—¿De veras? ¿Pese a disfrutar en este sitio de una hermosa vivienda?
—Sí, sí… Y en el poblado esa mujer se mueve lo suyo. Se la ve en todas partes. Forma parte de las directivas de las sociedades femeninas, organiza tés y reuniones… Se halla al frente de muchas cosas. Alguna gente piensa que le gusta demasiado mandar. Es así, realmente. Pero el párroco, por ejemplo, confía en ella. Es una mujer de iniciativa. Monta viajes de turismo, excursiones cortas… ¡Oh, sí! Yo no se lo digo a mi mujer, pero lo pienso: no por dejarse ver esas personas son más populares. ¿Usted entiende lo que quiero decir? Lo normal es que vayan incesantemente de un lado para otro indicando qué es lo que debe hacerse y qué es lo que hay que evitar. Esas señoras tienen alma de dictadoras. No tienen la más leve idea de lo que significa la libertad para algunos seres… Claro que hay que reconocer que actualmente en ningún lado se disfruta de ella.
—¿Y usted cree posible que la señora Drake acabe marchándose de aquí?
—No me extrañaría nada que el día menos pensado se fuese, estableciéndose, para vivir, en cualquier punto del extranjero. El matrimonio abandonaba el país periódicamente; a los dos les agradaba pasar sus vacaciones fuera de Inglaterra.
—¿Y por qué piensa usted que ella desea salir de aquí?
Una sonrisa saturada de picardía floreció en los labios del anciano.
—Bueno, yo diría que ella ha hecho aquí todo lo que podía hacer. Voy a indicarlo como en el libro sagrado: anda necesitada de otro viñedo en que trabajar. Pretende, seguramente, acometer nuevas empresas, buenas obras. La labor ha sido completada en este poblado.
—¿Necesita un nuevo campo en el que proseguir sus tareas? —inquirió Poirot.
—Exactamente. A la señora Drake le conviene dar con un nuevo escenario, donde cambiar el orden de las cosas, donde animar a otro puñado de gente, incitándola a desarrollar continuas y provechosas actividades. Aquí ya nos ha llevado a donde quería llevarnos. Pocos son ya los objetivos que puede fijarse.
—Es posible —convino Poirot.
—Ya ni siquiera le queda su marido, al que habría podido dedicar todos sus afanes en la presente situación. Lo cuidó durante muchos años. Su marido justificaba su existencia entonces. Merced a él y a sus otros trabajos conseguía llenar sus días, andar ocupada a todas horas. Es de esas personas que no gustan de haraganear ni un minuto durante la jornada. Y no tiene hijos… ¡Eso sí que es una lástima! En mi opinión, la señora Drake, cuando lleve algún tiempo en cualquier otro sitio, montará su existencia exactamente igual que aquí. Es su carácter.
—Y yo no tengo más remedio que darle la razón en vista de lo que acaba de decirme. ¿A dónde piensa encaminar sus pasos la señora Drake?
—No puedo decírselo, la verdad. No sé tanto. Seguramente, pensará en algún punto de la Riviera Francesa… Quizá se traslade a España o Portugal. O a Grecia… Le he oído hablar en una ocasión de las islas griegas. La señora Butler participó en un «tour» por aquella región de Europa…
Poirot sonrió.
—Las islas griegas, ¿eh? —murmuró. De pronto, preguntó al anciano—. ¿A usted le es simpática realmente la señora Drake?
—¿Qué si me es simpática…? ¡Hombre! No es precisamente simpatía lo que ella inspira. La señora Drake es una buena mujer. Sabe servir al prójimo cuando se tercia… Ahora bien, se mete demasiado, a veces, en todo. Hay gente que no le agrada que le estén recordando a cada instante las cosas que debe hacer. A mí me molesta, por ejemplo, que salga alguien explicándome cómo he de podar mis rosales. Yo sé muy bien cómo he de llevar a cabo este delicado trabajo. También me revienta que me digan que una verdura he de cultivarla así o asá. Precisamente a mí me ha gustado siempre la huerta y creo que hay pocos aficionados que puedan compararse conmigo en este terreno.
Poirot sonrió.
—Tengo que seguir mi camino, amigo mío. ¿Usted podría indicarme dónde viven Nicholas Ranson y Desmond Holland?
—Más allá de la iglesia, desde luego. ¿Ve usted hacia la izquierda la casa tercera? Están alojados en el hogar de la señora Brand. Van todos los días a la Escuela Técnica de Medchester, dónde estudian actualmente. Seguramente, se encontrarán en estos momentos en la vivienda.
El viejo miró a Poirot con curiosidad.
—De manera que ha pensado usted en esos chicos, ¿eh? Los muchachos son el centro de la atención de algunas personas del poblado hoy en día ciertamente.
—La verdad es que, en concreto, yo no he pensado nada todavía. Esos jóvenes figuraban entre los que tomaron parte en la reunión de la víspera de Todos los Santos… Eso es todo.
En el momento de separarse del anciano, Hércules Poirot musitó:
—Por lo que respecta a los participantes en la reunión… estoy llegando al final de la lista.
CAPÍTULO XV
DOS pares de ojos se fijaron, inquietos, en Poirot.
—No sé que otras cosas podríamos decirle a usted. Nosotros hemos sido ya interrogados por la policía, monsieur Poirot.
Este se fijó en uno de los muchachos, escrutando a continuación el rostro del otro. Ya no podían ser considerados unos chiquillos. Sus modales, intencionadamente, resultaban ser los de dos adultos. Cerrando los ojos, sus palabras habrían podido ser juzgadas como salidas de los labios de dos miembros de un club social. Nicholas contaba dieciocho años; Desmond tenía dieciséis.
—Con objeto de complacer a una persona amiga estoy efectuando indagaciones sobre los que se hallaban presentes en cierta ocasión. No me refiero a la reunión de la víspera de Todos los Santos; hablo de los preparativos para la fiesta. Vosotros desarrollasteis mucha actividad en ellos, ¿no?
—En efecto.
—Hasta ahora —manifestó Poirot—, me he entrevistado con mujeres de la limpieza, no he perdido el contacto con los puntos aceptados por la policía, he charlado con el doctor que examinó antes que nadie el cadáver, he cambiado impresiones con una profesora, han llegado a mis oídos muchas de las habladurías de la gente del poblado… ¡Ah! A propósito… Tengo entendido que disfrutáis de una bruja en la localidad… ¿Es cierto?
Los dos muchachos se echaron a reír.
—Usted se refiere a mamá Goodbody. Pues sí… Se presentó en la reunión, desempeñando el papel de bruja.
—Acabo de aproximarme a dos representantes de la última generación —declaró Poirot—. Tengo en cuenta que sois chicos de visión aguda, de oído muy fino, que poseéis conocimientos científicos rigurosamente puestos al día, junto con una gran filosofía… Siento un gran interés por conocer vuestras opiniones acerca de esta materia.
«Dieciocho y dieciséis años…», pensó Poirot, estudiando las caras de los dos chicos. Dos «jóvenes», simplemente, para la policía; unos chicos para él; un par de adolescentes para los reporteros. Daba igual que fuesen llamados de un modo o de otro. Eran productos de la época. Ninguno de los dos podía ser considerado un muchacho estúpido, si bien tampoco se hallaban en posesión de la elevada mentalidad que él había sugerido al principio, halagadoramente, para animar la conversación. Los dos habían estado en la reunión. Los dos se habían encontrado en las primeras horas del día en la casa de la señora Drake, para ayudarla en lo que ésta consideraba necesario.
Habían trepado por las escaleras de mano, colaborando en la colocación de calabazas en los puntos más estratégicos. Habían tendido una nueva línea eléctrica a base de minúsculas luces; uno u otro, o la pareja a un tiempo, habíanselas arreglado para componer una colección de falsas fotografías, a tono con los rostros imaginados por las chicas de once años en adelante. Estaban en la edad más indicada para figurar en los primeros lugares de la lista de sospechosos que el inspector Raglan llevaba en uno de sus bolsillos, y en la mente de un jardinero ya entrado en años. A lo largo de los últimos años, el porcentaje de crímenes cometidos por individuos de su edad había ido subiendo incesantemente. No era que Poirot estimase este detalle definitivo. Ahora bien, todo era posible… Cabía incluso la posibilidad de que el acto delictivo de dos o tres años atrás hubiese sido obra de un chico de catorce o doce años de edad. Tales casos se habían dado. No había más que leer los reportajes publicados últimamente en algunos diarios.