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—Pues… Supongo que habría allí cinco o seis mujeres, las madres de algunas niñas, una maestra, la esposa de un médico o hermana, me parece, dos parejas ya entradas en años, los dos chicos de dieciséis a dieciocho años de edad, una muchacha de quince, dos o tres de once o doce… Bien. Ya se puede usted imaginar la tónica de la fiesta. En total, habría de veinticinco a treinta personas.

—¿Y gente extraña?

—Todos se conocían entre sí, tengo entendido. Naturalmente, había distintos grados de amistad entre esas personas. Como ocurre en todas partes. Creo que las chicas frecuentaban el mismo colegio en su mayoría. Había un par de mujeres traídas con objeto de que se ocuparan de la preparación de la cena y cosas por el estilo. Cuando la reunión terminó, la mayoría de los chicos y chicas regresaron a sus casas en compañía de sus madres. Yo me quedé con Judith y otras dos señoras, a fin de ayudar a Rowena Drake, la organizadora de la fiesta. Pretendíamos reducir un poco el trabajo con que se enfrentarían al día siguiente las mujeres de la limpieza. Ya se puede usted imaginar lo que había allí: harina por el suelo, agua derramada, papeles y otras cosas. Barrimos y después pasamos a la biblioteca. Y entonces fue cuando… cuando la encontramos. Inmediatamente, me acordé de lo que ella había dicho.

—De lo que había dicho…, ¿quién?

—Joyce.

—¿Qué es lo que dijo? Llegamos ahora a eso, ¿no? Nos estamos acercando a la causa determinante de su presencia aquí, ¿verdad, mi querida amiga?

—Sí. Pensé que sus palabras no significarían nada para un doctor, para la policía, para cualquier otra persona por el estilo. Me figuré, en cambio, que a usted sí le dirían algo.

Et bien… Hable de una vez. ¿Se trata de algo que Joyce dijo en la reunión?

—No… Con anterioridad. La tarde en que todas nos dedicábamos a dejar listas las cosas. Se habló de que yo me dedicaba a escribir novelas policíacas y entonces declaró Joyce que ella había presenciado un crimen. Su madre le llamó la atención, invitándole a no decir disparates y una de sus amigas la acusó de estar inventándose un cuento. Entonces, Joyce insistió en que ella había visto en una ocasión cometer a alguien un crimen. Nadie la creyó, sin embargo. Todos los presentes se echaron a reír y ella acabó muy enfadada.

—¿La creyó usted?

—No, por supuesto que no.

—Ya, ya —se limitó a contestar ahora Poirot.

Guardó silencio durante breves momentos, apoyando un dedo en el borde de la mesa.

—¿No dio la chica detalles? ¿No citó ningún nombre?

—No. Contestó despectivamente varias veces a las preguntas de sus amigas, irritada porque éstas se rieron de ella. Las personas mayores se enfadaron, simplemente, sin más. Pero la gente de su edad no se contentó con eso. Todos empezaron a decirle: «Bueno, Joyce… ¿Cuándo fue cometido el crimen? ¿Por qué no nos hablaste nunca de él?». La chica respondió en una ocasión: «Lo había olvidado todo. Hace mucho tiempo de ello».

—¡Aja! ¿Como cuánto?

—Joyce aclaró que habían transcurrido varios años. «¿Por qué no recurriste a la policía entonces?», inquirió una de las chicas. Ann, me parece, o Beatrice. Era una muchacha que adoptaba unos aires de superioridad terribles.

—¡Aja! ¿Y qué contestó ella a eso?

—Joyce respondió: «Es que entonces yo no supe que se trataba de un crimen».

—Una respuesta sumamente interesante —comentó Poirot, incorporándose un poco en su sillón.

—Se mostró un tanto confusa luego —explicó la señora Oliver—. Dése cuenta: intentaba justificarse. Y cada vez se enfadaba más porque los unos tomaban a broma cuanto decía. Insistieron en preguntarle por qué no había recurrido a la policía. Y ella siempre respondía lo mismo: «Es que entonces yo no sabía que se trataba de un crimen. Fue después cuando identifiqué realmente qué era lo que había visto, interpretándolo bien».

—Pero nadie quería creerla… Ni siquiera usted, ¿verdad? En cambio, a raíz, de su muerte, a usted, Ariadne, se le ocurrió pensar que la chica había estado diciendo la verdad, ¿no?

—Justamente. No sabía qué hacer… más adelante, pensé en usted.

Poirot inclinó la cabeza gravemente, como dándole las gracias. Guardó silencio unos momentos diciendo después:

—Tengo que formular una pregunta muy seria. Le ruego que reflexione antes de contestarme. ¿Usted cree que la chica presenció realmente un crimen? ¿O se figura que ella, simplemente, creyó haberlo visto?

—Me inclino por lo primero —dijo la señora Oliver—. En aquellos instantes, sin embargo, no pensaba así. Me imaginé que Joyce recordaba vagamente algo que viera en alguna ocasión y que pretendía darse importancia, atraer sobre su persona la atención de los presentes. La vi hablar con mucha vehemencia: «Lo vi. Os digo que lo vi. Vi todo lo que pasó».

—¿Y luego?

—Me acordé de usted, decidiendo venir a verle —manifestó la señora Oliver—. Su muerte sólo tiene sentido si alguien cometió un crimen y la chica lo presenció.

—Cabe establecer ciertas conclusiones. Es posible que el crimen fuese cometido por una de las personas que participaron en la reunión. Esa misma persona tuvo que encontrarse en la casa en las primeras horas, en las de los preparativos, oyendo las declaraciones de Joyce.

—¿Usted no pensará que he dejado volar la fantasía, que todo esto acabo de inventármelo, verdad? —inquirió la señora Oliver—. No habrá pensado, ¿eh?, que cuanto le he referido es el fruto de mi imaginación…

—No. Una chica fue asesinada —declaró Poirot—. Fue asesinada por alguien que tenía fuerzas suficientes para obligarla a permanecer con la cabeza introducida en un cubo lleno de agua. He aquí un feo crimen, cometido, podríamos decirlo así, sobre la marcha, sin tiempo que perder. Alguien se sintió amenazado. Y la persona amenazada procuró pasar a la acción lo antes posible, para librarse de lo que se le venía encima.

—Joyce no podía conocer la identidad del autor del crimen que presenció —opinó la señora Oliver—. Quiero decir que ella no habría dicho lo que dijo de haber sabido que en la habitación se hallaba la persona directamente interesada en aquella historia.

—En efecto —corroboró Poirot—. Creo que está usted en lo cierto ahí. Presenció un crimen, pero no llegó a ver la faz del asesino. Tenemos que ir más allá de todo eso.

—No comprendo exactamente qué es lo que usted quiere darme a entender.

—Pudo suceder que alguien que visitara la casa durante el día y oyera la acusación de Joyce estuviese enterada del crimen y supiese quién lo había cometido. A lo mejor era una persona estrechamente relacionada con el agresor. Pudo haber sido un hombre que se creyera el único ser al corriente de lo que había hecho su esposa, su madre, su hija o su hijo. Pudo tratarse de una mujer también que se hallase informada sobre lo que hiciera su marido, madre, hija o hijo. En todo caso, estoy hablando de una criatura humana convencida de que era el único ser en la tierra conocedor de un secreto grave… Y al empezar a hablar Joyce…

—¿Entonces?

—Decidió que la chica tenía que morir.

—¿Y qué piensa usted hacer ahora?

—Verá… —dijo Hércules Poirot—. Acabo de recordar por qué me sonaba a algo familiar el nombre de Woodleigh Common.

CAPÍTULO V

HÉRCULES Poirot se quedó mirando la pequeña puerta que daba acceso a Pine Crest. Tratábase de una casita de bellas líneas modernas, construida a conciencia. La respiración de Hércules Poirot resultaba un poco agitada en aquellos instantes. La edificación que contemplaba había sido adecuadamente bautizada. Estaba en la cumbre de un promontorio y en el cerro se veían algunos pinos. Contaba con un diminuto jardín. Un hombre de buena talla, ya entrado en años, avanzaba con alguna dificultad por el sendero interior de la finca, portador de una gran regadera de hierro galvanizado.