piensa en suicidarse dos meses más tarde. Si hubiese algo turbio alrededor de la figura del profesor Mocciaro, ya nos habríamos enterado. Así las cosas, no es descabellado pensar que tuviese miedo de que alguien le matara y le impidiera realizar su última voluntad.

– Siento discrepar. Niccola era muy frío, si hubiera decidido suicidarse lo hubiera planeado detenidamente. No creo que, en ese caso, el motivo fuera el dolor físico, pero sí el dolor moral, o, quizás, podría haberse inmolado pensando en el beneficio de un tercero… Ese sí era su estilo.

– En resumidas cuentas, Gonzalo, ¿crees que se suicidó?

– Sí, así es. No hubo signos de violencia, nadie forzó la puerta ni se echó nada en falta. Murió como un señor, vestido y en su salón.

– Pudo ser el mismo cáncer el que le matara -aseveró mamá.

– El médico dijo que lo dudaba. Pero, en fin, sin autopsia es difícil asegurarlo con certeza.

– De acuerdo, podría haberse suicidado… En ese caso, ¿cuál fue el motivo de su suicidio? Dicen ustedes que debería existir un gran quebranto moral o que protegiera a alguien.

– Desgraciadamente, inspector, creo que eso no lo podemos saber.

– No se rinda tan pronto, Gonzalo. Sigamos desarrollando la hipótesis: supongamos que se suicidó, ¿qué tiene eso que ver con que exigiera que el testamento se leyera en Pamplona? ¿Por qué no en Madrid, dónde residía? La única diferencia notable es que Pamplona es una ciudad más pequeña…

– Es cierto -contestó el abogado dándole la razón-. Pamplona… ¿Por qué Pamplona? ¿Por qué durante las fiestas en honor a San Fermín? ¿Por qué durante unos días en que la población de la ciudad alcanza casi el millón de personas? Es difícil encontrar a alguien aquí…

– ¡Claro, inspector! ¡Lo que quería el profesor era que pasáramos desapercibidos! ¡Seríamos una gota en un océano blanco y rojo! Él sabía que estaría muerto, pero temía por Alejandro.

– Seguramente tiene usted razón. La cuestión, sin embargo, es ¿por qué? ¿De qué tenía miedo?

– Vamos a ver si lo he entendido bien -intervino mi madre-: Niccola supuso que alguien podía atentar contra su hijo y le hizo salir del ambiente habitual.

– Bueno, es sólo una hipótesis. Podemos seguir pensando. ¿Por qué alguien querría ver muertos al padre y al hijo? Salvo que se tratara de un asunto de familia, nada tenían en común. Excepto la profesión… ¡Nuevamente la dichosa cátedra! -bramó el inspector.

– ¡Le repito que nadie, ni siquiera yo, mataría por ese motivo! -dije.

– Todavía no sabemos el motivo de su presunto suicido -recordó Gonzalo.

– De acuerdo, volvamos a lo que sabemos con certeza: Vermissa. Dígame, ¿de qué trata esa narración de Sherlock Holmes?

– Se lo he contado antes: relata la historia de un policía infiltrado en una sociedad secreta norteamericana a quien sus miembros…

– ¿Una sociedad secreta? ¿Cómo? ¿Qué dice? ¿No me explicaba que Vermissa era un escenario?

– Sí, pero en ese relato el nombre identifica también a una logia, la 341 si no recuerdo mal. ¡Parece que estoy leyendo el pasaje: «Vermissa contaba con sesenta miembros…»

– ¿Sesenta?

– Sí, así es, sesenta miembros.

– Sin embargo, el recado que usted recibió del difunto Mocciaro fue que contaba con 61 miembros.

– En efecto, se lo he dicho hace un momento. Creo que no me prestaba atención.

– ¿Qué querría decir con eso el profesor? ¿Por qué 61?

– Quizás porque en esa sociedad hay un miembro más al que la gente no conoce. Alguien que nadie situaría allí. Quizás un infiltrado…

– ¡Él mismo! -chilló emocionado con su triunfo el inspector Iturri.

– ¿Cómo que él mismo? ¿Por qué él mismo?

– Vamos a ver si me he enterado bien. El relato en cuestión narra las andanzas de un policía que se ha infiltrado en una logia. Supongo que será dicho agente el que desenmascarará la trama.

– Lo ha captado perfectamente, aunque, desgraciadamente, en el relato de Sherlock Holmes, el policía es descubierto y ejecutado por los asesinos de la logia… ¡Dios mío! ¡El hombre camuflado, el número 61! ¿Es que don Niccola…?

– Es posible -dijo escuetamente el inspector Iturri, fingiendo una frialdad que no le dominaba.

– Yo no lo creo, ¡murió vestido!

– Disculpe, Gonzalo, pero está usted un poco pesado con lo del traje…

– En absoluto, inspector -replicó mi madre-, creo que Gonzalo tiene toda la razón. Si alguien le hubiera asesinado, le tenían que haber pillado desprevenido, y en ese caso, la mejor manera es en la cama. Además, un enfermo terminal que muere en el lecho con su pijama es mucho más creíble que un hombre que se sienta perfectamente trajeado en el salón de su casa a esperar la muerte.

– Puede que alguien le hubiera forzado a suicidarse: haciéndole chantaje o amenazándole con destapar algún turbio asunto.

– Podría haber tenido usted razón, inspector, salvo por el hecho de que Niccola no los tenía. ¿O tú sabes algo que yo desconozca, Lola?

– No, no sé de ningún asunto turbio en su vida, excepto los de Alejandro.

– Salvo esa posible sociedad secreta.

Permanecí en silencio unos segundos. La mente concentrada, el cuerpo tenso, la mano atada a una fría esposa metálica… Finalmente me rendí a la evidencia:

– Inspector, esto es la realidad. Quizás nos estemos engañando. Hemos dado por supuesto que el motivo del asesinato o del suicido es el miedo: don Niccola tenía miedo por sí mismo y por su hijo. También hemos concluido que quien lo causa es una sociedad secreta. La pregunta es ¿qué hacen Alejandro y don Niccola enredados en una sociedad secreta? ¡Es absurdo! Es más lógico que algún amigo despechado de Alejandro Mocciaro se lo cargase. ¡Le aseguro que frecuentaba gentes horribles! Es más, incluso resulta más plausible la hipótesis de que fuera Clara, ávida de títulos, quien le matara.

– No -respondió tajante-. Si existiese ese amigo despechado, ya habríamos dado con él. Estoy seguro de que hay algo más.

– Suéltelo ya.

– En realidad no lo sé -admitió el inspector-, por ahora.

– ¡Dígamelo!

– De acuerdo. Me preocupa el inspector madrileño. Su actitud nunca fue nítida. Vino demasiado pronto y actuó como si dispusiese a priori de información y conclusiones. Como si alguien dirigiera su comportamiento.