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»Pide perdón a Jaime, y a tu madre. Siento haberos defraudado. Rezad por mí. Sólo espero la misericordia de Dios.

»Una última cosa, Lola: ¡Ayuda a Clara, si puedes! Yo no he sabido hacerlo, no quiero que acabe en una cuneta llorando. ¡Por favor!

»La lista completa es la siguiente:…»

Antes de empezar a leer aquellos nombres y sus cargos sonó el teléfono.

Caracoles en sus babas

El hielo se derretía rápidamente, pero yo le añadía permanentemente nueva carga al alto vaso de cristal. Cuando me lo acercaba a los labios, sentía cómo un frescor cortante me atravesaba la garganta. Quería que perforara mi cuerpo y enfriara las venas que, dentro de mí, todavía hervían. Mientras oía cómo las risas desbordaban la garganta de Jaime, respiré hondo. Cenábamos en La Perla. El restaurante Otano había mandado unas suculentas viandas y dos camareros. Rafael Moreno estaba al piano, desmigando un bolero que cantaba su esposa Beatriz que, sobre la marcha, cambiaba la letra para hacernos reír; en eso, ella es una artista.

Yo no hablaba. A duras penas habíamos conseguido que el hospital me diera el alta, y había prometido estar quieta y volver al primer síntoma de que algo fallaba. Sonreía por fuera; por dentro, la procesión era de duelo. Era incapaz de digerir aquella historia. Don Niccola… Me escocía sobre todo que me hubiera puesto como excusa sin siquiera consultarme… «¿No hay nada puro en el mundo?», pensé asqueada.

– No hay duda, nadie es perfecto, salvo, quizás, tu marido, que se acerca mucho. Sé de lo que hablo, soy juez y a la vez reo de mí mismo.

Gabriel Uranga me sonreía mientras hablaba. Se había acercado despacio sin que yo me hubiera dado cuenta.

– No puedes dejar que los fantasmas afecten a tu relación con Pamplona. Pasados los momentos de dolor, cuando hayáis asimilado todo este desconcierto, tenéis que volver y disfrutar de esta Fiesta.

– No temas, el dolor no se une a Pamplona, sino a ese hospital, a las esposas metálicas y a los caracoles.

– ¿Caracoles? -preguntó extrañado.

– Volveremos. He prometido al inspector Iturri ver la procesión y el momentico -dije, sin detenerme a explicar mis relaciones con los asquerosos babosos.

– ¡Iturri, qué gran policía! Se lo llevarán pronto de aquí. Sabía a quién encomendaba el caso, no creas que ha sido una sorpresa para mí que resolviera todo con bien y tan pronto.

Beatriz seguía rasgando el ambiente con sus graciosas ocurrencias. Gabriel y yo callamos. En verdad quería sonreír sin falsilla, pero no podía. Don Niccola venía una y otra vez a mi mente, vestido con su elegante traje de Zegna y tocado con su edulcorada pose italiana. No quería juzgarle, pero no podía dejar de hacerlo. «No debió dejarse chantajear, poniéndome a mí como excusa…»

– Estoy desecha, Gabriel -le dije, mientras me frotaba insistentemente la muñeca tratando de arrancarme la imagen de aquella esposa metálica-. Mi idolatrado maestro tenía causas íntimas, secretos inconfesables y patéticos.

– ¿Y eso te extraña?

– Sí.

– ¿Estás segura de cómo habrías obrado tú?

Los hielos se balancearon más de la cuenta en el vaso de cristal y el contenido se derramó.

– No, no estoy segura. En realidad, siempre he sido despiadada juzgando.

– Vente a la carrera judicial, allí podemos curar ese mal.

– Nunca se me hubiera pasado por la cabeza, pero es posible que acepte tu sugerencia.

Sentado ante su amplio escritorio de caoba de una pieza, Rodrigo Robles fingía leer una sentencia. Levantó los ojos. Ante él, en sus sarcófagos de plata, dormían varias fotografías que inmortalizaban sus éxitos: la de su boda con Ana, la hija única del catedrático decano del Derecho Penal en España; la que recordaba la imposición de la medalla del mayor grado académico, y la de su hijo Alvaro, el calco de sus genes, con los ojos verdes tapados por aquellos abundantes cabellos rubios extremadamente lisos.

Volvió a concentrarse en las hojas mecanografiadas que tenía delante. Fuera, un viento avieso y amenazador descomponía, para beneficio de los madrileños, la tórrida tarde. Con creciente enfado, el viento planeaba sobre la capital a toda velocidad. Parecía que, molesto con el mundo, estuviera buscando un blanco certero para taladrarlo con sus truenos y arrasarlo con sus dirigidas bombas de agua. En su tercera pasada, las ráfagas consiguieron secuestrar la luz del atardecer y todo el barrio de Salamanca quedó en tinieblas. Junto con el apagón, llegó la lluvia. Rodrigo Robles no había prestado atención al desapacible tiempo, tenía la cabeza en otro sitio. A ratos había oído, sin percibirlo conscientemente, cómo rachas de viento acosaban la ventana del despacho de su domicilio, una pieza de estilo inglés, confeccionada íntegramente en caoba oscura. No se había movido cuando los estruendos parecían cargar especialmente contra sus contraventanas abiertas. Sin embargo, cuando el cielo regaló un diluvio curvo que mojó las tablas del crujiente suelo, se rompió el hechizo. Se levantó y, tras cerrar el ventanal, vagó ciegamente por la amplia habitación, parándose ante el único espejo que había.

Rodrigo Robles era un hombre alto y moderadamente guapo, con una cierta tendencia al sobrepeso que combatía con largas sesiones de bicicleta estática. Tenía una en su dormitorio y otra, un modelo que permitía pedalear reclinado, en su despacho. Al percibir en el espejo su incipiente curva abdominal, se despojó de la chaqueta, se aflojó la corbata y se recostó en el ingenio mecánico. Le molestaba que el sudor mancillara su carísima ropa, pero ésta era una ocasión especial y pedalear le despejaría el cerebro. Descansando sobre su espalda, comenzó el suave ejercicio. Desde aquella posición se sintió envuelto por las docenas y docenas de libros que llenaban las estanterías. Paseó la vista por aquella selva de papel que lo rodeaba todo. De pronto un lomo granate llamó su atención. Se levantó y acudió en su busca. Lo extrajo de la estantería y lo abrió al azar. Fuera el agua gorgoteaba sobre las jardineras que adornaban la ventana. El ruido le hizo perder por un momento la concentración, pero, enseguida, volvió sus ojos hacia el volumen: el Compendio de Derecho Penal de Niccola Mocciaro.

«!Bye, bye, profesor! ¡Hasta nunca!» Y cerrando el volumen de un golpe, rió estruendosamente.

Todo parecía ir como la seda, y sin embargo, al oír el embate seco de las hojas al juntarse forzadamente, le invadió un extraño desasosiego. De improviso, el sentimiento se hizo tan grande que le llevó de nuevo hacia la bandeja de los licores. Llevaba ya tres güisquis aquella tarde, éste sería el cuarto, y probablemente, no el último.

Cuando la euforia retornó, se olvidó de la bicicleta y se sentó en el sillón de cuero negro del escritorio, repasando mentalmente los hechos. Naturalmente, don Niccola le había recibido con su habitual superioridad de marqués. Era un teórico, un estúpido idealista criado entre algodones. Rodrigo, por el contrario, no había nacido rico. Quinto entre siete hermanos, se había visto obligado a correr tras las oportunidades sin preocuparse de quién o qué quedaba en la cuneta. Sus métodos habían resultado notables; eso había reforzado su idea iniciaclass="underline" lo importante es saber dónde quieres llegar, no cómo vas a alcanzar ese puesto. Había dado amplia cuenta de su talento hasta la fecha y no estaba dispuesto a que los estúpidos Mocciaro le amargaran otra vez la vida.

El tocadiscos reproducía música clásica. A Rodrigo no le gustaba, pero era uno de los precios que debía pagar para permanecer en la high society. Clara Mocciaro había estado a punto de hacerle descender a la clase turista. Sabía que era una manzana envenenada, pero era tan atrayente a la vista como apetecible al tacto y se había dejado llevar. Tras ver aquella foto, parecieron abrirse todos los infiernos, y creyó que perdería simultáneamente vida y trabajo. Su suegro había aprovechado la ocasión. Sin embargo, don Nicanor no sabía con quién se jugaba los cuartos. Él había sucumbido al placer prohibido, pero en las cenas de la Hermandad el viejo tampoco se había comportado precisamente como un santo, y él tenía a buen recaudo las pruebas. Ana se había visto obligada a retirar su petición de divorcio, pero, desde aquel día, nunca había vuelto a tenerla entre sus brazos. Lo curioso es que, pese a haberse tratado de un simple acuerdo mercantil, ahora se daba cuenta de que añoraba su compañía. Soñaba con recorrer su espalda con los dedos y soltar la cinta que anudaba sus rizos abundantes y negros, mientras sorbía la fragancia de su perfume dulzón. Añoraba tener a alguien a quien proteger, alguien con quien compartir los éxitos. Sin embargo, ¡los dichosos Mocciaro!: Alejandro era un extravagante y un imbécil al que habían tolerado lo indecible, pero en aquella ocasión había traspasado los límites de lo razonable. Era obvio que, tras chantajear al mundo, no se podía pretender salir impune. Don Niccola se había negado a tomar medidas contundentes; era un merengue italiano vestido de escrúpulos. Se había limitado a enviar a Alejandro al extranjero con dinero suficiente para que no tuviese que volver. Pero más tarde o más temprano retornaría y trataría de chantajear a la Hermandad. Cuando lo hiciera, le estaría esperando. Había disfrutado con su segunda y definitiva visita al profesor Mocciaro. No había sido difícil obligarle a tragarse su propia muerte. El médico le administraba MST, una suerte de morfina, para combatir el dolor. Con cuatro cápsulas fue suficiente. Pasó un rato absorto, luego perdió la lucidez hablando entrecortadamente sobre Pamplona y su discípula MacHor. Siempre había sospechado que tenían una aventura. Se marchó de allí cuando dejó de respirar. Pensó que, tras el fallecimiento de su padre, Alejandro se vería obligado a volver. No fue así. No hubo funeral ni entierro públicos, ni siquiera una esquela. Pese a todo, esperaba que viniera. Miguelón Ruiz tenía vigilados los aeropuertos, y su presencia no se le hubiera escapado. Estaba claro que su padre le había avisado. Organizar su muerte en los Estados Unidos obligaba a correr riesgos innecesarios. Era mejor esperar a que volviera. Debería de hacerlo para la lectura del testamento… Al pensar en el documento, recordó los últimos minutos de vida de don Niccola y las frases vacilantes sobre los derechos de su Compendio. «¡Lola! ¡Lola MacHor! No podía ser otra», pensó. «Si alguien sabe algo, es ella.» Fue fácil acceder a su correo, aunque despegar el lacre rojo costó más de lo esperado. Sin embargo, el éxito fue completo: leyendo aquella carta todo cuadraba. También resultaba evidente que había que vigilar de cerca a Lola MacHor, no fuera que el profesor Mocciaro le hubiera comunicado algún detalle acerca de la Hermandad.